La vida negociable, Luis Landero, p. 94
Ese día aprendí que, igual que en
un instante uno puede llegar a convertirse en un canalla o en un santo, alguien
puede también llegar a aprender y a sentir de golpe lo que un sabio quizá no
consiga adquirir en una larga vida consagrada al estudio. Entonces comprendí
por qué el amor aparece representado por Cupido, hijo de Marte, el dios de la
guerra, por qué lleva los ojos vendados y por qué sus armas son el arco y las
flechas, y por qué se habla de las heridas mortales del amor. En un momento
conocí el dolor insufrible, los celos, la insignificancia y la grandeza, la
esperanza más loca y la desesperanza más atroz, la alegría de crear y construir
y la euforia sombría ante una posible devastación apocalíptica, la inspiración
y la torpeza, la seguridad de sentirme capaz de todo, de las tareas más
esforzadas y de las más altas empresas, capaz de ejecutar las acrobacias más difíciles,
de dar saltos mortales, de brincar por sobre las estatuas y las cabinas
telefónicas, y de bajar al fondo del mar y a los más peligrosos abismos, pero
también de convertirme de repente en una sabandija y desaparecer astuto,
escurridizo, hacia el subsuelo legamoso, mi verdadero medio natural... Todas
las palabras, y todas las comparaciones y las ocurrencias imaginables, serían
apropiadas para dar cuenta de esa plena y súbita experiencia, pero todas juntas
no servirían para describir el maravillado terror con que yo la veía avanzar y
avanzar hacia mí.
En la imagen Mars Chastising Cupid de Bartolomeo Manfredi, ca. 1605
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