Homo Lubitz, Ricardo Fernández Salmón, p. 223
La voz de Cronenberg puntualizó
que Andreas Lubitz era el síntoma de una enfermedad que se llevaba gestando hacía
muchísimo tiempo en el organismo occidental, largos años de ausencia y
deterioro, una época espléndida y a la vez inocua. Ese síntoma, precisó la voz
de Cronenberg, era la angustia ante el vacío. Cronenberg dijo que consideraba a
Andreas Lubitz un enfermo de nihilismo, pero sin el cariz romántico de los
primitivos nihilistas, los jóvenes rusos que se inmolaban en aras de un futuro
mejor. No. Andreas Lubitz era un nihilista del narcisismo, un hombre débil y
estúpido que quiso jugar a ser dios, cualquier dios, y que al poner en
cuarentena los panteones nos hizo percibir la aterradora presencia del vacío.
Un vacío tanto más implacable en la medida en que transparentaba un cúmulo de
decisiones egoístas: falta de reconocimiento y éxito, deudas de dinero, la
puesta en duda de una personalidad. La sala contenía el aliento. Venecia no
estaba preparada para la filosofía. No el día 1 de septiembre del año 2026, con
aquellas mujeres hermosísimas vistiendo trajes de diez mil dólares, con aquella
suave luz enmarcando la Laguna como una joya imperecedera, con aquella
procesión de inane esplendor que los actores, las actrices, su fama breve y
brutal, la fama de los idiotas y de los muertos, irradiaba en torno suyo como
flecos de un cometa que se desintegra. Por eso O'Hara sintió que Cronenberg
hablaba sólo para él, que esa conversación había comenzado en una cafetería de
Nueva York en marzo del año anterior, cuando en un ejemplar atrasado de Variety
la noticia del rodaje de cierta película había llamado su atención. Y que esa
conversación, que O'Hara llevaba manteniendo consigo mismo hacía años, ese
diálogo en torno a los accidentes, la atracción de la muerte y el resplandor
del vacío se había encarnado en una obra titulada El cielo se desploma, una
obra que un público tan hueco como la encarnación del síntoma que lo devoraba se
estaba obstinando en repudiar.
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