Lourdes baja las escaleras,
recoge el llavero y sale en dirección al auto. El mundo es un hechizo, piensa.
Los árboles, la pista, el mediodía gris.
Enciende el motor. La pista se
mueve. Los postes desaparecen, como
emblemas del pasado.
Conoce la ruta, pero ese día le
parece tan extraña.
Va avanzando. En la avenida, la
línea de cables y de árboles, el cortejo de microbuses, el temblor colgante de los
semáforos: campanas tocando en una ceremonia del fin del mundo.
Sigue. Recuerda que la esperan en
un colegio.
Golpea el timón. Debe dar un
discurso. Es un encargo
de su marido, Pepe. Donar
computadoras, hablar con los alumnos, ser amable con los profesores que la
esperan.
Hay otro semáforo. Se detiene.
Siente frío: está obligada a ir, tiene que hablar, hacer la donación que le han
pedido.
Claro que podría desviar el
camino y no ir al colegio. Podría salir de la carretera, y llegar a un parque o
a un bosque, un bosque oscuro como ese que ve a la derecha, podría romper el
muro, hundirse en ese follaje de árboles, y correr por debajo de la tierra,
hacer una vida a escondidas, en algún lugar.
La luz verde. Una procesión de
autos se pone en marcha. Pasa junto a un parque, una avenida, una fila de
microbuses.
A la derecha, un terreno de
piedras; a la izquierda, una pared, unos árboles rotos.
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