Bloomsbury, Leon Edel, p. 351
Strachey disfrutó de su recién
estrenada fama. Frecuentó la alta sociedad, fomentó a toda una serie de nuevas
anfitrionas allá donde Lady Ottoline habia ocupado previamente el trono en
solitario. El dinero llegaba a raudales. Con La reina Victoria se hizo lo
bastante rico para comprar su propio Ferney y no depender de la amabilidad de
sus amigos. Pagó sus deudas al contado y también por medio de dedicatorias.
Dedicó Victorianos eminentes al matemático H. T. J. Norton, quien le había proporcionado
fondos para una de sus casas. Isabel y Essex a Maynard Keynes, que de algún
modo fue uno de los propietarios de Tidmarsh. A Virginia Woolf le dedicó su
Reina Victoria. Ella le correspondió con su primera colección de ensayos, El
lector común. Virginia examinaba la obra de Strachey con grandes reservas. Le
gustaba su madurez personal, su encanto, su ardor. No le gustaba su prosa. Era
viva y frágil, totalmente superficial y cargada de tópicos; sin duda, era una
forma brillante de periodismo. En las páginas iniciales de Isabel y Essex
leemos frases como «la sangre fluía por sus venas con vigorosa vitalidad» o «la
nueva estrella, que apareció con suma rapidez, fue vista repentinamente
brillando sola en el firmamento». Imágenes tan gastadas, palabras tan deterioradas
por el uso hicieron que Virginia decidiese en privado que Lytton no era «de
primera clase». Y pudo reírse a su vez del gran burlón. No se ha señalado que
su histórico pastiche Orlando, que centra su atención en Knole y Vita
Sackville-West, es también una brillante parodia de la prosa histórica de
Strachey. Lytton tenía un estilo personal en todo lo que hacía, pero decididamente
no era un “estilista».
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