Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

ANDREAS LUBITZ

Homo Lubitz, Eduardo Menéndez Salmón, p. 223
La voz de Cronenberg expresó su convencimiento de que Andreas Lubitz era un síntoma. Y de que él, Cronenberg, había filmado síntomas durante toda su vida de cineasta. Síntomas del calvario y del éxtasis. Síntomas de la enfermedad y de la violencia. Síntomas de las nuevas parusías. La voz de Cronenberg puntualizó que Andreas Lubitz era el síntoma de una enfermedad que se llevaba gestando hacía muchísimo tiempo en el organísmo occidental, largos años de ausencia y deterioro, una época espléndida y a la vez inocua. Ese síntoma, precisó la voz de Cronenberg, era la angustia ante el vacío. Cronenberg dijo que consideraba a Andreas Lubitz un enfermo de nihilismo, pero sin el cariz romántico de los primitivos nihilistas, los jóvenes rusos que se inmolaban en aras de un futuro mejor. No. Andreas Lubitz era un nihilista del narcisismo, un hombre débil y estúpido que quiso jugar a ser dios, cualquier dios, y que al poner en cuarentena los panteones nos hizo percibir la aterradora presencia del vacío. Un vacío tanto más implacable en la medida en que transparentaba un cúmulo de decisiones egoístas: falta de reconocimiento y éxito, deudas de dinero, la puesta en duda de una personalidad. La sala contenía el aliento. Venecia no estaba preparada para la filosofía. No el día 1 de septiembre del año 2026, con aquellas mujeres hermosísimas vistiendo trajes de diez mil dólares, con aquella suave luz enmarcando la Laguna como una joya imperecedera, con aquella procesión de inane esplendor que los actores, las actrices, su fama breve y brutal, la fama de los idiotas y de los muertos, irradiaba en torno suyo como flecos de un cometa que se desintegra. Por eso O'Hara sintió que Cronenberg hablaba sólo para él, que esa conversación había comenzado en una cafetería de Nueva York en marzo del año anterior, cuando en un ejemplar atrasado de Variety la noticia del rodaje de cierta película había llamado su atención. Y que esa conversación, que O'Hara llevaba manteniendo consigo mismo hacía años, ese  diálogo en torno a los accidentes, la atracción de la muerte y el resplandor del vacío se había encarnado en una obra titulada El cielo se desploma, una obra que un público tan hueco como la encarnación del síntoma que lo devoraba se estaba obstinando en repudiar.

MAS ACCIDENTES

Homo Lubitz, Ricardo Menéndez Salmón, p. 75
-Un accidente -dijo O'Hara- es por definición algo indeseable, que uno no querría sufrir. Pero a todo el mundo, lo confiese o no, le atraen los accidentes. Hay una paradoja ahí. El accidente -anunció mostrando las palmas de sus manos, como un vendedor de gracia- es algo que anhelamos en secreto, la resolución de toda expectativa. Que el paracaídas no se abra tras el salto. Que el monoplaza se desintegre al tomar el piloto una curva. Cualquier accidente es un sumidero. A él van a parar nuestros temores. También nuestros anhelos.
Zhao se permitió un parpadeo y una expresión en su rostro que a O'Hara, a falta de una reflexión más sosegada, le pareció que mostraba la sombra de una duda, un escepticismo que combinaba el marjal con la acidez de estómago, la habitual negligencia de los orientales ante todo conato de explicación.
-El hombre -prosiguió O'Hara- es un animal que disfruta oliendo la sangre en las autopistas. Pasa en su coche, rodeado de su familia, y echa un vistazo a los miembros esparcidos por el pavimento. -Una fea risa le sacudió el pecho, dejando a la vista unos dientes amarillos, grandes y cuadrados, como ventanas iluminadas en la noche-. Luego quizá vomite o, si es un cínico redomado, incluso es posible que se santigüe o acuda a confesarse, pero habrá vivido un segundo de inefable placer al contemplar la carnicería.
-El accidente como lugar de consuelo -dijo Zhao.

-Es una definición plausible -dijo O'Hara-. Algo que te recuerda tu mortalidad, pero que al pasar de largo te protege de la mala suerte. Como la muerte ajena. Que siempre reconforta, porque tú no eres el muerto.

