Cartas, Cheever, p. 220
Querida Helen:
Via del Plebiscito, 107
29 de marzo
Eres muy amable y no sabes lo
mucho que te lo agradezco. Borra esa repugnante sonrisa de tu cara, me ha dicho
Mary en cuanto he acabado de leer tu carta, pero ahora he salido a la galería y
estoy sonriendo y sonriendo en privado y riéndome y carcajeándome. Creo que he
tenido mucha suerte con las reseñas y espero que se venda bien. Esta mañana voy
a ir a comprar un coche; o al menos voy a intentarlo. Luego intentaré
conducirlo, pues el tráfico aquí es literalmente homicida. Nada más llegar,
cuando los Fiat te arrancan los botones de la chaqueta piensas “Oh, bueno, pero
no matan a nadie”. Luego ves a una anciana volteada por una Vespa y rodando por
la Piazza Rotounda como un barril de cerveza y ya no estás tan seguro. Después
te enseñan las estadísticas, ves que en un año hay más atropellos que muertos
en los combates de gladiadores y mientras recorres el corso empiezas a formarte
juicios morales sobre la vida en Roma.
Mary está bien y lo que empezó
siendo Frederick es ahora Federico, un niño muy bueno que también está muy
bien, pero hoy hace un día frío y nublado, las wisterias están en flor y echo
de menos mi país, y los niños también. La única información que tengo hoy es
sobre la princesa Doria. Es encantadora, vaporosa, ingeniosa y la última de un linaje
que empezó con Numa Pompilius, pero no soporta a los hombres. En la torre ha
anidado un búho (encima de una familia de Filadelfia) que se pasa la noche
ululando una canción sobre el final de la familia. Traen duques y condes de
Inglaterra para sacarla a bailar, pero a ella no le gustan. Dan ganas de
proponerle ir al psicoanalista, hasta que uno repara en que una princesa no
puede tumbarse en un diván. Así que, como dice Ben, todos tenemos nuestros
problemas.
Abrazos,
John
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