De Los tesoros de Poynton de Henry James, p.31-32 (Barral)
Consciente de que la iglesia se
hallaba cerca, se atavió en su cuarto para un corto paseo campestre, y al
volver a bajar, mientras recorría los pasillos y observaba los desatinos de la
decoración, la miseria estética de la mansión grande y espaciosa, sintió que
retornaba la marea de la irritación de la noche anterior, sintió que resurgía
en ella todo el sufrimiento secreto que podían causarle la fealdad y la
estupidez. ¿Por qué se estaba sometiendo a semejante compromiso?, ¿por qué se
exponía tan temerariamente? Ella había tenido, bien lo sabía Dios, sus razones
para ello, pero la experiencia entera iba a resultar más aguda de lo que se
había temido. Precipitarse fuera de aquello y hacia el aire libre, hacia la
presencia de cielo y árboles, flores y pájaros, era una necesidad que le exigía
cada nervio. En Waterbath probablemente las flores se habrían equivocado de
color y los ruiseñores desafinarían; mas recordó haber oído describir el lugar como
poseedor de los atractivos que se acostumbra calificar de naturales. Había
sobrados atractivos que era patente que el lugar no poseía. Le era muy difícil creer
que una mujer pudiese tener un aspecto presentable tras haberse pasado una
serie de horas insomne a causa del papel pintado de su habitación; y no
obstante, mientras crujían sus recias ropas de viuda cuando atravesaba el
vestíbulo, la reconfortó la conciencia, que siempre contribuía al esplendor de
sus domingos en sociedad, de que ella era, como de costumbre, la única persona
en toda la casa incapaz de llevar en sus atavíos el horrible sello de esa misma
elegancia única que haría las delicias de la esposa de un tendero. Habría
preferido morirse a parecer endimanchée.
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