Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

INCIPIT 1.208. ESPACIO PARA SOÑAR / DAVID LYNCH


La madre de David Lynch era de ciudad y su padre, de campo. Este es un buen punto de partida, pues nos hallamos ante una historia de dualidades. “Todo se encuentra en un estado tan tierno, toda esa carne, y es un mundo imperfecto», ha observado Lynch, y es fundamental para comprender todo lo que ha hecho. Vivimos en un universo de opuestos, un lugar donde coexisten en una tregua precaria el bien y el mal, el espíritu y la materia, la fe y la razón, el amor inocente y la lujuria carnal; la obra de Lynch habita en el complejo terreno donde lo bello y lo maldito colisionan.

La madre de Lynch, Edwina Sundholm, era descendiente de inmigrantes finlandeses y se crio en Brooklyn. Creció en medio del humo y el hollín de las ciudades, el olor a aceite y a gasolina, el artificio y la aniquilación de la naturaleza; todo ello constituye una parte esencial de Lynch y de su visión del mundo. Su bisabuelo paterno se asentó en un terreno cedido por el gobierno en la región del trigo cercana a Colfax, Washington, donde en 1884 nació su hijo, Austin Lynch. Aserraderos y árboles altísimos, olor a hierba recién cortada, cielos nocturnos tachonados de estrellas que solo se ven lejos de las ciudades ... todo eso también forma parte de Lynch.


INCIPIT 1.207. HACIA LA ESTACION DE FINLANDIA / EDMUND WILSON


Michelet descubre a Vico

Un día de enero de 1824, un joven profesor francés llamado Jules Michelet, que enseñaba filosofía e historia, descubrió el nombre de Giovanni Vico en una nota del traductor de un libro que estaba leyendo. Tanto le interesó aquella referencia que, inmediatamente, se puso a estudiar italiano.

Aunque Vico había vivido y escrito su obra un siglo antes, todavía no había sido traducido al francés y era poco conocido fuera de Italia. Nacido en Nápoles, atrasado confín de la península, durante la época en que el Renacimiento italiano, obstaculizado por la Inquisición, había entrado en un estado de parálisis casi total, Vico fue un estudioso que vivió en la pobreza. A causa de su origen humilde y de su fama de estrafalario no pudo hacer carrera en la universidad; pero su reacción al encontrar los caminos cerrados y verse reducido a sus propios medios fue la de dar mayor impulso a sus impopulares ideas. Así, escribió y publicó en 1725 un libro titulado Principios de una ciencia nueva relativa a la naturaleza común de las naciones, a través de la cual se muestran también nuevos principios del Derecho Natural de los pueblos. Vico había leído a Francis Bacon y llegado a la conclusión de que era  posible aplicar al estudio de la historia humana métodos similares a los que Bacon había propuesto para el estudio del mundo de la naturaleza. Posteriormente, Vico leyó también a Grocio, quien había propugnado un examen histórico de la filosofía y la teología desde el punto de vista de las lenguas y actos humanos, con el fin de elaborar un sistema jurídico que pudiera abarcar los diferentes  sistemas morales y que mereciera así la aceptación universal.


JERUSALEN


El Reino, Emmanuel Carrère, p. 410

Pacificada Galilea, es decir, totalmente arrasada, llega la hora de ocuparse de Jerusalén, foco de la insurrección. Vespasiano descubre que este nido de avispas grisáceo, adosado a una colina escarpada, está de hecho muy bien defendido. No importa: se tornarán su tiempo. Dejarán que los rebeldes se maten entre ellos, y mala suerte para sus rehenes, habitantes y peregrinos. Vespasiano ha hecho bien sus cálculos: se matan entre ellos. Todo lo que se sabe de los tres años que duró el asedio lo sabernos por Josefo, que lo siguió desde el campamento de Vespasiano pero recogió testimonios de prisioneros y desertores. Estos testimonios son aterradores, de una manera que, por desgracia, nos resulta conocida. Jefes guerreros rivales, al mando de milicias que aterrorizan a los desdichados que simplemente tratan de sobrevivir. Hambrunas, madres que pierden la razón después de haberse comido a sus hijos. Fugitivos que antes de partir se tragan todo su dinero confiando en cagarlo cuando lleguen a un lugar seguro, y los soldados romanos, avisados de este hecho, adquieren la costumbre de destripar a los que apresan en las barreras para registrarles las entrañas. Bosques de cruces en las colinas. Cuerpos desnudos de los ajusticiados que se descomponen bajo el sol de plomo. Pollas cercenadas con buen humor, porque la circuncisión siempre ha divertido al legionario. Jaurías de perros y de chacales se sacian con los cadáveres, y esto no es nada, dice Josefo, comparado con lo que sucede detrás de las murallas de la ciudad, que él describe como “una bestia  enloquecida por el hambre y que se alimenta de su propia carne”.


