Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

DINERO

Borges esencial, p. 197
Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el  dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epíceto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. (No sospechaba yo que esos «pensamientos» eran un artificio contra el Zahir y una primera forma de su demoníaco influjo). Dormí tras de tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era  las monedas que custodiaba un grifo.

EL ZAHIR

Borges esencial, p. 95
En la figura que se llama oxímoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura; los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba el contraste). Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle, tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de la cortesana Laís; en la antigua moneda que ofreció uno de los durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de Las mil y una noches, que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya que Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en en Luis cuya efigie delató, cerca de Varennes al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el pensamiento de que toda moneda permite esas ilustres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con crecientevelocidad, las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Había errado en círculos y ahora estaba a una cuadra del almacén donde me dieron el Zahir.

EL INMORTAL

Borges esencial, p. 235
Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamanras, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que solo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el víajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rúsricos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad hermosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ame el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Hui del campamento con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.

JUDAS ISCARIOTE

Borges esencial, p. 119
La primera edición de Kristus och Judas lleva este categórico epígrafe, cuyo sentido, años después, monstruosamente dilataría el propio Nils Runeberg: No una cosa, todas las cosas que la tradición atribuye a Judas Iscariote son falsas (De Quincey, 1 857 ). Precedido por algún alemán, De Quincey especuló que Judas entregó a Jesucristo para forzarlo a declarar su divinidad y a encender una vasta rebelión contra el yugo de Roma; Runeberg sugiere una vindicación de índole metafísica. Hábilmente, empieza por destacar la superfluidad del acto de Judas. Observa (como Robertson) que para identificar a un maestro que diariamente predicaba en la sinagoga y que obraba milagros ante concursos de miles de hombres, no se requiere la traición de un apóstol. Ello, sin embargo, ocurrió. Suponer un error en la Escritura es intolerable; no menos intolerable es admitir un hecho casual en el más precioso  acontecimiento de la historia del mundo. Ergo, la traición de Judas no fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía de la redención. Prosigue Runeberg: el Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la muerte; para corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de codos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre. Judas, único entre los apóstoles, intuyó la secreta divinidad y el terrible propósito de Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del Verbo, podía rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y a ser huésped del fuego que no se apaga. El orden inferior es un espejo del orden superior; las formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las manchas de la piel son un mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas refleja de algún modo a Jesús. De ahí los treinta dineros y el beso; de ahí la muerte voluntaria, para merecer aún más la Reprobación.
(En la foto Harvey Keytel en la película de Scorsese)

FUNES EL MEMORIOSO

Borges esencial, p. 113
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasea española que solo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día encero. Me dijo: “Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo”. Y también: “Mis sueños son como la vigilia de ustedes». Y también, hacia el alba: ”Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo m-ismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un porro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo. 

INCIPIT 861. APOSTILLAS AL NOMBRE DE LA ROSA / UMBERTO ECO

EL TITULO Y EL SIGNIFICADO
Desde que escribí El nombre de la rosa recibo muchas cartas de lectores que preguntan cuál es el significado del hexámetro latino final, y por qué el título inspirado en él. Contesto que se trata de un verso extraído del De contemptu mzmdi de Bernardo Morliacense, un benedictino del siglo XII que compuso variaciones sobre el tema del ubi sunt(del que derivaría el mais ou sont les neiges d'antan de Villon), salvo que al topos habitual (los grandes de antaño, las ciudades famosas, las bellas princesas, todo lo traga la nada) Bernardo añade la idea de que de todo eso que desaparece sólo nos quedan meros nombres. Recuerdo que Abelardo se servía del enunciado nulla rosa est para mostrar que el lenguaje puede hablar tanto de las cosas desaparecidas como de las inexistentes.

Y ahora que el lector extraiga sus propias conclusiones. El narrador no debe facilitar interpretaciones de su obra, si no, ¿para qué habría escrito una novela, que es una máquina de generar interpretaciones? 