INCIPIT 914. EL LEGADO DE LOS ESPIAS / JOHN LE CARRRE

Lo que sigue es una relación verídica -la mejor que puedo ofrecer- de mi participación en la operación británica de desinformación, de nombre en clave Carambola, organizada a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta contra el servicio de inteligencia de Alemania Oriental (Stasi), y que tuvo como resultado la muerte del mejor agente secreto británico con el que he trabajado y de la mujer inocente por la que dio su vida.

Un funcionario profesional de los servicios de inteligencia no es más inmune a los sentimientos que el resto de la humanidad. Lo importante para él es la medida en que puede suprimirlos, ya sea en tiempo real o, como en mi caso, cincuenta años después. Hasta hace un par de meses, mientras yacía por la noche en la apartada granja bretona donde vivo, oyendo los mugidos de las vacas y el parloteo de las gallinas, solía enfrentarme con resuelta determinación a las voces acusadoras que de tanto en tanto intentaban perturbar mi sueño. Era demasiado joven –protestaba yo-, demasiado inocente, demasiado ingenuo, demasiado novato.  Si queréis cortar cabezas -les decía a las voces-, buscad a los grandes maestros del engaño: a George  Smiley y a su jefe, Control.

INCIPIT 913. HOMO LUBITZ / RICARDO MENENDEZ SALMON

DOCTOR FAUSTO
O'Hara contempló el Bund desde su suite en la planta 82 del Grand Hyatt Shanghai, un hotel de lujo construido dentro de la Jin Mao Tower. El Huangpu despedía un color tóxico, como si en sus aguas fermentara un gigantesco cadáver. Esplendores. Caídas. Auges y apocalipsis yuxtapuestos. Una civilización en proceso de éxtasis y pudrición.
Veinticuatro años antes, ell8 de febrero del 2001, un hombre llamado Han Qizhi había ascendido el exoesqueleto de la Jin Mao Tower vestido con ropa de calle y valiéndose de sus manos desnudas. Cuando la policía lo detuvo tras escalar cuatrocientos metros, presentaba síntomas de congelación y estaba cubierto de sangre. O'Hara asumió que Han Qizhi, el alpinista urbano, era una razonable metáfora de la inefabilidad asiática. Porque China era un sueño y una pesadilla a la vez. Y ni el uno ni la otra eran posibles de explicar de manera satisfactoria.

Llevaba dieciocho meses moviéndose en el arco de dos mil trescientos quilómetros que separaba Pekín de Hong Kong. Transcurrido ese tiempo debía confesar que no entendía gran cosa. Los chinos eran inescrutables. 

ARTE

Homo Lubizt, Eduardo Menéndez Salmón, p. 193
PERMAFROST
Deambulando por las salas del Palazzo Grassi, O'Hara recordó una sentencia de Osear Wilde: «Las personas superficiales son las únicas que no juzgan por las apariencias. El misterio del mundo es lo visible, no lo invisible”. El aviso para navegantes del inquilino de la cárcel de Reading prevenía contra la sabiduría de las madres («Las apariencias engañan”) y contra la enseñanza desencantada de la filosofía (“Los sentidos son falibles”), al tiempo que advertía de cierta mística de lo secreto. Con su proverbial amor por la paradoja, Wilde desvelaba continentes enteros de realidad. Había que aceptar que eran las cosas, y no las apariencias, las que mentían.
El nombre del fotógrafo lo sedujo: Placer Maduro. Más cuando comprendió que era un hombre. Y más aún al saber que su nombre era real, no un seudónimo. Pensó en los padres del futuro artista, nacido en México, con gratitud. Había gente de talento incluso para bautizar a sus hijos. 

La exposición se titulaba Permafrost. Arrancaba con un umbral -una cortina vegetal que cubría el horizonte- y concluía con la más célebre de las imágenes platónicas, la metáfora más pregnante que la literatura occidental había logrado generar en veinticinco siglos de escritura: la sombra de un árbol reflejada en un muro, la caverna en la que el hombre habitaba, fata morgana del mundo y sus anhelos. Entre ambas imágenes, principio y fin de un recorrido que era una metafísica de la mirada pero también una ontología del paisaje, discurría un universo de líneas rectas y arcos quebrados, de abismos que eran puntos de fuga y paralelepípedos que hablaban de estancias cardinales, la geometría de la materia dispuesta ante el ojo mágico de la lente, que era también el ojo de un observador voraz pero clínico, que apuntaba pero parecía ausente, y que sólo en contadas ocasiones intervenía sobre la extensión del mundo. Pues si todo punto de vista escondía una decisión de orden moral, Placer Maduro, el autor de Permafrost, parecía ser un estoico.

