De La invención de la soledad de Paul Auster
La chica se aproximaba cada vez más y comenzó
a describirle todas las cosas lascivas que podría hacerle en «la habitación del
fondo» si estaba dispuesto a pagar. Sus proposiciones eran tan directas y en
cierto modo graciosas que él acabó aceptando. Por fin decidieron que le
chuparía el pene, pues afirmaba tener un talento extraordinarío para aquella
actividad, y en efecto se dedicó a la tarea con un entusiasmo sorprendente.
Unos minutos más tarde, en el preciso instante en que se corría dentro de su
boca con un largo y palpitante chorro de semen, A. tuvo una visión que lo ha
acompañado desde entonces: cada eyaculación contiene miles de millones de
espermatozoides -o más o menos la cantidad equivalente al número de habitantes
del planeta- y eso significa que cada hombre guarda en sí mismo el potencial de
un mundo entero. Y en lo que ocurriría, si esto pudiera ocurrir, se encuentra toda
la gama de posibilidades: las semillas de idiotas y genios, de bellos y deformados,
de santos, catatónicos, ladrones, corredores de bolsa y equilibristas. Cada
hombre, por lo tanto, es un mundo entero y alberga en sus propios genes un
decálogo de toda la humanidad. O, como dice Leibniz: «cada sustancia viva es un
perpetuo espejo viviente del universo». Pues el hecho es que estamos formados
por la misma materia que surgió de la primera explosión, de la primera chispa
en el vacío infinito de espacio. O al menos eso se dijo a sí mismo, en aquel
momento mientras su pene estallaba en la boca de la mujer desnuda cuyo nombre
ha olvidado. Pensó: la irreductible mónada. Y luego como si por fin lograra
asimilarlo, pensó en la célula microscópica y furtiva que se había abierto
camino en el cuerpo de su mujer, unos tres años antes, para convertirse en su
hijo.
Por otra parte, nada.
Languidecía, sudaba en el calor del verano. Como un Oblomov contemporáneo
acurrucado en su sofá no se movía a no ser que fuera imprescindible.
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