INCIPIT 860. EL HACEDOR (DE BORGES), REMAKE / AGUSTIN FERNANDEZ MALLO:

Prólogo
A Jorge Luis Borges
Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores a la luz de lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquellos pájaros de Benet que también definen por el contorno: Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real -porque el moderno dejó de serlo- se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable, y después aquel poema que suspende el sentido y maneja y supera el mismo artificio:
No quedaba nadie sobre la faz de la tierra
y de repente,
llamaron a la puerta.

Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas cordiales y convencionales palabras, y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Borges, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas, y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría.

MANCHESTER

Tiene que llover, KO Knausgard, p. 587
Cuando tenía siete años estuvimos de vacaciones en Inglaterra, los recuerdos de ese viaje eran los más bonitos de mi infancia, y me volvieron cuando la tarde siguiente estaba apoyado en la barandilla, mirando una raya que emergía a lo lejos. Era Inglaterra. Nos cruzamos con unos barcos pesqueros camino del mar, en el aire por encima de ellos volaban en círculos las gaviotas, delante de nosotros era como si la tierra se sumergiera conforme nos íbamos acercando, hasta que entramos por una especie de canal, y de hecho nos encontramos en medio de él. Se veían viejos almacenes y fábricas, con amplias y desiertas zonas de basura por medio.

La hierba estaba amarilla, el cielo gris, y si algo relumbraba, era el ladrillo de los edificios, pero de óxido, el color de lo perecedero y la descomposici6n. Ah, me llegaba al alma, eso era Inglaterra; los edificios que velamos databan de principios de la época del industrialismo, yo amaba ese imperio que había sucumbido pero que seguía orgulloso, y los que crecieron en medio de este desconsuelo gris nos embrujaron a todos, primero la generación de los sesenta, el pop, los Beatles y los Kinks, luego el heavy de los setenta, todas las cojonudas bandas de las ciudades del acero de la región central de Inglaterra, cuyos miembros se hicieron enormemente ricos a los veinte años, después el punk en las montaña  de basura que llenaron Inglaterra en el 76, luego el pospunk y el g6tico, esa inmensa seriedad de la que revistieron la música, y ahora Manchester, raves, colores y beat. Inglaterra, yo amaba Inglaterra, todo lo que tenía que ver con Inglaterra. Y el fútbol, ¿qué más se podía desear que un viejo y destartalado estadio de principios de siglo, lleno a rebosar de diez o doce mil hombres furibundos de clase obrera y aspecto enfurruñado, con la niebla posada sobre el fangoso campo y unas entradas tan violetas que resonaban entre los carteles de publicidad? Las oscuras casas con moqueta por todas partes, incluso en las escaleras y en los pubs.

THOMAS BERNHARD

Tiene que llover, KO Knausgard, p. 534-535
En una ocasión fue la novela Extinción, de Thomas Bernhard, era estremecedora, tan fría como clara, y giraba todo el tiempo en torno a la muerte; los padres y la hermana del protagonista mueren en un accidente de coche, él va a casa a enterrarlos, lleno de odio, como todos los personajes de Bernhard, pero en este libro había una objetividad que no había visto antes en él, era como si las circunstancias apareciesen, como si fueran tan sobrecogedoras y poderosas que sustituyeran a los airados y odiosos monólogos, que la muerte convirtiera en insignificantes incluso el mayor de los odios y la más intensa rabia, en cierto modo se estableció dentro de él, y era frío, duro y despiadado, pero también hermoso, todo surgido a ese ritmo insistente y minucioso de Bernhard, que se iba metiendo dentro de mí mientras leía, y que continuaba incluso después de haber dejado el libro y haberme puesto a mirar por la ventanilla la nieve que acababa de caer sobre el brezo, el do salvaje que se lanzaba desfiladero abajo, y pensé, tengo que escribir así, puedo escribir así, sólo hace falta escribir, no es ningún arte, y empecé a formular el comienzo de una novela en la cabeza, al ritmo de Bernhard, y salió bien, una nueva frase y otra más, el tren volvió a ponerse en marcha con una sacudida, y yo pensaba en una frase tras otra, las cuales habían desaparecido por completo cuando aquella tarde me senté delante del ordenador. Las frases que había pensado estaban llenas de vida y fuerza, las que vi en la pantalla estaban muertas y vacías. 