ACCIDENTES

Homo Lubitz, Eduardeo Menéndez Salmón, p. 137
-El accidente -dijo O'Hara, como quien saborea una golosina-. El problema de problemas. El nudo gordiano. Usted lanza una piedra en un lago, genera una onda y se va. Pero vive ajena a las consecuencias de su acción.
O'Hara miró su cóctel sin alcohol e hizo un gesto de conformidad. Sus manos estaban abiertas ante él como un joyero vacío.
-Decía que, si lanza una piedra a un estanque, jamás podrá hacerse cargo de todas las consecuencias de esa acción. Pero vivimos como si no fuera así. Pensamos que cada acción conlleva una reacción, cuando en realidad cada acción que ejecutamos no termina nunca, sigue produciendo sus efectos durante el resto del tiempo. Y no me refiero al tiempo de nuestra vida. Me refiero también al tiempo en que ya no estaremos. Fijémonos en su concepción. Usted piensa en ella como si la acción de sus padres sólo hubiera engendrado a Amanda Behrens. ¿Me equivoco? Pero usted sabe que eso no es cierto, que su acción no termina ahí. Un abismo se abre ante nosotros. Porque la acción de sus padres ha impactado sobre todas las vidas que, en un momento u otro, han entrado, entran o entrarán en contacto con su propia vida, con la vida de Amanda Behrens. Y porque seguirá haciéndolo cuando sus padres y usted sean sólo un recuerdo, in el uso cuando ya no quede nadie en este mundo que los haya conocido.
-Es como si cada acción -prosiguió al fin-, por mínima que fuera, por minúscula que se nos antoje, contuviera dentro de sí la semilla de cuanto sucederá. Es abrumador. Es desconsolador. Es demasiado para la vida de cualquier hombre.
-No sé dónde quiere llegar -dijo Amanda.

-Volvamos al accidente -dijo O'Hara-. El accidente es la acción que revela la pluralidad de las demás acciones, la acción que, al vincularse a la fatalidad, al azar, a una instancia que suponemos ciega, nos permite salvar el resto de acciones al considerarlas orientadas a un fin mensurable. Toda acción que no colapsa en accidente nos parece sensata. 

VENECIA

Homo Lubitz, Eduardo Menéndez Salmón, p. 125
Venecia se le presentaba a O'Hara como la primera vez que la había visitado veinticinco años atrás, cuando era un universitario arrogante, un bárbaro americano: sin lugares intrascendentes, espacios muertos ni transiciones átonas. Porque si en la mayoría de las ciudades abundaban lugares que sólo existían para conducir de un punto a otro, lugares de paso o no lugares que vinculaban entre sí los lugares de estancia o afirmación, en Venecia, en cambio, el lugar de paso, el no lugar, había sido abolido. Cada metro de la ciudad importaba, encerraba una promesa de belleza, un escenario para el reposo y la contemplación.
Venecia era la sede de todas las fugas y anhelos, ciento dieciocho islas que hacían del asombro su expectativa. Y él estaba ahora allí, habitante de una de las teselas del mosaico, tentado de estrechar entre sus brazos a la rolliza Musa de la Arquitectura que compartía el ventanal hasta sellar sus labios con un beso efervescente. Pero en vez de eso se retiró del mirador, condescendió en escuchar hasta el fin los encantos de un producto que ya había decidido adquirir y galanteó con la signara Cortinovis al modo nacional, con una mezcla de teatralidad y descaro, dejándola creer que su figura sensual, escapada de algún lienzo profano del Quattrocento, había jugado un papel importante en la decisión de O'Hara, lo cual, siendo indudablemente falso, no por ello dejaba de aproxímarse a la verdad.

