Salí de la ciudad, ribera abajo,
al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.
Llegué hasta el muelle viejo, esa
construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron donde
están, un cuarto de legua arriba.
Entreverada entre sus palos, se
menea la porción de agua del río que entre ellos recae.
Con su pequeña ola y sus
remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía
completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación
al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua
quería llevárselo y lo Llevaba, pero se
le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no,
y ahí estábamos.
Ahí estábamos, por irnos y no.
Con ser tan mansa, cuidábame de
la naturaleza de esta tierra, porque es infantil y capaz de arrobarme y en la
lasitud semidespierta me ponía repentinos pensamientos traicioneros, de esos
que no dan conformidad ni, por tiempos, sosiego.
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