HOSPITALES

Tiene que llover, KO Knausgard, p. 452-453
Eso de los hospitales era algo extraño. Ante todo era una extraña idea, ¿por qué reunir en un solo lugar todo el sufrimiento humano? No sólo unos años, como un experimento, qué va, allí no hay límite en cuanto al tiempo, la acumulación de enfermos es constante. Cuando un paciente se curaba y podía volver a su casa, o moría y lo enterraban, la ambulancia salía y recogía a otro. Hicieron venir al abuelo desde la boca del fiordo, y lo mismo ocurría en todas las zonas, la gente era enviada desde las islas, los pueblos y las ciudades, formando parte de un sistema que duraba ya tres generaciones. Los hospitales existían para curarnos, ésa era la impresión que se tenía desde la perspectiva del individuo, pero si se le daba la vuelta y se vela desde el punto de vista del hospital, era como si se nutriera de nosotros. Bastaba con pensar en lo de haber dividido las plantas en función de los 6rganos. Pulmón en la séptima, corazón en la sexta, cabeza en la quinta, piernas y brazos en la cuarta, nariz, oído y garganta en la tercera. Había quien criticaba esa división, quien decía que la especialización había conducido al olvido de la totalidad del ser humano, y que él o ella sólo podían curarse si se los  consideraba como individuos completos. No habían entendido que el hospital estaba organizado según el mismo principio que el cuerpo. ¿Conocían los riñones a su vecino el bazo? ¿El corazón sabía en qué pecho lada? ¿Y la sangre en las venas de quién corría? Nada de eso. Para la sangre no éramos más que un sistema de canales. Y para nosotros la sangre sólo era algo que aparecía las pocas veces que algo iba mal y se abrían heridas en el cuerpo. Entonces la alarma se dispara, entonces un helicóptero despega y traquetea sobre la ciudad para ir a buscarte, aterriza como un ave rapaz en la carretera justo aliado del lugar del accidente, te suben a bordo y te transportan lejos, te colocan sobre una mesa y te anestesian, y luego te despiertas varias horas después pensando en todos esos dedos enguantados que han estado dentro de ti, esos ojos que sin pudor han estado mirando fijamente esos órganos tuyos, brillantes y negros a la luz, sin pensar siquiera una vez que te pertenecen a ti.

Para el hospital todos los corazones son iguales.

DIVINA COMEDIA

Tiene que llover, KO Knausgard, p. 311
Quedamos la tarde siguiente. Saqué de la biblioteca la traducción de La Divina Comedia, empecé a leer sin tomar notas, lo que debía quedarse, se quedaría, suponía. Sabía de qué trataba, había leído una tercera parte del libro sobre Dante de Lagercrantz, Y me había formado una idea clara de cómo era la obra. Pero de ninguna manera estaba preparado para la sensación de tiempo que desprendieron las primeras páginas, el que el texto no tratara del siglo XIV, sino que procediera de esa época, que formara parte de aquella época de la que yo podía participar ahora.
Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza.
La puerta del infierno, Semana Santa, año 1300, Dante que se ha perdido en mirad de la vida, y que será salvado al poder verlo todo.
Verá todo y así será salvado.
Pero al principio del primer canto no se había perdido en la vida, sino en el bosque, y los animales que le atacaban no eran el pecado ni la traición, sino animales salvajes de carne y hueso que enseñaban los dientes. El infierno no era un estado mental, la entrada se encontraba allí mismo, en medio del mundo, al pie de un precipicio, rodeada de bosques y campos yermos por todas partes.

