De Cuerpos ocultos de Alonso Cueto, p.130-131
Era él y éramos nosotros, con el
desfalco y la vergüenza y las habladurías de la gente. El siempre había querido
ser un hombre puro y bueno. La moral de la familia era lo más importante. Pero
esa moral muy suya que él tenía lo llenó de vergüenza. Fue por eso que buscó la
pistola. Se fue sin decirnos nada. N o dejó una nota siquiera. Yo hubiera
querido poder decirle que a mí no me importaba nada su moral si esa moral iba a
acabar con su vida. No me importaban sus principios, sus ideales, su necesidad de
que pensaran bien de él. Lo quería a él, quería sus besos cuando llegaba a la
casa y sus comentarios cuando le traía la libreta y su voz tan dulce cuando me
llevaba al cine y me comentaba la película y sus insultos a los otros conductores
cuando lo cruzaban en la calle, y sus silencios y esa arruga que se le formaba
siempre en la frente, y sus manos tan bondadosas, la tibieza de sus manos
cuando me acariciaba en la cabeza. Era un poco desatinado, era muy descuidado
en el trabajo y siempre se equivocaba, pero nos quería tanto que eso nos
bastaba. Y yo lo quería a él. Sus principios morales no me importaban si me lo
iban a quitar a él. Pero él prefirió no asistir a su vergüenza, prefirió no
confesar sus errores. Estaba demasiado envuelto en su dignidad y prefirió irse.
Y esa fue la peor, la más horrorosa de sus vergüenzas, la peor falta de
dignidad, la de querer matarse, la de pensar que nos había defraudado y que no
iba a vivir, estando aquí nosotras con él.
Se quedaron en silencio.
Esa noche Renzo recordó las
palabras de ambos. Supo entonces que lo que acababan de contarse había sellado
un pacto entre ellos. El lazo del horror forma una cadena más profunda que
todas las que la ternura, los buenos deseos, el afecto podían haber creado
antes. Unos días después iba a escribir algo. El mal, y no el bien compartido,
crea los lazos más fuertes. El camino del amor está sembrado de la vergüenza.
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