Homo Lubitz, Eduardo Menéndez Salmón, p. 263
Las pinturas de Pollock, en la
suite inmensa y desolada, lo confortaban. Cada reproducción, tras ser
disfrutada, estudiada a veces durante horas, era arrancada del libro, hecha
pedazos diminutos y arrojada al váter. El agua se la llevaba lejos. O'Hara
gozaba de la disolución de los cuadros en texturas. De aquel trenzado de
elementos idénticos, como miles de abejas, como gotas de lluvia, como nieve
cayendo vista por un microscopio, que se repetían de un extremo al otro del
lienzo. Disfrutaba al constatar que en las obras de Pollock no había comienzo,
medio ni conclusión. All over, decían los críticos. Todo dado allí, presente
sin fin, desarrollo pleno, un latido unánime, de una vez y para siempre. Sin
estudios preliminares. Sin dubitaciones inadecuadas. Sin bocetos que entregar a
los coleccionistas del futuro.
Pollock no pintaba argumentos.
Pollock no pintaba paisajes. Pollock no pintaba geometrías.
Pollock pintaba una experiencia.
Aquellos cuadros, en Shanghái,
bajo el influjo de millones de vidas, se le mostraban en su desnuda
transparencia. Como fragmentos del mundo sin enmarcar. Como si el mundo fuera
una inmensa, inacabable pared, y el artista, eventualmente, hubiera decidido
sustraer alguna de sus etapas al deterioro, al desorden. Y él allí, cada
atardecer, con las luces declinando, mientras convertía aquel orgullo en
pedacitos de papel que arrojaba al retrete. Las constelaciones de color que
germinaban, daban fruto y morían. La obra de un hombre que había construido su
genio sobre la imposibilidad de encontrar un tema. Todo lanzado a un desagüe.
Sin mala conciencia. Sin premura ni cálculo. También sin dilación ni desamparo.
Impunemente.
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