NERON


El Reino, Emmanuel Carrère, p. 362

Cuesta siempre recordarlo a causa de lo que vino más tarde, pero Nerón causó una impresión bastante buena cuando vistió la púrpura imperial después de Tiberio, que era un paranoico, Calígula, que estaba loco de remate, y Claudio, que era tartamudo, borracho, cornudo y estaba dominado por mujeres cuyos nombres han quedado en la historia asociados con el libertinaje (Mesalina) y la intriga (Agripina). Tras haberse desembarazado de Claudio gracias a un plato de setas envenenadas, Agripina maniobró para apartar de la sucesión al heredero legítimo, Británico, en beneficio del hijo de ella, Nerón, que sólo tenía diecisiete años y a través del cual Agripina pensaba reinar. Para ayudarla, hizo que regresara de Córcega, donde, perdido el favor de Claudio, se aburría desde hacía ocho años un personaje con el que ya nos hemos cruzado: Séneca, la voz oficial del estoicismo, banquero riquísimo, político ambicioso y desilusionado que efectuó su gran retorno a los negocios en el papel de preceptor y eminencia gris del joven príncipe. Éste se ganó, en sus comienzos, una reputación de filósofo y filántropo. Se citaba su comentario, cuando le habían hecho firmar su primera sentencia de muerte: “Cómo me gustaría no saber escribir ...” Más que la filosofía, de hecho, Nerón amaba las artes: la poesía, el canto, y también los juegos de circo. Empezó a subir al escenario para declamar versos de su cosecha acompañándose de la lira, y a bajar a la pista para conducir carros. Esta costumbre desagradaba al Senado pero gustaba a la plebe. Nerón fue el emperador más popular de toda la dinastía julio-claudiana, y cuando tuvo conciencia de ello el muchacho mofletudo y socarrón cuya vida su madre creía controlar totalmente empezó a emanciparse. Ella se inquietó. Para llamarle al orden, hizo reaparecer de entre bastidores a Británico, el hijastro al que había expulsado. Amenazado por su madre, Nerón hizo exactamente lo que ella habría hecho en su lugar: Británico, como Claudio, murió envenenado.


FALSO IMPOSTOR

Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, p. 209

Después del autocine fueron a un lavacoches y pasaron el coche por una batería de cepillos rotatorios y un túnel de espuma que retumbaba como un terremoto. Apenas la máquina se detenía, introducían más monedas. Todos pensaban que aquello era incluso mejor que el cine. Mientras, Phil, muy inspirado, continuaba con su monólogo, levantando la voz para hacerse oír en medio de la barahúnda:

-Esta historia de los simios me hace pensar en algo, ¿sabéis qué? Parece que no solo existen impostores, sino también falsos impostores. Vi a uno en la tele diciendo que él era un impostor famoso en todo el mundo. Se había hecho pasar por un gran cirujano de la Escuela de Medicina Johns Hopkins, por un físico de Harvard, por un novelista finlandés premiado con el Nobel de Literatura, por un depuesto presidente argentino casado con una estrella de cine ...

-¿Y nunca lo descubrieron?

-No, te he dicho que era un falso impostor. El tipo nunca suplantó a nadie. Trabajaba de barrendero en Disneylandia hasta el día en que leyó un artículo sobre un famoso impostor, y se dijo: «Mierda. Yo también podría hacerme pasar por todos esos tipos tan extraños y hacer lo mismo que ellos.” Pero luego lo meditó mejor y pensó: «¿Para qué hacerme tanta mala sangre? Lo único que haré será hacerme pasar por otro impostor.» Y con eso hizo una fortuna. Casi tan grande como la del auténtico impostor de fama mundial. Y quizá ahora hay gente que se hace pasar por él.

