Señores, amigos, cierren sus
periódicos y sus revistas ilustradas, apaguen sus móviles, pónganse cómodos y
escuchen con atención lo que voy a contarles. Cuando yo era adolescente, cuando
apenas sabía nada del mundo de los mayores ni tenía clara conciencia del bien y
del mal, e ignoraba por tanto de qué manera prodigiosa puede llegar uno a
convertirse en un momento, quizá sin advertirlo, como en un cara o cruz, en un
canalla o en un santo, un día mi madre me llevó con ella a un lugar secreto, y
yo supe que era secreto porque eso fue lo primero que me dijo en cuanto llegamos
allí.
Tú eres capaz de guardar un
secreto, ¿no?
Por supuesto, dije yo.
¿Seguro? Piénsalo bien antes de
responder.
Seguro.
Pues escucha bien lo que voy a decirte
y no lo olvides nunca. Lo que voy a decirte es un secreto entre tú y yo, y por
nada del mundo debes contárselo a nadie, por nada del mundo, ¿me oyes?, y menos
que nadie a tu padre, que bastante tiene ya el pobre con lo suyo para que
encima sufra todavía más por mí.
Y me hizo jurar que no quebrantaría
jamás aquel secreto.
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