Una mañana, un joven de aspecto adolescente entró en una librería y pidió ser presentado al dueño. Hicieron lo que deseaba. El librero, un hombre mayor y de muy venerable porte, clavó una penetrante mirada en el personaje algo tímido que tenía delante y lo invitó a que hablase.
-Quiero ser librero -dijo el juvenil principiante-, es un deseo muy intenso y no sé qué podría impedirme llevar a cabo mi propósito. El oficio de librero me ha parecido siempre fascinante y no veo por qué habría de consumirme más tiempo lejos de tan entrañable y hermosa ocupación. Pues tal como ahora me ve aquí ante usted, caballero, me considero extraordinariamente apto para vender libros en su tienda, y tantos como pudiera desear vender usted mismo. Soy un vendedor nato: amable, ágil, educado, rápido, más bien parco en palabras, resuelto, calculador, atento y honrado, aunque no tan neciamente honrado como quizá parezca. Puedo hacer rebajas si veo ante mí a un pobre estudiante, y disparar los precios para hacerles un favor a esos ricachones que, sospecho, a veces ya ni saben qué hacer con su dinero. Pese a mi juventud, creo conocer un poco al ser humano, y además me gusta la gente, por muy distinta que sea
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