Homo Lubitz, Eduardo Menéndez Salmón, p. 241
En consecuencia, será el rostro
quien lo exprese todo. Dos minutos y quince segundos de metraje. Un reto
asombroso para cualquier actor que se precie. Una menudencia si se considera
desde la perspectiva del paso del tiempo; un cómputo insoportable, en
apariencia infinito, cuando la lente fija su atención en un único rostro.
Ciento treinta y cinco segundos de absorción completa, con el resto de estímulos
visuales y auditivos fuera de campo, con la angustia detenida en un rostro
destinado a expresar en ese plano cuanto sucede antes del impacto. La cámara
escrutando con escrúpulo cada arruga y cada músculo facial, el complejo,
milagroso escenario que un rostro de hombre puede llegar a significar, la
atención fijada sobre la cara desnuda y expuesta, sin un lugar donde
esconderse, confiando en probar que, si se mira con atención el rostro de una
persona, sin vergüenza ni recelo, como si ella no supiera que está siendo estudiada,
alcanzaremos a ver el lugar más terrible al que esa persona llegará. Que si se
mira con atención a alguien se acabará descubriendo, por debajo del músculo y
la vena, por debajo de los gestos habituales y de la fea o hermosa encarnadura,
la llama primordial de la calavera, la estación a la que, tarde o temprano,
estamos destinados a llegar. Calaveras de reyes y reinas. Calaveras de
príncipes y princesas. Calaveras de zares, delfines y validos. Calaveras de
virreyes, emperadores y ministros. Calaveras de pilotos y pasajeros. Calaveras
atildadas y descompuestas. Calaveras de estudiantes de Arte, lingüistas sin
palabras, hombres maduros que han pasado una mala noche. Todas corrompidas por
el gusano primordial. Todas reunidas bajo la fétida carcasa del tiempo, vueltas
polvo, vueltas ruido, vueltas gas, humo, fósforo, movimiento que nadie escucha
vagando por el espacio frío, silente, inagotable. Ciento treinta y cinco
segundos de solemne fatalidad durante los que el plano final de El cielo se
desploma centra su relato en ese rostro del hombre que cae y cae y cae mientras
en torno suyo, audible pero no encarnado, presente pero inaprensible, cuanto se
escucha es el aullido de la aceleración primordial, la caída sin retorno, el
sonido asombrado de la vida a punto de convertirse en residuo para forenses,
abono mineral, el tránsito de un hombre que murmura o bisbisea o reza antes de
que el vértigo lo iguale a la nada de la que un dia lejano surgió.
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