De El día que Nietzsche lloró de Irvin D.Yalom, p. 319
-¿Una oportunidad? -replicó
Mathilde-. ¿Para encontrarte a ti mismo? Josef, ¿qué estás diciendo? No te
entiendo. ¿Qué es lo que estás pidiendo? -¡No te pido nada a ti! Me pido algo a
mí mismo.
Tengo que cambiar mi vida. De lo
contrario, me enfrentaré a la muerte sin la sensación de haber vivido.
-¡Josef, esto es una locura!
--exclamó Mathilde. El miedo le dilató los ojos-. ¿Qué te ha pasado? ¿Desde cuándo
existen tu vida y mi vida? Compartimos la misma vida. Hicimos un pacto para
compartir nuestras vidas.
-. Pero ¿cómo pude dar nada antes
de que fuera mío? -Ya no te entiendo. “Libertad”, “encontrarme a mí mismo”, “no
haber vivido” ... Esas palabras carecen de sentido para m{. ¿Qué te está pasando,
Josef? ¿Qué nos está pasando? -Mathilde no pudo seguir hablando. Se metió los
puños en la boca, dio media vuelta y empezó a sollozar.
]osef había visto cómo se
convulsionaba. Se acercó a ella. Mathilde se esforzaba por respirar, la cabeza
apoyada sobre el brazo del sillón. Las lágrimas le caían en la falda, los
sollozos agitaban sus pechos. Deseando consolarla, le puso la mano sobre el
hombro, pero notó que ella se apartaba. Fue entonces, en ese momento, cuando se
dio cuenta de que el curso de su vida había llegado a una encrucijada. Se había
apartado de la multitud. Ya había consumado la ruptura. El hombro de su mujer,
su espalda, sus pechos, ya no le pertenecían: había perdido el derecho a
tocarla y ahora tendría que enfrentarse al mundo sin el refugio de su carne.
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