Saint Botolphs era un viejo lugar, un viejo pueblo junto a
un río. Había sido un puerto fluvial en los buenos tiempos de las flotas
mercantes de Massachusetts y ahora le quedaban una fábrica de cubertería de
plata y otras industrias de menor tamaño. Sus habitantes no consideraban que
hubiese disminuido mucho, ni en tamaño ni en importancia, pero la larga lista de
los muertos de la guerra civil, visible en una placa atornillada al cañón que
había en el césped de la plaza, testimoniaba lo populoso que había sido el
pueblo durante la década de 1860. Saint Botolphs ya nunca podría reclutar a
tantos soldados. El césped recibía la sombra de unos cuantos olmos grandes y
estaba rodeado por un cuadrado de fachadas de almacenes. El edificio
Cartwright, que formaba el lado occidental de la plaza, tenía en el segundo
piso una hilera de ventanas ojivales, tan delicadas e intachables como las
ventanas de una iglesia. Tras estas ventanas estaban la oficina de la Eastem
Star, la del doctor Bulstrode, el dentista, la de la compañía telefónica y la
del agente de seguros. Los olores de estas oficinas –el olor de los preparados
dentales, de la cera de los suelos, de las escupideras y de las estufas de
carbón- se mezclaban en el portal, como un aroma del pasado. Bajo una penetrante
lluvia otoñal, en un mundo muy cambiante, la plaza de Saint Botolphs daba una
impresión de insólita permanencia. En la
mañana del Día de la Independencia, cuando el desfile empezó a formarse, el
lugar tenía un aspecto próspero y festivo.
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