Cuando llegué a la treintena,
pasé por unos años en los cuales todo lo que tocaba se convertía en fracaso. MI
matrimonio terminó en divorcio, mi trabajo de escritor se hundía y estaba
abrumado por problemas de dinero. No me refiero simplemente a una escasez
ocasional, ni a tener que apretarme el cinturón de cuando en cuando, sino a una
falta de dinero continua, opresiva, casi agobiante, que me envenenaba el alma y
me mantenía en un inacabable estado de pánico.
La culpa era sólo mía. Mi
relación con el dinero siempre había sido imperfecta, enigmática, llena de
impulsos contradictorios, y ahora pagaba el precio de negarme a adoptar una
posición clara al respecto. Desde siempre, mí única ambición había sido
escribir. Lo sabía desde los dieciséis o diecisiete años, y nunca me había
hecho ilusiones de que podría ganarme la vida escribiendo. El escritor no
«elige una profesión», como el que se hace médico o policía. No se trata tanto
de escoger como de ser escogido, y una vez que se acepta el hecho de que no se
vale para otra cosa, hay que estar preparado para recorrer un largo y penoso
camino durante el resto de la vida. A menos que se resulte ser un elegido de
los dioses (y pobre de quien cuente con ello), con escribir no se gana uno la
vida, y si se quiere tener un techo sobre la cabeza y no morirse de hambre, habrá
que resignarse a hacer otra cosa para pagar los recibos. Yo comprendía todo
eso, estaba preparado para ello, no me quejaba.
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