Nadie quería a los Pissimboni.
Vivían en una casa cubierta de hiedra en lo alto de una colina, lo
suficientemente distanciada de las demás casas como para que todo el mundo considerase
que vivían fuera del pueblo. Formaban una familia de muchos hermanos y nadie
sabía si el patriarca y su mujer, Ignacio y Martina Pissimboni, todavía estaban
vivos. Nunca se les veía por el Pueblo, y sus habitantes ya se habían
acostumbrado a no pensar en ellos. Nadie les quería ni se preocupaba ya por
aquella familia.
Tampoco ellos pensaban en nadie
ni querían a nadie. Desde los balcones de su casa, en lo alto de la colina, se
esforzaban por no mirar hacia el Pueblo, sino en la dirección opuesta. No
pertenecían a aquel lugar, que, por otra parte, nunca los había acogido como merecían.
Adversas circunstancias que ya apenas si recordaban habían obligado a Ignacio y
Martina Pissimboni a marcharse de la ciudad en la que habían nacido y donde, si
la fortuna no hubiese sido tan traicionera, deberían haber vivido para siempre,
porque aquel y no otro era el lugar de los Pissimboni.
Lucía, la más pequeña del dan,
creía tener las pruebas necesarias para demostrar que no podían proceder de
ningún otro lugar que no fuera del sur del país con forma de bota, en el que
siempre hacía buen tiempo y la gente era feliz.
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