Un día a alguien se le ocurrió pintar de negro los cristales de todas las ventanas, de manera que así nadie se enteraría de si era de día o de noche.


TURING


Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, Emmanuel Carrère, p. 158

Turing empieza por enumerar los argumentos pasados, presentes y futuros que niegan la posibilidad de una inteligencia artificial: las máquinas solo hacen aquello para lo que han sido programadas, están especializadas, no tienen gustos ni caprichos, no pueden sufrir, etcétera. Después de considerar todos estos argumentos insuficientes, Turing sugiere, para poder decidir si una máquina puede pensar como un hombre, que nos atengamos a un criterio único: ¿una máquina es o no capaz de hacerle creer a un hombre que piensa como él?

El fenómeno de la conciencia solo puede ser observado desde dentro. Sé que poseo una, es más, es gracias a ella que lo sé, pero en lo que a ustedes se refiere, no hay nada que me pruebe que tienen una. En cambio, puedo afirmar que ustedes emiten señales, en especial mímicas y verbales, a través de las cuales, por analogía con las mías, deduzco que piensan y sienten como yo. Ahora bien, supongamos, dice Turing, que en un futuro próximo o remoto, una máquina pueda ser programada para emitir, en respuesta a todos los estímulos que recibe, señales igualmente convincentes; en este caso no se entiende a santo de qué puede negársele la patente de pensamiento.

La prueba que Turing elabora basándose en este criterio consiste en aislar a un examinador humano, un candidato humano y un candidato-máquina en tres habitaciones distintas. El  examinador se comunica con cada candidato a través del teclado de un ordenador (también puede hacerse con un teléfono, si se dispone de un sistema de síntesis vocal) y fustiga a los dos candidatos con preguntas destinadas a establecer quién es el hombre y quién la máquina. El interrogatorio puede versar tanto sobre el sabor de la tarta de arándanos, los recuerdos navideños de la infancia y las preferencias eróticas, como, por el contrario, sobre las operaciones de cálculo que, se presume, el hombre efectúa con menos rapidez y mayor dificultad que la máquina; todo está permitido, tanto las preguntas más Íntimas como las más descabelladas. Es sabido que el koan zen es una técnica clásica de confusión. Por su parte, los dos candidatos se esfuerzan en convencer al examinador de que son humanos, uno en  perfecta buena fe, el otro recurriendo a todas las estratagemas que su programa prevé; por ejemplo, cometiendo deliberadamente errores de cálculo. Al final, el examinador da su veredicto. Si se equivoca, la máquina gana



LA MODERNA SOCIEDAD INDUSTRIAL (1848)


Hacia la estación de Finlandia, Edmund Wilson, p.63

No mucho antes de 1848, y justo antes de empezar la Histoire de la Révolution, Michelet escribió un breve libro titulado Le Peuple. La primera parte, “De l'esclavage et de la haine”, contiene un análisis de la moderna sociedad industrial. El autor toma las clases sociales una a una y muestra cómo todas ellas están envueltas en la trama económico-social. Cada clase explotadora o explotada -y, por lo general, a la vez opresora y víctima- engendra, a causa precisamente de las actividades que les son necesarias para sobrevivir, unos antagonísmos irreconciliables con las demás; y todas son incapaces de escapar al envilecimiento general por medio de un ascenso en la escala social. El campesino, en deuda perpetua con el prestamista profesional o el abogado, y bajo el miedo constante de ser despojado de su propiedad, envidia al obrero industrial. El trabajador fabril, prácticamente un prisionero y con la voluntad deshecha por el sometimiento a las máquinas, desmoralizado aún más por la vida disoluta en que cae durante los pocos momentos de libertad que le dejan, envidia al que trabaja en su oficio, pero el aprendiz de un oficio pertenece a su patrón; es, a la vez, su criado y un obrero manual, y está atormentado por aspiraciones burguesas. Por otra parte, en el seno de la burguesía, el fabricante, que recibe dinero prestado del capitalista y se halla siempre bajo el peligro de naufragar en los escollos de la superproducción, acosa a los obreros como si el propio demonio le azuzara. Llega a odiar a sus trabajadores, considerándolos el único elemento inseguro que obstaculiza el funcionamiento perfecto del mecanismo. Los obreros, a su vez, se desahogan odiando al capataz. El comerciante, acosado por los clientes, ávidos de obtener las cosas por nada, presiona al fabricante para que le suministre artículos de pacotilla; tal vez sea el que lleva la existencia más miserable de todos, forzado a mostrarse servil con los clientes, odiando a sus competidores y siendo odiado por estos, incapaz de hacer ni organizar nada. El funcionario público, mal pagado y luchando por mantener su respetabilidad,  trasladado continuamente de un lugar a otro, no solo tiene que ser amable como el comerciante, sino que ha de procurar, además, que sus sentimientos políticos y religiosos sean del agrado de la Administración. Para terminar, el sector ocioso de la burguesía ha vinculado sus intereses a los de los capitalistas, los miembros de la nación que menos piensan en el bienestar público y que viven en un terror constante por el comunismo. Los capitalistas han perdido todo contacto con el pueblo; se han encerrado completamente en su clase; y en sus casas, tras herméticos cerrojos, no hay más que vacío y frío glacial.


