Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

BAYREUTH


Agua y jabón, Marta . Riezu, p.175

Hay una magia específica en Bayreuth. Así como la hechicería de Wagner puede conjurarse en otros teatros o con un buen equipo HiFi en casa, ese microcosmos bávaro reúne elementos irrepetibles: un espacio escénico único, la complicidad de un público culto y un inmovilismo formal innegociable. Ha pasado siglo y pico, y ningún arquitecto se ha atrevido a copiar ese foso que esconde a los músicos y eleva la música. Ante todo, por un pacto de respeto implícito, pero también porque no es fácil copiar lo genial.

Cuando Wagner crea Bayreuth -después de no pocas dificultades, sablazos a Luis II de Baviera incluidos- está invocando la dramaturgia griega. Para esa inmersión de los sentidos hay que despejar el escenario, y nada tiene más potencial de distracción que la orquesta. ¿Cómo encontrarle un nuevo lugar? Aparece el hallazgo: un foso semiabierto entre la escena y la primera fila. Busquen fotos, una sola imagen basta para comprender. Wagner llamará al foso caracoleante «el abismo místico”.

La sobriedad y pequeño tamaño del teatro, construido en materiales económicos -madera, ladrillo, sin telas lujosas – hizo más único su sonido. Del foso emerge la música ensamblada, proyectada hacia el escenario. Las voces de los cantantes no han de superar el muro sinfónico de la orquesta. El conjunto llega en limpia plenitud a los oídos de la sala. Les decía que no he ido nunca, por mucho que me fascine toda esta singularidad. El principal motivo -además de la extrema dificultad de conseguir entradas- es que no sé nada de ópera. Durante ese mes veraniego de representaciones se vive solo para la música. Días y días sentados cuatro horas en sillas plegables de madera duras como el demonio. Sin aire acondicionado, para proteger la voz de los cantantes. Los años de calor insoportable los bomberos mojan la cubierta del edificio. Cuando empieza la obra se cierran las puertas, y no hay pasillo central: no hay modo de huir sin llevarse miradas asesinas. A cambio, otro espectáculo de propina: el público mismo. En los largos entreactos, un señor alto de pelo blanquísimo vestido de smoking piensa en sus cosas frente al busto de Cosima Wagner, parejas elegantes hacen picnics en el césped, alguien lee, viejos amigos se reencuentran. Ni un imbécil a la vista.


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