Páginas escogidas, Ferlosio, p. 125
El retrato del fariseo se ha
desvaído mucho con el tiempo. El público ya no reconoce ahí propiamente una
figura, sino apenas un contorno corrido y sumario, donde el afán constante de suplir
todo trazo perdido con rasgos de parientes, por cercanos que sean, ha acabado
por volver a fundir en el género próximo aquella especie bien diferenciada.
Fariseo da a entender hoy muy poco más que 'hipócrita', y aun ese poco es
comúmnente vago e irrelevante. Y, sin embargo, una cosa tan saliente como el
engañarse a sí mismo -por ambigua y paradójica que sea la naturaleza de este engaño-,
mientras no encaja en absoluto en la figura del hipócrita común
(«convencional», como diría un periodista), ha de mostrarse, en cambio, rasgo
inevitable en la genuina fisonomía del fariseo, pues la comedia de la
hipocresía común tiene por escenario la conducta pública y la del fariseísmo tiene
por escenario el corazón. En la parábola, en efecto, el fariseo se manifiesta a
solas ante el altar de Dios, pero ¿seguirá acaso comediando el hipócrita común
cuando nadie le vea o, lo que a estos efectos es lo mismo, cuando únicamente le
vea el omnividente? Expresiones evangélicas más inespecíficas, como el
metafórico dicterio de “sepulcros blanqueados”, han debido de ser lo que,
prevaleciendo en la atención del público sobre la parábola, ha dejado
despintarse las precisas facciones de nuestro personaje; pero éstas siguen ahí,
en la parábola, recogidas con certera agudeza psicológica en el dato que se
basta por sí mismo para configurar toda una personalidad moral entera y vera, como
es la del que específicamente debería llamarse fariseo, y para permitirnos restaurar
su prístino retrato: “Te doy gracias, Señor, porque no soy como los otros
hombres ... , porque no soy como ese publicano». En la esencia moral del
fariseo están la relación, la comparación y la autoedificación por contraste.
El fariseo puede, pues, definirse como el que construye su bondad o santidad
con la maldad o iniquidad ajenas. Necesita del malo y lo cuaja ontológicamente
en el aire con una sobrehumana maldición, para constituirse él, por
contraposición, en bueno.
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