El sueño de su vida no consistía
en ser rico, famoso, poderoso, ni siquiera feliz ... sino, simplemente, en ser
civilizado. No podría haber citado las cualidades de ese tipo de vida cuando dejó
la casa, o la cabaña, de su padre, en los bosques norteños del estado; su
proyecto era llegar hasta Chicago para averiguarlo. Sabía con certeza lo que no
quería: vivir como un salvaje. Su propio padre era un hombre bárbaro e
ignorante; cazador de pieles, luego leñador y, hacia el fin de su vida,
vigilante nocturno en las minas de hierro. Su madre era una mujer trabajadora, de
carácter servil, que jamás había concebido desear algo distinto a lo que tenía;
si lo deseaba, si en realidad era otra y no la que parecía, sentía que no era
prudente hablar de sus deseos en presencia de su marido.
U no de los recuerdos infantiles
más persistentes de Willard tenía que ver con el momento en que una india
chippewa fue hasta la cabaña en que vivía con una raíz para que la hermana de Willard
la masticara, cuando Ginny ardía de fiebre a causa de la escarlatina. Él tenía siete años, Ginny uno, y
la india, como Willard asegura hoy, pasaba de los cien. La enfebrecida criatura
no murió de aquella enfermedad, aunque más tarde su padre hizo comprender a
Willard que habría sido mejor que así fuese. Al cabo de pocos años descubrieron
que la pobre Ginny no podía aprender a sumar dos más dos o a decir de manera
ordenada los días de la semana.
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