Me di cuenta de que lo que ponía en las notas explicativas a pie de página sobre lo que representaban los animales salvajes, los lugares y los sucesos era real, pero lo excepcional del comienzo, que yo sentía en cada célula de mi cuerpo como un vado, como hambre, era lo que tenía de concreto, corporal, material, no las sombras proyectadas dentro del mundo de las ideas. Había una comparación con la construcción de un barco en los astilleros de Venecia, de repente y con una fuerza tremenda comprendí que Dante habría estado escribiendo aquello en algún lugar, quizá mirando al infinito y preguntándose qué podría usar para hacer esa comparación, y entonces se acordada de unos astilleros que había visto una vez en Venecia, ciudad que seguía allí cuando lo escribió.

INCIPIT 859. BORGES ESENCIAL

A riesgo de cometer un anacronismo, delito no previsto por el  Código penal, pero condenado por el cálculo de probabilidades y por el uso, transcribiremos una nota de la Enciclopedia Sudamericana que se publicará en Santiago de Chile, el año 2074. Hemos omitido algún párrafo que puede resultar ofensivo y hemos actualizado  la ortografía, que no se ajusta siempre a las exigencias del moderno lector. Reza así el texto:

BORGES, JORGE FRANCISCO ISIDORO LUIS: Autor y autodidacta, nacido en la ciudad de Buenos Aires, a la sazón capital de la Argentina, en 1 899. La fecha de su muerte se ignora, ya que los periódicos,  género literario de la época, desaparecieron durante los magnos conflictos que los historiadores locales ahora compendian. Su padre era profesor de psicología. Fue hermano de Norah Borges ( q. v. ). Sus preferencias fueron la literatura, la filosofía y la ética. Prueba de lo primero es lo que nos ha llegado de su labor, que sin embargo deja entrever cierras incurables limitaciones. Por ejemplo, no acabó nunca de gustar de las letras hispánicas, pese al hábito de Quevedo. Fue partidario de la tesis de su amigo Luis Rosales, que argüía que el autor de los inexplicables Trabajos de Persiles y Segismunda no pudo haber escrito el Quijote. Esta novela, por lo demás, fue una de las pocas que merecieron la indulgencia de Borges; otras fueron las de Voltaire, las de Stevenson, las de Conrad y las de Eça de Queiroz.

KO KNAUSGARD

Tiene que llover, KO Knausgard, p. 410
Por regla general tardaba unas veinticuatro horas en librarme de la ansiedad después de una juerga, y si había sucedido algo especial podía alargarse a dos o tres días. Pero al final desaparecía siempre. No entendía por qué me ponía así, por qué la vergüenza y la angustia me atacaban de esa manera, y, de hecho, cada vez con más fuerza, porque al fin y al cabo no había hecho nada horrible, no había matado ni herido a nadie. Tampoco había sido infiel. Ganas no me habían faltado y había hecho cosas estúpidas para conseguirlo, pero no había pasado nada, había trepado un muro y ya está, joder, ¿y por eso tenía que sufrir ansiedad durante tres días? Andar por casa y estremecerme ante cualquier sonido, encogerme al oír una sirena en la calle, codo eso con un dolor interior tan intenso que resultaba insoportable, aunque lo soportaba siempre.

Era un falso, un traidor, una mala persona. Con eso podía vivir, eso no me creaba problemas, mientras sólo me afectara a mí. Pero ahora estaba con Gunvor y eso la convertía en alguien que salía con un tipo que era un falso, un traidor, una mala persona. Ella no pensaba eso, al contrario, a sus ojos yo era una persona estupenda, alguien que sólo quería el bien, que le mostraba consideración y amor, pero ahí era precisamente donde residía lo doloroso, porque yo no era así.