Una de las sensaciones más placenteras que se experimentaba en un lugar tan sacralizado por la costumbre y los manuales era perderse. Durante las primeras semanas en su nueva casa, regresando a Giudecca a bordo del último vaporetto, comprendió que la pérdida del rumbo no era sólo una categoría náutica, sino también psicológica. Nada mejor para entender la experiencia veneciana que salir sin brújula ni mapa, dejarse conducir por el instinto o, llegado a una encrucijada, tomar por el lado menos transitado. Porque en Venecia, como en ninguna otra ciudad, el extravío comportaba un beneficio, una garantía para el hallazgo, la certidumbre de que cada nudo deshecho regalaba alguna maravilla: una estatua insolente, un balcón sobre el agua, ropa tendida como banderas ondeando al viento de la Historia.

LOS GITANOS

Homo Lubitz, Ricardo Menéndez Salmón, p. 50
-Le contaré algo -dijo-. Cuando estuve estudiando en Francia me enamoré del pueblo gitano. ¿Sabe por qué?
O'Hara esbozó una sonrisa.
-No tengo ni la más remota idea, Zhao. No creo que nadie en Arconte Limited lo sepa.
-Por su arquitectura -dijo Zhao paladeando el sustantivo.
O'Hara se permitió meditar antes de responder. Barracas en descampados, galpones de uralita, poblados sin calles, asambleas en torno a una hoguera, la convivencia entre animales y niños. Buscó una palabra que dotara de sentido a todo aquello.
-Provisionalidad -dijo.
Zhao asintió.
-Usted lo ha dicho. Libres, sin vínculos, sin una raíz. Llegados del final del mundo, al contrario que los demás pueblos, que avanzan hacia él a codazos, con urgencia. Los gitanos son el pueblo que ya ha estado allí y sabe que no hay prisa por volver a ese lugar. Por eso sus casas son cajones por los que pasa el viento. Casas que niegan el concepto de casa. Arquitecturas efímeras. Como vivir en una nube.
El muchacho que había caído al lago salió del agua entre aplausos, silbidos, canciones.

-Los chinos -prosiguió Zhao- somos incluso más pragmáticos que los gitanos, porque sabemos lo que saben los gitanos pero hemos decidido vivir en casas sólidas. ¿Entiende lo que quiero decir? Venderlo todo, la propia piel si es preciso, nos ayuda a soportar la provisionalidad que usted mencionó, el hecho de que el fmal del mundo ya fue, no será. El resto ni siquiera es audacia. Es cálculo.

LA CHINA

Homo Lubitz, Ricardo Menéndez Salmón, p. 30
La primera, ya  conocida: las magnitudes. Conceptos como masa, multitud o muchedumbre eran equívocos antes de haber visitado China. De las distintas lecciones que una estancia en el país procuraba, la más determinante era también la más obvia: había muchísimos chinos. Esta verdad prosaica, antropológica, se imponía desde el primer minuto con una contumacia que debía acatarse sin resentimiento. Se tenía que asumir esta fatalidad del número con tranquilidad de ánimo. La multitud lo rodeaba a uno en todas partes: baños públicos, parques, restaurantes, metros, autobuses, estaciones de tren, atracciones turísticas, hoteles, aceras, semáforos. La intimidad, en China, era un concepto tan abstracto como la esperanza cristiana o el cafard de los bohemios. Inquietarse por ello, lamentarse por ello, sólo conducía a indecorosas rabietas. La condición inicial para sobrevivir a China era aceptar esta abrumadora evidencia. Nunca antes, y nunca después, se vería tanta gente junta.

La segunda constante de esa primera visita al Lago del Oeste tenía que ver con otro tipo de conjunción que mantendría entretenidos a los sociólogos y a los historiadores durante siglos. China había resuelto el conflicto entre feudalismo e hipertecnología, reacción y revolución, detención y progreso en unas pocas generaciones, las que mediaban desde la llegada al poder de Deng Xiaoping. En cualquier metrópoli contemporánea eran perceptibles distintas épocas, desde elementos casi invisibles que habitaban en las cavernas de la mendicidad hasta individuos imposibles de clasificar que se habían propulsado hacia espacios todavía por cifrar en el Gotha de las modas y costumbres. La colmatación de ambos nichos había sido delicada, lenta, esforzada. En China, el matrimonio entre el vehículo de tracción humana y el bólido rutilante, la infravivienda y la ciudad transformer, el pozo de acción manual y el enjambre domótico se había construido a velocidad de vértigo y transcurría en una única burbuja visual. El entorno del Lago del Oeste estaba delimitado por las marcas eficaces (Mercedes Benz), elitistas (Cartier) y cool (Starbucks), aunque para acceder a ellas hubiera que sortear a ciclistas que transportaban inverosímiles zigurats de bidones de plástico. Este décalage, que en otras sociedades sobrevivía mediante líneas de demarcación, conformando ecosistemas paralelos, resultaba en China permeable. Se transitaba por estas realidades adyacentes mediante un plano secuencia. Preindustrialización y ciencia ficción no eran consecutivas, sino simultáneas.

