Virginia Woolf, Quentin Bell, p. 218
El 17 de febrero de 1909, Lytton
se presentó en el 29 de Fitzroy Square, se declaró a Virginia y fue aceptado.
En el momento mismo de
declararse, Lytton se dio cuenta de que la idea, una idea que había estado
meditando durante cierto tiempo y que consideró como una solución a los
problemas de su vida privada extremadamente complicada, en realidad no era
ninguna solución. Descubrió que le alarmaba el sexo y la virginidad de ella, y
le horrorizaba la idea de que ella le besara. Percibió que su imaginado «paraíso
de paz matrimonial» era una imposibilidad, no iba a resultar bien en absoluto.
Le horrorizaba la situación en la que se había metido, y mucho más porque creía
que ella le amaba.
Virginia percibió algo de esto y
con tacto cordial le ayudó a escapar. Después de un segundo encuentro, en el que
él finalmente declaró que no podía casarse con ella, mientras que ella le
aseguraba que no lo amaba, proyectaron juntos un pacífico desenlace.
Para Lytton esto fue, quizás, el
fin del asunto. Debió ser totalmente consciente de la naturaleza de sus
sentimientos, y es difícil suponer que pudiera de nuevo pensar en semejante
boda.Pero para Virginia era distinto. Aunque debió darse cuenta de que las
probabilidades eran remotas, aún consideró la posibilidad de casarse con él. Le
había dicho a Lytton que no estaba enamorada de él, y creo que no lo estaba.
Podía aceptar su personalidad, pero no, cuando llegaba el momento decisivo, su
persona. Siempre había sido, Virginia, como más tarde admitió, cobarde en
materias sexuales, y su única experiencia de la sensualidad masculina había
sido horrible y desagradable. Sin embargo quería casarse: tenía veintisiete
años, estaba cansada de su soltería, muy cansada de vivir con Adrian, y
apreciaba mucho a Lytton. Necesitaba un marido cuya inteligencia pudiera
respetar; valoraba, por encima de todo, la eminencia intelectual y, a este
respecto, aún no había aparecido ningún rival. La homosexualidad de Lytton
podía muy bien ser una fuente de tranquilidad; como marido, no sería
sexualmente exigente y una unión con él, casi fraterna en carácter, podía crecer
gradualmente hasta llegar a ser algo real, sólido y profundamente afectuoso.
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