Karl Ove Knausgard

Tiene que llover, Karl Ove Knausgard, p. 272-273
Tres años y medio después, en los días que van de Navidad a Año Nuevo de 1992, me encontraba al final del Centro de Estudiantes, muy cerca de las escaleras que subían hacia la parte del edificio donde tenían su sede las organizaciones estudiantiles; estaba esperando al jefe de la Radio del Estudiante. Iba a realizar alli mi trabajo social, acababa de volver de un campamento de unos meses de duración en Hustad, en la costa de Molde, donde, junto con otros objetores de conciencia del oeste, recibí clases sobre distintos aspectos de trabajos por la paz y sobre la objeción de conciencia. Me pareció poco más que una broma, a casi nadie le importaban los aspectos idealistas del papel del objetor. La mayoría estaba en contra de las guerras, pero eso no les marcaba mucho, y yo reviví el campamento de la confirmación, al que asistí cuando estaba en octavo, y en el que todos nos sentimos muy a gusto, solos, lejos de casa, pero a nadie le importaba el motivo, nuestra relación con Jesucristo y Dios, razón por la que nos dedicamos sobre todo a sabotear la enseñanza, aprovechando al mismo tiempo lo que había de oferta de ocio para fines propios. En realidad, las únicas diferencias entre los dos campamentos eran la edad -la mayor parte de los que estaban en el campamento de Hustad tenían veintipocos años-, la duración -no era de dos días, sino de dos meses- y las instalaciones. Tenían una sala muy bien equipada para grupos musicales, una biblioteca muy bien surtida de libros, un cuarto oscuro y equipo de vídeo, había kayaks y equipo de buceo, y se nos ofrecía la posibilidad de sacarnos un carné de buceador. Organizaban excursiones por la zona en un autocar que venía a recogernos; una tarde nos llevaron a la ciudad de Kristiansand, donde pudimos salir y emborracharnos. Pero lo más importante eran los cursos. Alguien había trabajado duro para que los objetores de conciencia fueran tomados en serio en un tiempo en que la gente joven ardía por esa clase de causas y rebosaba de idealismo. A nosotros nos importaba una mierda. Las clases eran obligatorias, pero los que no se sentían indispuestos o les dolía la cabeza, apenas escuchaban lo que decían los profesores, y a veces dolía ver la desproporción entre su idealismo y entusiasmo ante la objeción de conciencia y nuestra ignorancia.

THOMAS MANN

Tiene que llover, Karl Ove Knausgard, p. 275
En el campamento me mantenía más bien en un discreto segundo plano, andaba por ahí solo, leía bastante, como La montaña mágica, de Thomas Mann, en una versión danesa que me había comprado, pues la edición noruega era abreviada. Era la mejor novela que había leído en mucho tiempo, había algo en la relación entre lo sano y lo enfermo que me atraía; esa relación se maní fiesta por primera vez cuando Hans Casrorp da un paseo en solitario por los alrededores del sanatorio, y está subiendo por las hermosas laderas cuando de repente empieza a sangrar descontroladamente por la nariz, y luego en que de las mujeres de las que se enamora se fija justo en lo enfermizo, lo febril, los ojos brillantes, la tos, las espaldas encorvadas y las malas posturas de los cuerpos, todo enmarcado por verdes laderas y los deslumbrantes picos de los Alpes. También me resultaban fascinantes las grandes discusiones que tenían lugar entre el jesuita y el humanista, que eran casi como duelos de importancia vital, en las que de hecho todo estaba en juego. Me di cuenta de que estaban relacionadas con las descripciones de la vida en el sanatorio, formaban parte de lo mismo sin que pudiera explicarme cómo, ya que no conocía ninguno de los marcos de referencia en los que se desarrollaban las discusiones.
Había leído Doctor Faustus cuando tenía dieciocho años. Lo único que recordaba de ese libro era la caída deAdrian Leverkühn, cuando sus máximos esfuerzos en el arre coinciden con que vuelve a ser como un niño, y ese comienzo grandioso, cuando Zeitblom y Leverkühn son niños y el padre del compositor realiza sencillos experimentos, manipulando materia muerta para que se comporte como viva. También había leído Muerte en Venecia, el anciano que ya moribundo se maquilla y se tiñe el pelo con el fin de impresionar a ese hermoso joven.

Todo tiene lugar en la cercanía de la muerte en esos libros, que por lo demás estaban llenos de pensamientos e ideas sobre arte y filosofía, se encontraban en el centro de la gran tradición europea, pero no eran experimentales, como lo fueron las novelas de Joyce o Musil, en cierto modo carecían de independencia en la forma, y yo me preguntaba por qué. ¿El autor no sabía hacerlo?