INCIPIT 1.206. PRISION PERPETUA / RICARDO PIGLIA


Una vez mi padre me dio un consejo que nunca pude olvidar:«¡También los paranoicos tienen enemigos!», me dijo, a los gritos, en el teléfono, tratando de hacerse entender desde la lejanía, en febrero o marzo de 1957. No era un consejo pero siempre lo usé así: una máxima privada que condensa la experiencia de una vida. Esa frase era el fin de un relato, el cristal donde se reflejaba la catástrofe. Mi padre había estado casi un año preso porque salió a defender a Perón en el 55 y de golpe la historia argentina le parecía un complot tramado para destruirlo.

Se crió en el campo, un médico de provincia que cuando tomaba y estaba alegre enfurecía a mi madre cantando «La pulpera de Santa Lucía» con una variante obscena que había aprendido en un prostíbulo de Trenque Lauquen. Se hizo peronista en el 45 y fue peronista toda la vida. Los acontecimientos se encadenaron para hacerlo abdicar pero él se mantuvo firme. Salió de la cárcel y se siguió reuniendo con los compañeros del movimiento (como los llamaba), que venían a casa a imaginar la vuelta de Perón.

Hay hombres sobrios y aplomados, a los que la desgracia los quiebra por adentro, sin que se vea. No saben quejarse, son ceremoniosos y gentiles, piensan que los demás actuarán con la misma magnanimidad que ellos usan en la vida.


INCIPIT 1.205. TENEMOS QUE HABLAR DE KEVIN / LIONEL SHRIVER


8 de noviembre de 2000

Querido Franklin,

No estoy segura de por qué un incidente sin importancia esta tarde me ha impulsado a escribirte. Pero, puesto que estamos separados, tal vez sea que ahora te echo más de menos al llegar a casa para contarte las curiosidades de mi jornada, tal como el gato podría dejar unos ratones a tus pies: la pequeña y humilde ofrenda que se hacen las parejas tras un día de haber estado cazando en patios separados. De seguir tú aún instalado en mi cocina, extendiendo capas de mantequilla de cacahuete en crujientes tostadas de pan integral aunque ya fuera casi la hora de cenar, aún no me habría dado tiempo de dejar las bolsas -de una de las cuales estaría rezumando una especie de baba viscosa- cuando estaría contándote esta pequeña historia incluso antes de advertirte de que esa noche cenaríamos pasta y de rogarte que, por tanto, hicieras el favor de no zamparte aquel monumental emparedado.

En los primeros tiempos, por supuesto, mis relatos eran más bien importaciones exóticas de Lisboa ... , de Katmandú ... Pero puesto que, en realidad, nadie quiere oír historias de tierras lejanas, hasta yo pude detectar en tu reveladora cortesía que preferías detalles anecdóticos más próximos a ambos


TIMOTHY LEARY


Yo estoy vivo y vosotros esatis muertos. p. 148

Leary, que hasta ese momento había sido considerado un excéntrico inofensivo, comenzó a hacerse escuchar, a pronunciar conferencias y a explicar a los periodistas que se acercaba un momento crucial en la historia de la humanidad. No era una coincidencia fortuita el hecho de que Albert Hofmann hubiese descubierto el LSD en el mismo momento en que Enrico Fermi descubría la fisión del átomo. El hombre recibía por un lado el instrumento para destruir su propia especie y, por el otro, la posibilidad de acceder a un nivel superior de la evolución. Si aceptaba el segundo don, podría sumergirse en los océanos inexplorados que su cerebro escondía, superaría al Homo sapiens, entraría en una sabia y alegre comunión con el cosmos, conocería a Dios, y, en cierto modo, sería Dios.

