La vida negociable, Luis Landero, p. 68-69
Y en cuanto a Marco ... , ¿cómo
decir? Él sentía hacia mí una especie de fervor, de admiración ilimitada. Quizá
porque yo era el único que me había acercado a él para ofrecerle mi amistad, y
se sentía tan solo e indefenso, y era tan miedoso, que encontró en mí un
asidero, un refugio, alguien que lo protegiera de un mundo lleno de riesgos y
asechanzas. A cambio de mi amistad y mi tutela él me daba lo único que poseía,
su lealtad y su sumisión. Tenía la piel muy blanca y su cara era la viva imagen
de la candidez. Y ocurrió que una tarde, también en el cine, y durante una
escena de terror, él me agarró la mano, y como él tenía siempre las manos muy
frías, yo me puse a calentársela con las mías, a hacerle masajes, y luego llevé
las tres manos a mi regazo, y allí seguí con lo que parecía un juego más que
otra cosa, hasta que mis dos manos se pusieron sobre la suya, protegiéndola, asignándole
un lugar y abandonándola a su suerte. Así, como quien no quiere la cosa, a ver
qué pasaba. Y lo que pasó es que aquella mano, medio cautiva y medio libre, se
mantuvo allí quieta un buen rato, como un animalito paralizado por el miedo,
hasta que al fin, muy tímidamente, empezó a mover los dedos y a querer buscar,
a explorar el entorno, sin atreverse a más. Entonces yo, fuera de mí, lo enseñé
a acariciar, primero con suavidad y luego con descaro, con impudicia y con
pasión. Lo repetimos en los parques, en
la oscuridad de un portal, al amparo de la noche, y por supuesto en el cine,
donde poco después de que se apagaran las luces, y tal como yo lo había
adiestrado, buscaba mi bragueta, bajaba la cremallera y metía por allí su mano
siempre fría y temblorosa. Pero yo nunca correspondía. Solo pensarlo me daba
asco. Y durante aquellos trances no hablábamos, acaso por miedo a que las
palabras sacaran a la luz lo que estábamos haciendo y ocultando en las sombras.
Una vez, en el banco de un parque, le puse la mano en la nuca y lo incité a
bajar la cabeza para que me hiciera lo mismo que le había visto hacer a la
madre de Leo con su marido, y él obedeció, sumiso y complaciente, y no solo ese
día sino casi todos los días en que salíamos juntos, y a veces al final, ya
saciado y avergonzado, le decía:
Eres un maricón. Me das asco.
Y él no contestaba, sino que se
quedaba triste y con los ojos bajos. Parecía una araña mojada.
Cuando me vaya a vivir a la
cabaña de troncos junto al río, le decía también, para castigarlo y purificarme
yo de culpa, viviré con mi mujer y con mis hijos, pero no contigo. Yo no soy un
maricón como tú.
En la imagen Hipómenes y Atalanta
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