INCIPIT 858. TIENE QUE LLOVER / KARL OVE KNAUSGARD

Los catorce años que viví en Bergen, de 1988 a 2002, concluyeron ya hace mucho, no queda ni rastro de ellos, salvo episodios que tal vez recuerden algunas personas, un flash en una cabeza por aquí, un flash en otra cabeza por allá, y, claro está, todo lo que mi memoria conserva de aquella época. Pero es sorprendentemente poco. Lo único que ha permanecido de todos esos miles de días que pasé en esa pequeña ciudad del oeste de calles estrechas, relucientes de lluvia, son unos cuantos sucesos y un montón de estados de ánimo.Llevé un diario, lo he  quemado. Hice fotos, las doce que quedan están en un pequeño montón al lado del escritorio, junto con rodas las cartas que recibí en aquella época.. Las he hojeado, he leído fragmentos de algunas de ellas, y luego siempre me he sentido deprimido; fue una época horrible. Yo sabía tan poco, deseaba tanto ... y no lograba nada. ¡Pero qué animado estaba antes de ir allí! Ese verano hice autostop con Lars hasta Florencia, pasamos allí unos días y luego cogimos el tren hasta Brindisi, hada tanto calor que tenía la sensación de estar quemándome cuando asomaba la cabeza por la ventanilla. Noche en Brlndisi, cielo oscuro, casas blancas, un calor casi onírico, multitud de gente en los parques, por todas partes jóvenes con ciclomotores, gritos y ruido. Nos pusimos en la cola que se había formado delante de la escala del gran barco que nos llevaría a El Pirero

ITALIANOS E ITALIANAS

Tiene que llover, Karl Ove Knausgard, p. 294
Eramos hermanos, ese vínculo era más fuerte que todo lo demás, pero algo había cambiado de todos modos, tal vez en mí, donde habían desaparecido los últimos restos de naturalidad, era consciente de todo lo que se decía y hacía cuando estábamos juntos. Las pausas que surgían entre nosotros eran dolorosas, éramos hermanos, deberíamos estar charlando con naturalidad y sin ningún esfuerzo, pero entonces llegaba el silencio, y yo me ponía a buscar algo natural con que romperlo. ¿Algo sobre bandas musicales? ¿Algo sobre Asbj0rn o algún otro amigo suyo? ¿Algo sobre fútbol? ¿Algo sobre lo que nos rodeaba, una ciudad por la que pasaba el tren, un intermezzo en la calle delante de la ventana de la pensión, una mujer guapa que entraba en el bar en el que nos encontrábamos? Algunas veces funcionaba, hablábamos por ejemplo de la diferencia entre las chicas que se veían en Noruega y las que se velan allí, tan increíblemente elegantes, no sólo en la ropa, con su chaquetas ajustadas y abrigos estrechos, sus botas largas y sus finos pañuelos, sino también en su manera de andar, estudiada y elegante, tan escandalosamente distinta al estilo deportivo de nuestras chicas, un andar que no contenía nada más que el desplazamiento, ligeramente echadas hacia delante, como eternamente preparadas para una lluvia torrencial, trotando, con paso andarín, nada extra, ¡lo importante era llegar! Al mismo tiempo resultaba deprimente ver a las mujeres italianas -la palabra chica no era la adecuada para ellas-, se encontraban en otra división, fuera de nuestro alcance, de nosotros, tan poco sofisticados como las chicas noruegas, bastaba con echar una breve mirada a los jóvenes italianos, tan elegantes y acicalados como sus homólogas femeninas, que se sabían todos los trucos, y que además las trataban con unos modales que nosotros no sabríamos remedar aunque hubiéramos ensayado todos los días del año siguiente, bueno, ni siquiera si hubiéramos estudiado elegancia y saber estar en la universidad durante seis años. 

