Virginia Woolf, Quentin Bell, p. 284
Empecé la vida con un tremendo,
absurdo, ideal de matrimonio; después, mi visión de pájaro de muchos matrimonios
me disgustó, y pensé debía ir pidiendo lo imposible. Pero también esto ha
pasado, y ahora sólo pido alguien que suscite en mí la pasión, y me casaré con
él.
Pero, ¿podía Leonard suscitar en
ella una «pasión»? Virginia tenía serias dudas sobre el particular. Sin
embargo, se había ganado algo: ella estaba ansiosa de darle a él todas las
oportunidades para conseguirlo. Cuando volvió a Brunswick Square, él era su
vecino. Empezó a conocerlo a fondo y pudo comprender cuán admirablemente su
carácter congeniaba con el suyo. Leonard tenía la eminencia intelectual que
previamente sólo había encontrado en Lytton, y acompañada de una fuerza que
Lytton, en verdad, no poseía. Leonard era también escritor, y le había dicho a
Virginia, después de leer algunos de sus manuscritos, que algún día ella
«podría escribir algo avasalladoramente bueno». Todas las mañanas, en Brunswick
Square, uno y otro se ponían a escribir quinientas palabras: era un programa
acordado. Y, cuando estaba hecha la tarea, eran libres: podían almorzar juntos
o deambular por la plaza para sentarse bajo la sombra de los árboles y
encontrar un placer nuevo en la mutua compañía. Cuanto más lo trataba, más le
quería, y lo grato de su relación pudo muy bien aumentar por el hecho de que Vanessa,
Clive y Roger se encontraran en Italia. Era una ventaja no estar a la vista de
aquellos burlones espectadores. Desde Italia, Vanessa escribió: «Espero que no
estés demasiado preocupada por el asunto Leonard. En tu lugar, dejaría que las
cosas se hicieran solas y vería qué pasa. Es seguro que acabará bien.»
Y acabó bien. A medida que su
intimidad progresaba, los miedos de Virginia se diluyeron, creció su confianza,
sus sentimientos por Leonard se hicieron más definidos y al fin, el 29 de mayo,
pudo decirle que le amaba y que quería casarse con él. Fue la decisión más
inteligente de su vida.
(En la imagen, con Flush)
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