Entre tibio y Tombuctú
Un joven pintor, cuya esposa
había fallecido en un accidente automovilístico dos semanas atrás, se
encontraba de pie ante las puertas abiertas de su estudio en una casa
silenciosa. Tenía los pies muy separados, como si se dispusiera a atacar a
alguien, y el gesto de frustración de su rostro contradecía la apacible escena
que tenía ante sí. Una loma verde, chispeada con resplandecientes hojas caídas
de los arces, se deslizaba hacia un estanque que bordeaba la presa de rocas que él mismo había construido
en primavera. Un anciano encorvado y de ojos brillantes, su vecino el granjero,
recorría arriba y abajo el espigón de madera que se internaba en el estanque,
arrojando al agua un cebo rojiblanco una y otra vez.
El pintor, David Harnden,
sostenía en sus manos un pequeño diccionario y, bajo la frágil calidez de la
luz del veranillo de San Martín, leía y releía la definición de la palabra
situada entre tibio y Tombuctú: “la idea
general, relación o hecho de una existencia continua o sucesiva».
De manera impaciente, David cerró
de un golpe el libro entre sus largos dedos. La palabra era tiempo. Anhelaba
entender el tiempo, desafiarlo, derrotarlo -ir hacia atrás, no hacia adelante-,
volver a los momentos vividos junto a su esposa, Jeanette, esos instantes que
el tiempo había barrido.
El carrete de pesca del viejo
granjero cantaba. David levantó la vista a tiempo de ver cómo el brillante cebo
impactaba contra el agua, se hundía e iniciaba su retorcido regreso hacia el
espigón. Ahora colgaba en el aire, a escasos centímetros de la punta de la caña.
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