EURIDICE



Tiene que llover, Karl Ove Knausgard, p. 292-293
Entre tantos nombres Y cifras emergieron algunos conocimientos emocionantes: Ulises, que engañó al cíclope diciendo que su nombre era “nadie”. Se perdió a sí mismo, pero ganó la vida. El canto de las suenas. Los que las escuchaban también se perdían a sí mismos, eran atraídos hac1a ellas, hadan todo lo posible para estar cerca de ellas, y morían. Las sirenas eran a la vez, eros y tánatos, deseo y muerte, lo más ansiado y lo más peligroso. Orfeo, que cantaban maravillosamente bien que todos los que lo escuchaban quedaban hechizados y desaparecían de ellos mismos, que descendió al reino de los muertos para rescatar a Eurídice y que lo conseguiría si no se volvía para mirarla, pero lo hizo, y la perd16 para siempre. Un filósofo francés llamado Blanchot trató este tema y leí su ensayo sobre Orfeo, en el que decía que el arte era la fuerza que hada abrirse la noche, pero que lo que él quería era a Eurídice y que ella era lo más sublime que el arte podía conseguir. Eurídice era la otra noche, escribió Blanchot.
Estos pensamientos me venían demasiado grandes, pero me atraían e intentaba meterme en ellos, forzarlos a que se me sometieran, convertirlos en míos, aunque sin conseguirlo, los veía desde fuera y sabía que su pleno significado se me escapaba.  ¿Devolver lo sagrado a lo  sagrado? ¿La noche de la noche? Reconocía  las figuras principales, lo que nace y desaparece en el mismo instante, o la presencia simultánea de lo uno y lo otro que anula lo uno, era una figura que había visto en muchos poetas contemporáneos, y también percibía una atracción especial de los pensamientos sobre la noche, la otra noche y la muerte, pero en cuanto intentaba pensar de un modo independiente sobre ello, es decir, sobrepasar la forma en que llegaban los pensamientos, se volvía banal y estúpido. Era como escalar montañas, hay que poner el pie en el sitio exacto, agarrarse con la mano justo allí, de lo contrario, o re quedas inmóvil o pierdes el equilibrio y te caes.

Lo más elevado es aquello que desaparece cuando es visto o reconocido. Ése era el núcleo del mito de Orfeo, pero ¿qué es eso?

DEL DOLOR

La conjura contra América, Philip Roth, p. 175
Estaba apoyado en el fregadero de la cocina, adonde había ido sin la ayuda de las muletas para tomar un vaso de agua. Al darse la vuelta para regresar al dormitorio, se olvidó, por la razón que fuese, de que solo tenía una pierna y, en vez de brincar, hizo lo mismo que todos los demás en la casa: echó a andar y. naturalmente, se cayó al suelo. El dolor que subía desde la punta del muñón era más intenso que el dolor en la parte desaparecida de su pierna, un dolor, me explicó Alvin, después de verlo sucumbir a su asedio en la cama de al lado, «que te agarra y no te suelta», aunque no hubiera un miembro que lo causara.
Te duele lo que tienes -me dijo Alvin cuando llegó el momento de tranquilizarme con alguna observación cómica-y te duele lo que no tienes. Me pregunto a quién se le ocurriría inventar eso.
En el hospital inglés inyectaban morfina a los amputados para controlar el dolor.
-Siempre la estás pidiendo -me contó Alvin-, y cada vez que lo haces te la dan. Aprietas un botón para llamar a la enfermera y, cuando llega a tu lado, le dices: «Morfina, morfina», y entonces el dolor desaparece casi por completo.
-¿Cuánto te dolía en el hospital? -le pregunté.
-No era divertido, muchacho.
-¿Era el dolor más fuerte que has sentido en tu vida?

