La vida negociable, Luis Landero, p. 128
Y ahora entra en escena otra vez
el silencio, su majestad el silencio, el que a veces te obliga a decir lo que
no quieres y a callarte lo que anhelas decir, el urdidor de equívocos, de
esperanzas, de angustias, de culpas, de las más fantásticas sugerencias e
hipótesis, espada que hiere y elixir que alivia, cornadas de grillo que a veces
son mortales, escaparate y trastienda donde ocultarse o exhibirse, albergue
donde descansar y laberinto en el que extraviarse, el comediante de las mil
caras, el único capaz de decir lo indecible, el histrión desvergonzado al que
no le importa hacer público lo inconfesable sin miedo ni rubor, el mago que
convierte lo claro en turbio y lo inescrutable en evidente, el que con más secreta
elocuencia nos define, porque tanto o más que por nuestras palabras los demás
nos conocen e intuyen por nuestros silencios. Y ahora, al decirme mi madre: Lo
que tengas que decir, dímelo aquí, yo me sentía desarmado, indefenso, porque yo
no sabía ahora qué hacer con el silencio. Qué decir, qué hacer, cómo callar cuando el otro
no te ayuda en las pausas sino que te deja expuesto a ellas, a la intemperie, permitiendo
que el eco de las palabras recién dichas resuene en el silencio con todas sus
contradicciones, sus insuficiencias, sus titubeos, sus significados desnudos
que, por sí mismos, sin el auxilio del otro, poco o nada aciertan a decir.
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