NÁPOLES
Hace algunos años, un clérigo era
conducido en un carro a través de las calles de Nápoles acusado de abuso moral.
Se lo seguía en medio de maldiciones. En una esquina, apareció un cortejo
nupcial. El clérigo se levanta, hace el signo de la bendición y todo lo que va
detrás del carro cae de rodillas. En esta ciudad, la tendencia del catolicismo
a restablecerse a partir de cualquier situación es tan incondicional que, si
desapareciera de la superficie de la tierra, tal vez el último lugar no sería
Roma sino Nápoles.
En ninguna parte este pueblo
puede vivir con tanta tranquilidad su profusa barbarie, nacida del corazón
mismo de la gran ciudad, como en el seno de la Iglesia. Necesita del
catolicismo porque junto con él se extiende una leyenda, el aniversario de un
mártir, por encima de sus excesos, legalizándolos incluso. Aquí nació Alfonso
de Ligorio, el Santo, quien flexibilizó la práctica de la Iglesia Católica para
atender con pericia las artes de la delincuencia y la prostitución, controlando
estas artes con penitencias más severas o más indulgentes en la confesión,
sobre la cual escribió un tratado en tres tomos. Sólo la Iglesia, no la policía
es capaz de hacer frente a la autonomía de
la delincuencia, la camorra.
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