INCIPIT 912. NOS VEMOS EN ESTA VIDA O EN LA OTRA / MANUEL JABOIS

En febrero de 2014 trabajaba en el diario El Mundo. Uno de mis jefes, Agustín Pery, me propuso hacer un artículo sobre el 11-M. Señaló en concreto a una persona que nunca había hablado con los medios de comunicación: Gabriel Vidal Montoya, el menor al que la prensa había bautizado como el Gitanillo. Mi compañero Joaquín Manso lo había localizado en Avilés. Allí lo abordó en su portal para hacerle una entrevista. Gabriel fue arisco con Manso. No quería saber nada de los periodistas ni que le tomasen imágenes. Cada cierto tiempo era asaltado por las cámaras; en su círculo cercano había creado un cordón de seguridad que lo alertaba de la presencia de reporteros. Manso lo convenció para que al menos me conociese y tomase un café conmigo. A Joaquín Manso le debo la publicación de este libro.

LA MADONNA DELLA SEDIA

Cuentos completos, Henry James, p. 539
Rafael y Tiziano; yo empezaba a notar que mi amigo estaba impaciente y le pedí que me llevara, de una vez por todas, al objetivo de la visita: la más tierna y hermosa de las vírgenes de Rafael, la Madonna de la silla. De todas las grandes pinturas del mundo, me parece que ninguna da menos lugar a las críticas. Ninguna refleja menos el esfuerzo, el mecanismo para su éxito y la inevitable discordia entre la idea y el resultado final que suelen manifestar, aun de manera muy leve, muchas de las más consumadas obras de arte. Graciosa, humana, próxima a nuestros sentimientos, no posee una gota de efecto o de método y casi nada de estilo; se extiende con su madura delicadez y su armonía instintiva como si fuera la instantánea emanación de un genio. La figura se desvanece en la mente del espectador con una suerte de apasionada ternura que uno no sabe si atribuir a la pureza celestial o al encanto terrenal. El espectador se embriaga con el perfume del más tierno de los pechos maternos que se han visto en esta tierra.

-Esto es lo que llamo una hermosa pintura -proclamó mi compañero después de que la contempláramos largo rato en silencio-. Tengo derecho a decirlo, pues la he copiado muchas veces y con tal esmero que ahora mismo podría reproducirla con los ojos cerrados. Otras obras son de Rafael: esta es el propio Rafael. Otras pueden elogiarse, clasificarse, medirse, explicarse, describirse: esta, en cambio, solamente podemos amarla y admirarla. Ignoro qué pasó el día que Rafael se paseaba entre los hombres y tuvo esta inspiración divina, pero sospecho que después no podía hacer otra cosa que morir; este mundo no tenía ya nada para enseñarle. Piénselo un poco, amigo, y verá que no. Piense en la mirada de Rafael sobre esa imagen inmaculada, no por un momento, no por un día ni en un feliz sueño ni en un impulso febril, no como esos poetas que en un rapto de cinco minutos frenéticos plasman palabras y escriben una estrofa inmortal, sino a lo largo de numerosos días, mientras avanza la paciente labor del pincel, mientras los infectos vapores de la vida se interponen y la idea crece, se extiende, se fija, radiante y única como la vemos ahora ... Ah, ¡qué gran maestro! ¡Qué visionario!

