Al rayar el alba de un día de
fines de verano, un hombre con sudadera de capucha avanzaba lenta y
silenciosamente por una calle normal y corriente del sur de Londres. Se
proponía algo, aunque para cualquier espectador habría resultado difícil
adivinar qué. Unas veces se pegaba a las casas, otras se alejaba. Unas veces miraba
hacia abajo, otras hacia arriba. De cerca, nuestro espectador habría estado en condiciones de
decir que el joven llevaba una pequeña videocámara de alta definición; lo malo
era que no había ningún espectador, de modo que no había nadie que lo advirtiera.
Exceptuando al joven, la calle estaba vacía. Ni siquiera los madrugadores se
habían levantado aún y no era día de reparto de leche ni de recogida de
basuras. Puede que lo supiera, en cuyo caso filmar las casas no era una
casualidad. El lugar donde filmaba era Pepys Road. No era una calle que desentonara
en aquella parte de la ciudad. Casi todas las casas eran de la misma época. Las
había construido un promotor inmobiliario
de finales del siglo XIX, durante la prosperidad económica que se había
producido a raíz de la supresión del impuesto sobre el ladrillo. El promotor
había contratado a un arquitecto de Cornualles y a una cuadrilla de albañiles
de Irlanda y las casas se levantaron en cosa de dieciocho meses. Tenían tres
plantas y todas eran distintas
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