De Saul y Patsy de Charles Baxter, p.58
Reconocía lo que se enroscaba en
su interior como envidia, pero no era exactamente envidia sino una emoción más
bíblica, más difícil de definir, como la codicia. Por las noches, cuando pasaba
por delante de la casa, a veces los veía en el exterior, Emory segando o
podando, con el bebé atado a la espalda, Anne en una escala, limpiando las
ventanas, o en el jardín, como Patsy,
plantando flores. Podrían ser cualquiera, excepto que, para Saul, emitían un
aura turbadora de felicidad irreflexiva, lo cual significaba que podrían haber
sido cualquiera excepto Saul.
La carretera estaba lo bastante
alejada de su casa, así como del cobertizo de pintura descascarada, para que
ellos pudieran verle. Su coche era uno más, a no ser que mirasen con atención y
vieran el techo abollado y a Saul en el interior. Pero un viernes, a principios
de junio, varias horas después de
haber terminado el trabajo, pasó por delante de la finca y vio a Emory en el
jardín, a la luz dorada del crepúsculo, empujando a su mujer, que estaba
sentada en el columpio. Emory, el ex jugador de fútbol, tenía una expresión
seria y satisfecha, y el bebé estaba risueño en su cochecito. La mujer vestía
una camiseta blanca y tejanos, y Emory también llevaba tejanos, pero tenía el
torso desnudo. Era probable que ella estuviese orgullosa de sus senos, y no
menos probable que él lo estuviera de sus hombros. Anne se sujetaba de las
cuerdas del columpio. La cabellera se alzaba al subir, y Saul, que absorbió todos
los detalles de la escena en unos segundos, oía sus gritos de placer desde el
coche. Mientras los miraba furtivamente, casi volvió a salirse de la carretera.
Eran unos críos, desde luego, él lo sabía, pero lo de menos era su juventud.
No, emitían un terrible resplandor de continuidad en la creación. Tenían el
brillo trémulo, inexpresivo e idiota de los ángeles. Relucían. Era intolerable.
Vivían en medio de la realidad y
jamás se detenían un instante a pensar en ella. Nunca se sentían como actores.
Nunca habían estado enfermos de inteligencia. El largo túnel de sus
pensamientos nunca los había engullido. Nunca habían pasado noches de insomnio,
ni librado los combates de lucha libre perentorios, silenciosos, inexplicables,
con las oscuras partidas de ladrones de almas. No eran más que una pareja de
habitantes del Medio Oeste.
Maldita sea, se dijo Saul. Todo
el mundo es feliz menos yo.
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