Es un muñeco del pasado que nos
pone melancólicos de tiempos peores. Tiene la melancolía asustadiza del
superviviente. Con sus gritos, con sus chillidos de adolescente al que van a
sacrificar los romanos, pretende ponemos la piel de gallina; pero, esclavo de
la moda, víctima de una época, lo auténticamente suyo es la piel de melocotón.
Su frente ancha y despejada, como
la de Pedro Osinaga, como un campo heráldico que simboliza esa nobleza que está
por delante de la inteligencia, esa franqueza sin trampa ni cartón que tanto se celebraba desde la camaradería
del falangismo. Su melena amazacotada, que más que peinada parece dibujada para
una historieta de Lily, ese aspecto de que le peina su hermana peluquera y que
convierte el hippismo, el pelo largo de quien quiere cambiar el mundo, en el
pelo largo de quien desea que el mundo no cambie, de quien suspira por vivir en
un mundo que no va a ser suyo, pero que está condenado a llevarlo representado
en el rostro. Y su corbata ancha, que es el equivalente triste de la sonrisa
ancha de Víctor Jara. Así es Camilo Sesto. Un chiquillo que compone, que
escribe «Algo de mí», y le sale una sarta de tópicos que enmascaran una verdad terrible,
que contienen una intuición tremenda. A Camilo Sesto le bastan dos frases, pero
necesita muchas más para llenar la canción y tira de veta. En el año en que
sale este disco, parece que Camilo Sesto quiera ser una respuesta edulcorada,
de pastelería de barrio, al éxito de Nino
Bravo. Pero lo que en realidad se esconde tras Camilo Sesto es un imitador de Joan
Manuel Serrat, y que en esta canción es capaz de decir «tu nombre se vuelve
hiedra» como antes el cantautor barcelonés había dicho «tu nombre me sabe a
hierba». Aun así no cae en la parodia, no se ridiculiza, pues en Camilo Sesto
también existe una verdad terrible, late también un Mediterráneo, el que baña
las costas de Marina d'Or.
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