Páginas escogidas, Ferlosio, p. 143
Siempre me ha escandalizado que
cada vez que se comenta una muerte producida por mano terrorista no falte casi
nunca la inmediata consideración de cómo tal cosa contribuye a la “desestabilización
de la democracia»; la mirada no se detiene apenas en el muerto y en los que le
lloran (en aquel para quien se ha terminado para siempre no sólo el irrisorio
bien de la democracia, sino la vida misma, y en aquellos para los que vida y
mundo han quedado terriblemente desgarrados), para volverse acto seguido a las
peligrosas consecuencias políticas que la reiteración de tal clase de hechos
podría llegar a tener sobre la situación política vigente. En ningún caso, como
en este rápido saltar por encima del absoluto de una vida singular para volver
la vista hacia las repercusiones colectivas de su destrucción, resalta más claramente
toda la siniestrez de ese fetiche ideológico que se designa como el Bien Común
y que parece tener por cometido distraer y desviar constante y sistemáticamente
la mirada –casi como en un puro automatismo defensivo- de cualquier mal particular hacia un bien general que
eternamente aplaza su promesa de revertir sobre sus únicos posibles
beneficiarios: los sujetos singulares o, mejor dicho, los sujetos, ya que no
hay otros que los singulares. Al fin, los que así remiten inmediatamente a las
posibles consecuencias públicas, sin detenerse, como en algo absoluto, en la
desaparición de un particular de la condición que fuere -ya que la vida no
viste ni de militar ni de paisano-, se ponen en el mismísimo punto de vista que
los matadores, supuesto que, al igual que en la acción de éstos, la vida o la muerte
de los individuos resulta valorada sólo en función de su capacidad de amenazar
o de atentar a la estabilidad de lo total.
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