INCIPIT 911. VIDA DE ESTE CHICO / TOBIAS WOLFF

El agua de nuestro coche se puso a hervir otra vez en cuanto mi madre y yo cruzamos la División Continental. Mientras esperábamos a que se enfriase oímos, procedente de algún lugar por encima de nosotros, el alarido de una bocina. El sonido se hizo más fuerte y luego un camión grande salió de la curva, pasó junto a nosotros a toda velocidad y tomó la siguiente curva, la caja dando violentos bandazos. Nos quedamos mirando el punto por donde había desaparecido.
-Oh, Toby -dijo mi madre-, ha perdido los frenos.
El sonido de la bocina se fue alejando y luego se desvaneció en el viento que suspiraba entre los árboles que nos rodeaban.
Cuando llegamos allí, había unas cuantas personas de pie junto al precipicio por donde se había despeñado el camión. Había destrozado la barandilla protectora y había caído cientos de metros en el vacío hasta el río, donde yacía de espaldas entre las peñas. Parecía patéticamente pequeño. Un chorro de denso humo negro se elevaba de la cabina y el viento lo dispersaba. Mi madre preguntó si alguien había ido a dar parte del accidente. Sí, alguien había ido. Nos quedamos con los otros al borde del precipicio. Nadie hablaba. Mi madre me rodeó los hombros con un brazo.

Durante el resto del día no paró de volver la cabeza para mirarme, de tocarme, de apartarme el pelo de la cara. Vi que era el momento oportuno para sacarle regalos de recuerdo.

AMERICANOS

Cuentos completos, Henry james, p. 535
-¡Somos los desheredados del arte! -exclamó-. Estamos condenados a lo superficial. Estamos excluidos del círculo mágico. El suelo de la percepción estadounidense es un pobre, pequeño y árido yacimiento artificial. ¡Sí, señor! Estamos atados a la imperfección. Un americano, si quiere destacarse, debe aprender diez veces más que un europeo. Carecemos de raciocinio profundo. Tampoco tenemos buen gusto ni tacto ni poder. ¿Cómo podríamos tenerlos? Nuestro clima crudo y estridente, nuestro silencioso pasado, nuestro atronador presente, la perpetua presión que ejercen sobre nosotros las circunstancias más desagradables, todo ello conspira contra las cosas que nutren, estimulan e inspiran a un artista. Y mi triste corazón se llena de amargura al declarar algo así. Nosotros, pobres aspirantes, debemos vivir en perpetuo exilio.
-En el exilio usted parece estar a gusto, como en su casa –le dije-, y Florencia me resulta una muy bella Siberia. Ahora bien, ¿sabe lo que pienso? Nada es para mí más inútil que hablar de cuánto necesitamos un suelo fértil, oportunidades, inspiración y todas esas cosas. ¡Lo fundamental es producir algo bueno! En nuestra gloriosa Constitución no existe una sola ley contra eso. ¡Inventar, crear, realizar! No importa si uno debe estudiar cincuenta veces más que los otros. ¿Para qué se es artista, si no para aprender? Sea usted nuestro Moisés -añadi con una risa y apoyé una mano en su hombro-, ¡ sálvenos de la esclavitud!

-Sabias palabras ... , ¡sabias palabras, muchacho! -vociferó con una tierna sonrisa. “¡Inventar, crear, realizar!”. En efecto, esa es nuestra misión, lo sé muy bien. Por el amor de Dios, no me tome por uno de esos hombres infecundos y plañideros, esos impotentes cínicos que carecen de talento y de fe. ¡Yo me dedico a trabajar! –y echó una mirada alrededor antes de bajar la voz como si aquello fuera un preciado secreto-. ¡Yo trabajo noche y día, consagrado a una creación! No soy Moisés; solo soy un pobre y paciente artista, pero resultaría muy bueno si yo lograra que un pequeño flujo de belleza circulase por nuestra tierra sedienta. 
En la imagen Nick Nolte en La copa dorada

