No, claro que no se trataba de
una mansión. Aunque la llamasen así por bromear, la palabra solía reservarse
para las edificaciones coloniales esparcidas al norte de la isla, sobre un
terreno resbaladizo que en los días oscuros del otoño recordaba a unas marismas
europeas, poblado como estaba por aquellos despistados sauces llorones, que
nunca arraigaron a demasiada profundidad. Pero ser, lo que se dice ser, era una
casa, todo lo grande que quieras, pero una casa más, integrada en una serie de
viviendas familiares que cubrían el tramo de calle y respondían con estilos
distintos a una parecida ambición de testimonio patrimonial. Fue Robert Osborn quien
se empeñó en rematar la casa con una mansarda al estilo parisino, que al ojo
entendido le suscitaba un efecto cómico parecido al del pastelero al que en un brote
juguetón le da por coronar un pastel de boda horneado para doscientos invitados
con una cerecita glasé.
Pero qué nos importa ahora la
casa ... Es mucho mejor empezar por el día en que salieron a navegar, la última
excursión que hicieron los cuatro antes de que el príncipe impactase contra su
mundo.
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