Páginas escogidas, Ferlosio, p. 27
Hará ya más de medio siglo largo,
teniendo yo unos cinco años y estando mi hermano mayor y yo veraneando con
nuestra abuela paterna en el pequeño piso medio abuhardillado de Fuenterrabía,
donde ella se había recogido con sus muebles amontonados en dos habitaciones y
amorosamente envueltos en periódicos cosidos con hilo de hilvanar o de zurcir-,
con su orgullosa soledad y su ya antigua viudez, y dirigiéndonos un día los
tres a visitar por primera vez a unos frailes capuchinos que tenían su convento
casi a medio camino de la carretera que llevaba a lrún, la abuela, teniendo ya
cierta experiencia, por algunos enojosos precedentes, de mis ingenuas y
espontáneas indiscreciones, pasada la cancela del jardín y apenas a unos metros
de la puerta, nos detuvo de pronto y me dijo seriamente: «Mira, Rafaelito:
ahora, cuando llamemos a la campanilla, va a salir a abrirnos un hermano que es
giboso, ¡como se te ocurra decirle una palabra, ya vas a ver tú!”. Creo que yo
no debía de saber exactamente por entonces ni lo que era “un enano” usado en
tal contexto, ni tampoco tal vez lo que quería decir «giboso”, de tal manera
que, cuando al fin se abrió la puerta, la advertencia no encontró en modo
alguno el contenido al que se refería, sino que lo que mis ojos vieron,
súbitamente arrobados de fascinación, fue la figura más maravillosa que nunca habrían
sabido imaginar: un hombrecito de mi propia estatura con una larga barba cenicienta
y en hábito talar, que tal vez remitía ~pero, como por arte .de milagro, en
vivo y en presente a la figura del gnomo, hasta entonces tan sólo conocida en
las ilustraciones de los cuentos. Olvidado de todo y lleno de emocionada admiración,
le dije: “Y tú, ¿cómo eres tan pequeñito?¿Cómo has crecido tan poco?”, pero
como la forma más llana y más concreta de decirle: “¿Cómo has conseguido ser un
ser tan prodigioso?”, de suerte que no podía haber en mis palabras otra connotación
afectiva que la del incondícional encomio que me merecía un ser tan
privilegiado como él. Por lo demás, la amplia veste talar y la capucha caída
tras la nuca le debían de disimular completamente cualquier deformidad. Sonrió
dulcemente ante mi ingenuidad, sin ofenderse un punto, y contestó: “Porque el Señor
ha dispuesto que no creciese más”. Nada más lejos de mi mente que la idea de
que la disposición de Dios que había querido hacerlo corno era fuese otra cosa
que un don especialisimo, un privilegio singular en el que la pequeñez que la
predilección divina había querido concederle no era más que una fastuosa manifestación
del esplendor de Dios en una insólita y más alta plenitud humana. Hoy sé que
aquella singular gracia divina es el Carácter.
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