Por sí solos, esos discursos no hubiesen convencido a mucha gente. Pero, a diferencia de otros iluminados, Leary poseía el material, suministrado por los laboratorios Sandoz, que los ratificaba. En realidad, todos los que se sometían a los terribles efectos del LSD salían, en el peor de los casos, consternados y, la mayoría de las veces, convertidos. Intelectuales de prestigio y artistas, pero también hombres de negocios, como el jefe de la fundación Ford, se convirtieron en sus prosélitos. Leary obtuvo una autorización de la administración penitenciaria para que los detenidos de la prisión del estado de Concord, Massachusetts, fueran sometidos a una cura con LSD: la absorción de aquel nuevo sacramento colmó a esos criminales impenitentes de aspiraciones místicas que maravillaron a sus guardias.

Por miedo a tener que avalar esas experiencias tan poco compatibles con el rigor científico, las autoridades de Harvard despidieron a Leary, consolidando de este modo su vocación de profeta. Trataba de sepulcros blanqueados a sus detractores, citaba la fórmula de Niels Bohr según la cual una nueva verdad no se impone porque convence a sus adversarios, sino porque sus adversarios terminan muriéndose y son sustituidos por una nueva generación para la cual esa verdad es perfectamente natural. En una mansión que un mecenas le había prestado, Leary reunió a una comunidad de fieles que, bajo su dirección y entre el humo del incienso y las notas del raga hindú, se consagraron a la exploración metódica de los mundos que el ácido les abría. Un libro hacía de guía para esos viajes: el Bardo Thodol. El libro tibetano de los muertos. Este auténtico Baedeker de los espacios interiores era el regalo de despedida del viejo Aldous Huxley a la nueva generación: decían que había pedido que se lo leyeran en su lecho de muerte y que, unas horas antes del fin, había pedido una inyección de LSD, no por cobardía, sino al contrario, para aprovechar plenamente su paso a mejor vida.


KEVIN KHATCHADOURIAN


Tenemos que hablar de Kevin, L Shriver, p.100

Lo acordamos así. Y ahora, mirando atrás, pienso que fue una decisión acertada. En 1996 un muchacho de catorce años, Barry Loukaitis, mató a un profesor y dos alumnos mientras tenía como rehén a toda una clase en Mases Lake, Washington. Al año siguiente otro chico, Tronneal Magnum, mató en la escuela a un compañero que le debía cuarenta dólares. Un mes más tarde, en Bethel, Alaska, un estudiante de dieciséis años llamado Evan Ramsey dio muerte a otro estudiante y al director de su centro, e hirió a dos estudiantes más. En el otoño, Luke Woodham, que contaba también dieciséis años, asesinó a su madre y a dos estudiantes, e hirió a otros siete en Pearl, Mississippi. Dos meses después el muchacho de catorce años Michael Carneal mató a tiros a tres estudiantes e hirió a otros cinco en Paducah, Kentucky. En la primavera siguiente, en 1998, Mitchell Johnson, de trece años, y Andrew Golden, de once, se liaron a disparar en su instituto de Jonesboro, Arkansas, con el resultado de un profesor y cuatro estudiantes muertos, y diez heridos. Un mes más tarde, Andrew Wurst, de catorce años, dio muerte a un profesor y a tres estudiantes en Edinboro, Pennsylvania. Y al mes siguiente, en Springfield, Oregón, Kip Kinkel, que contaba quince años, tras matar a sus padres, causó la muerte de dos estudiantes e hirió a otras veinticinco personas. Ya en 1999, apenas diez días después de lo ocurrido cierto jueves, en Littleton, Colorado, Eric Harris y Dylan Klebold, de dieciocho y diecisiete años, respectivamente, después de colocar bombas en su instituto, montaron una verdadera cacería en la que dieron muerte a un profesor y doce estudiantes, e hirieron a veintitrés personas antes de darse muerte a sí mismos. De lo que se desprende que el joven Kevin -que fue el nombre que escogiste para él- salió tan americano como una Smith & Wesson.


