La entrada principal a Falconer
-la única entrada de los convictos, sus visitantes y el personal- estaba
coronada por un escudo de armas que representaba a la Libertad, la Justicia y,
entre ambas, el poder soberano del gobierno. La Libertad llevaba cofia y
sostenía una pica. El gobierno era el Aguila federal que sostenía una rama de olivo
y estaba armada con flechas de caza. La Justicia era una figura convencional;
con los ojos tapados, indefinidamente erótica con su vestido de pliegues
colgantes y armada con la espada del verdugo. El bajorrelieve era de bronce,
pero aparecía ya negro -el negro de la antracita sin pulir o el ónix-. Cuántos
centenares habían pasado bajo esta figura, el último emblema que la mayoría de ellos
vería, el esfuerzo del hombre para interpretar con símbolos el misterio del
encarcelamiento. Centenares, quizá miles, mejor millones. Sobre el escudo de
armas se desgranaban los nombres del lugar: Cárcel Falconer, 1871, Reformatorio
Falconer, Penitenciaría Federal Falconer, Prisión Estatal Falconer,
Correccional Falconer; y el último, que nunca había sido aceptado: Casa del
Alba. Ahora los presos eran internos, los gilipollas eran empleados y el
carcelero jefe se llamaba superintendente. Dios sabe que la fama es caprichosa,
pero Falconer -con su espacio limitado para dos mil malandrines- era tan famosa
como Newgate.
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