-El dolor más fuerte que he sentido fue a los seis años, cuando mi padre cerró la puerta del coche y me pilló un dedo. –Se echó a reír, y yo le imité-. Mi padre me dijo, cuando me vio llorar como un desesperado, aquel pequeño mocoso así de alto, mi padre me dijo: «Deja de llorar, eso no sirve de nada». –Alvin volvió a reírse de forma más discreta y añadió-: Y probablemente eso fue peor que el mismo dolor. También es el último recuerdo que tengo de él. Ese mismo día, unas horas después, cayó en redondo y se murió.

USA

La conjura contra América, Philip Roth, p. 111
Por supuesto, el señor Mawhinney era cristiano, miembro inveterado de la abrumadora mayoría que hizo la Revolución y fundó la nación y conquistó la naturaleza salvaje y subyugó a los indios y esclavizó a los negros y emancipó a los negros y segregó a los negros, uno más entre los millones de buenos, limpios, trabajadores cristianos que se establecieron en la frontera, cultivaron los campos, construyeron las ciudades, gobernaron los estados, se sentaron en el Congreso,  ocuparon la Casa Blanca, amasaron la riqueza, poseyeron la tierra y las acerías y los clubes de béisbol y los ferrocarriles y los bancos, que incluso poseían y supervisaban el lenguaje, uno de aquellos invulnerables nórdicos y anglosajones protestantes que dirigían Norteamérica y siempre la dirigirían, generales, dignatarios,  magnates, los hombres que daban las órdenes y tenían la última palabra y leían la cartilla cuando les parecía, mientras que mi padre, claro, no era más que un judío.

DECLARO LA GUERRA

La conjura contra Amércia, Philip Roth, p. 39-40
Durante los largos meses de vacaciones, jugábamos en la acera a un nuevo juego llamado “Declaro la guerra” utilizando una pelota de goma barata y un trozo de tiza. Con la tiza trazabas un círculo de metro y medio o dos metros de diámetro, dividido en tantos segmentos, a modo de porciones de pastel, como jugadores participaban, y anotabas en cada porción el nombre de uno de los diferentes países extranjeros que habían salido en los noticiarios durante el año. A continuación, cada jugador elegía «su» país y se colocaba a horcajadas en el borde del círculo, con un pie dentro y el otro fuera, de modo que, cuando llegara el momento pudiera emprender una huida precipitada. Entretanto, un jugador designado, con la pelota en alto, anunciaba lentamente, con una cadencia inquietante: «Declaro ... la ... guerra .. a ... ». Había una pausa cargada de suspense, y entonces el chico que declaraba la guerra hacía botar la pelota en el suelo al tiempo que gritaba «¡Alemania!» o «¡Japón!» u «¡Holanda!» o «Italia”o «¡Bélgica!» o «¡Inglaterra!& o «¡China!», a veces incluso «¡Estados Unidos!”, y todo el mundo echaba a correr excepto el niño contra el que se había lanzado el ataque por sorpresa. Su tarea consistía en hacerse con la pelota cuando rebotaba, tan rápido como pudiera, y gritar: «¡Alto!». Todos los que ahora estaban aliados contra él debían detenerse, y el país en cuestión iniciaba el contraataque, .tratando de eliminar a un país agresor tras otro, golpeando a cada uno tan fuerte como pudiera con la pelota. Empezaba por lanzarla contra los que estaban más cerca de él y su posición avanzaba con cada golpe letal. Jugábamos sin cesar a ese juego. Hasta que llovía y los nombres de los países desaparecían temporalmente, y la gente tenía que pisarlos y saltar por encima de ellos cuando caminaban por la calle. En aquella época, en nuestro vecindario no había otras pintadas dignas de mención, solo aquellos restos de jeroglíficos de nuestros sencillos juegos callejeros. Por inocuos que fuesen, ponían fuera de sí a algunas de las madres, obligadas a oírnos durante horas a través de las ventanas abiertas. «Eh, chicos, ¿es que no podéis hacer otra cosa? ¿No podríais encontrar otra clase de juego?» Pero no podíamos; tampoco nosotros podíamos pensar en otra cosa que en declarar la guerra.

WIKIPEDIA

Todo el saber universal a tu alcance en mi enciclopedia mundial: Pinciopedia