Cuando llegamos a la laguna, el
poblado estaba aún sin construir. Tan sólo unos barracones se dibujaban en la
llanura y en ellos nos refugiamos junto a las quince o veinte familias que habían
ido llegando, procedentes de lugares anegados por pantanos como el nuestro, a
aquel fangal infinito emergido de la desecación del lago que había cubierto
hasta entonces el territorio virgen y desolado que íbamos a ocupar.
Y a cultivar, claro es. Porque
junto con nuestros enseres y escasos muebles transportábamos también en el
camión que nos había traído desde Perreras los animales y los aperos que
componían todo nuestro patrimonio, incluidas las dos vacas con cuya ayuda
tendríamos que roturar las seis hectáreas que nos correspondían, según las
escrituras que nos habían dado los ingenieros antes de nuestra partida, de aquella
tierra baldía y del color de los sacos viejos que se extendía hasta el
horizonte delante de nuestros ojos.
Los comienzos fueron duros y muy
tristes. Instalados en uno de los barracones junto con otras cuatro familias
llegadas, como nosotros, desde muy lejos
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