8 de noviembre de 2000
Querido Franklin,
No estoy segura de por qué un
incidente sin importancia esta tarde me ha impulsado a escribirte. Pero, puesto
que estamos separados, tal vez sea que ahora te echo más de menos al llegar a
casa para contarte las curiosidades de mi jornada, tal como el gato podría
dejar unos ratones a tus pies: la pequeña y humilde ofrenda que se hacen las
parejas tras un día de haber estado cazando en patios separados. De seguir tú aún
instalado en mi cocina, extendiendo capas de mantequilla de cacahuete en
crujientes tostadas de pan integral aunque ya fuera casi la hora de cenar, aún
no me habría dado tiempo de dejar las bolsas -de una de las cuales estaría
rezumando una especie de baba viscosa- cuando estaría contándote esta pequeña
historia incluso antes de advertirte de que esa noche cenaríamos pasta y de rogarte
que, por tanto, hicieras el favor de no zamparte aquel monumental emparedado.
En los primeros tiempos, por
supuesto, mis relatos eran más bien importaciones exóticas de Lisboa..., de
Katmandú ... Pero puesto que, en realidad, nadie quiere oír historias de
tierras lejanas, hasta yo pude detectar en tu reveladora cortesía que preferías
detalles anecdóticos más próximos a ambos
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