De Si viviérmos en un país normal de Juan Pablo Villalobos, p.50-51
Aprovechemos la reaparición de
los bovinos para definir, de una vez. por todas y en una frase, el carácter
folclórico del lugar donde vivíamos: en Lagos, a las vacas las inseminábamos y
a los toros los coleábamos. Felizmente, sólo una vez en mi vida tuve que ir a
una charreada, fue una excursión escolar, una sesión de adoctrinamiento
nacionalista. ¿Y si los bovinos y los equinos se enteraran de que además de
estarlos chingue y chingue los usamos como símbolo de nuestras tradiciones? Que
le pregunten a un caballo o a una vaca si sabe lo que es un país. Salía
corriendo un toro desprevenido al lienzo y el charro lo perseguía a caballo.
Mientras el toro trataba de asimilar la existencia de las gradas y el público, el charro lo agarraba de la cola e
intentaba derribarlo. Si lo conseguía: aplausos. Si no: murmullos. Si el toro
caía bonito: ovación. El azotar del animal como categoría estética. Así pasaron
las horas, en el coleadero. También había otras suertes: salía un toro
distraído al lienzo y un charro que lo esperaba a pie intentaba lazado. Si lo
lazaba de las patas traseras eso se llamaba un pial. Si lo lazaba de las manos,
una mangana. Si el charro no conseguía lazar al animal es porque era pendejo.
Me imagino que la emoción radicaba en el peligro, en que algo pudiera salir mal
y la charreada terminara en tragedia. Que el toro embistiera al charro y lo despanzurrara.
Que el caballo se pusiera histérico y desnucara al charro. Que toro y caballo
organizaran un complot para asesinar al charro de manera sangrienta -cuando se
enteraran de la existencia de México, por ejemplo. Que el charro perdiera el control
de la reata y ahorcara a un espectador, a un niño, para que la cosa fuera más
escandalosa y pudiera contarse durante décadas, de generación en generación. Y
todo esto por el puro gusto de mantener vivas las tradiciones.
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