PULP FICTION


Cuentos completos, Ricardo Piglia, p. 780

Le gustaba el título, remitía a las revistas de bajo precio, hechas con pulpa de papel, sobre todo Black-Mask, donde habían publicado sus relatos Hammet, Chandler, Goodis; recordó, mientras pasaban en la pantalla la publicidad comercial y la cola de la próxima película, al “Capitán” Joseph T. Shaw, que estaba a cargo de esa pulp magazine y que no había escrito nunca una línea pero fue el verdadero creador del género policial duro. Las luces de la sala se habían prendido y luego se habían apagado creando la expectativa del oscuro ritual imaginario que iba a empezar, y Renzi se descubrió viendo la frase que estaba pensando, como si  estuviera escrita ante sus ojos: «Y esto es, sin duda, lo que reconoce Hammetr al dedicarle a Shaw Cosecha roja, su primera novela.”

La película no tenía mucho que ver con la historia del género, no era una remake al estilo de Chínatown, más bien estaba en una serie nueva, el neo-noir, o polar, no se trataba de encuadrarla en el género, pensaba con el área izquierda del, cerebro, Renzi, mientras que con la zona derecha se enganchaba con la película y sentía la violencia de la acción con emociones varias. Sorpresa, satisfacción, serenidad y también seriedad. Los diálogos, por ejemplo, eran muy buenos, pensaría luego, al salir del cine, conversando con Carola, su mujer, con la que se encontraría en el Babieca, en la esquina de Riobamba, ella no iba a ver películas de moda y menos historias fabricadas por Hollywood para producir efectos universales en un público que tenía una edad mental, emocional y sexual, diría ella más tarde, comentando la película en la cena, de doce años o catorce años, para quienes el cine norteamericano estaba hecho desde que la tele, y ahora internet y los teléfonos celulares, les quitaban audiencia a las películas, para no hablar de los conciertos de rack y sus efectos lumínicos, con bengalas, estallidos y muñequitos disfrazados de músicos contraculturales. Ella sonreiría, imbatible y hermosa, tomando bitter con Coca-Cola en el bar donde se habían citado cuando Emilio hubiera salido del cine. «No voy por principios a ver ninguna película que no esté prohibida para menores de dieciocho años. Pronto van a prohibir para menores de veintidós años las películas de Godard, de Cassavettes, de Tarkovski y de Antonioni.» Era cierto, coincidiría Emilio, que en el cine, en las retrospectivas de Ozu o de Bergman, se encontraban en el hall del San Martín con veteranos como ellos, viejos amigos, gente grande que pertenecía a una cultura olvidada.


1.204. TRILOGIA DE COPENHAGUE / TOVE DITLEVSEN


Con la mañana, llegaba la esperanza. Como un resplandor fugaz, se posaba en la melena negra y lisa de mi madre, que yo jamás me aventuraba a tocar, y se quedaba en la punta de mi lengua mezclada con el azúcar de las gachas tibias, que me comía despacio y sin perder nunca de vista sus finas manos entrelazadas, inmóviles sobre el periódico, con su gripe española y su tratado de Versalles. Mi padre ya había ido a trabajar y mi hermano, al colegio, de manera que, aun conmigo allí, mi madre estaba sola, y si me quedaba callada sin decir nada, aquella calma distante de su corazón enigmático podía prolongarse hasta entrada la mañana, cuando bajaba a Istedgade para hacer la compra como las amas de casa corrientes.

El sol surgía por encima del carromato verde de los gitanos como si brotase de su interior, y Hans el Sarna salía palangana en ristre y con el torso al aire. Después de echarse el agua por encima, alargaba la mano en busca de la toalla que le tendía Lili la Guapa. No cruzaban palabra, pero eran como estampas de un libro cuando se pasan muy deprisa las págínas. Igual que mi madre, aún habrían de cambiar con el correr de las horas.


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