La invitación llegó hace tres
semanas en un sobre exageradamente franqueado. El peso de los sellos, que a su vez
debió de aumentar los portes, me llenó de esperanza al principio: aún hay cosas que se necesitan
para existir.
Encontré el sobre encima del
resto del correo, una docena de cartas y folletos apilados en dos montoncitos idénticos
delante de mi puerta. Aquello llevaba la firma de mi vecino: una pila por cada
favor que tendría que devolverle. Debajo del sobre excesivamente franqueado
había un folleto de una vidente francófona y un catálogo de una tienda de
juguetes dirigido a los vecinos del piso de arriba: el correo que tiende a
alterar a los niños suele ir a parar a mi buzón. También había facturas y
cuatro hojas de publicidad de un supermercado barato, todos con el consabido
pavo poco relleno, bizcocho de moca y vino a buen precio. Y yo, por supuesto,
seguía sin tener ningún plan para Nochevieja.
Recogí el conato de barricada,
entré en mi piso y, correo en mano, efectué la ronda habitual, abriendo cada puerta
sin saber qué era peor: si encontrarme alguna vez con un intruso o siempre con
aquellas habitaciones vacías.
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