ITALIA

Cuentos completos, Henry James, p. 486
-He venido aquí en peregrinaje. Para entender lo que quiero decir, tendría usted que haber vivido, como yo, en una tierra más allá del mar, falta de gracia y de romanticismo. Esta Italia suya, en cuyas puertas me hallo ahora, es la cuna de la historia, de la belleza, de las artes y de todo lo que hace a la vida dulce y espléndida. Para nosotros, tristes extranjeros, Italia es una palabra mágica. Nos persignamos al pronunciarla. Tendemos a pensar, cuando obtenemos placer y reposo (en cierta hora luminosa, cuando nos sonríe la suerte), que podemos salir y atravesar los océanos y las montañas y pisar el suelo italiano y ver allí la sustancia primaria, la «idea» platónica de nuestros sueños más reconfortantes y nuestras fantasías más fértiles. Yo he sido educado en esos pensamientos. Y puedo gozar de esta hora feliz, gracias a Dios, siendo todavía joven, sano y sensible. Heme aquí, por primera vez, en una atmósfera encantada donde el amor, la fe, la sabiduría y el arte prometen convertirse en algo más profundo que esas pasiones que sentía yo en mi helada tierra. Empiezo a percibir lo que mis sueños prometían. Es Italia. ¿Cómo explicarle lo que significa para uno de nosotros? Vea tan solo con qué ternura y simpleza fluye mi discurso. El aire tiene un perfume especial; todo lo que penetra en mi alma, en cada uno de mis sentidos, es un indicio, una promesa, una confirmación. Pero lo mejor de todo es que la he encontrado a usted, bella dama. Si le dijese lo que opino de usted, creería que no soy sincero o respetuoso. Ecco!

CAPILLA DE GIOTTO. PADUA

Cuentos completos, Henry James, p. 449
Esta iglesia, pequeña y vacía, se levanta abandonada y desprotegida en el acogedor mercado de hortalizas que fue en tiempos un circo romano y ofrece al viajero una de las lecciones más grandes de Italia. Sus cuatro paredes están cubiertas, casi del suelo al techo, con esas maravillosas series de pinturas dramáticas que nos introducen en el dorado esplendor del arte italiano. Me había informado tan desacertadamente que imaginaba que hablar de Giotto era más o menos como ponerse ridículo a uno mismo, y pensaba que era propiedad especial aquellos que son meros sentimentales de la crítica. Pero tan como se cruza el umbral de aquel templo, pequeño y ruidoso -un simple armazón vacío, pero que parece estar recubierto la valiosa sustancia de finas perlas y que, armonioso, nos habla una elocuencia proveniente del arte infinito, -se percibe con se enfrenta uno: un pintor completo de la mejor clase. Con certeza Giotto nunca ha sido sobrepasado en un aspecto: en el de presentar una historia. La cantidad de expresión dramática en aquellos pequeños y pintorescos recuadros escénicos equiparable a la de un centenar de maestros posteriores. A su ¡cómo parecen caminar a tientas, extraviados y distraídos! Y ellos, ¡qué directo, esencial y masculino se muestra! ¡Qué simplicidad, qué inmediata pureza y elegancia! La muestra  a mi amiga y a mí reflexiones más inteligentes de lo capaces de expresar. “Felicísimo arte”, dijimos, pues ver cómo en efecto el arte temblaba, se estremecía y bajo la mano del artista, casi con el presentimiento de su carrera, ”durante los doscientos próximos años disfrutarás de una espléndida dicha!”. La puerta de la capilla permanecía abierta hacia el soleado campo de maíz y hacia los perezosos desperdicios de verdura cercados por el desmoronado óvalo de la arquitectura romana. Un golfillo que había venido con la llave remoloneaba en un banco esperando unas monedas y nos miraba fijamente mientras observábamos las pinturas. Una luz generosa inundaba el interior del precinto y caldeaba la superficie áspera y pálida del muro pintado. Parecía haber un patetismo irresistible en esa combinación de pobreza y belleza. 

CRUCIFIXION DE TINTORETTO

Cuentos completos: 1864-1878, Henry James, p. 445
Tintoretto, el lector culto recordará, pintó dos obras maestras sobre este gran terna. La más grande y compleja está en la Scuola di San Rocco; la otra, sobre la que hablo, es pequeña, sencilla, y sublime. Ocupa el lado izquierdo del estrecho coro de la pequeña y humilde iglesia en la que estábamos, y destaca por ser, con dos o tres excepciones, la mejor obra conservada de su incomparable autor. En todo el mundo del arte no se ha producido nunca un efecto tan poderoso a través de unos medios tan sencillos y selectos; nunca la inteligente elección de medios ha sido perseguida con una percepción tan refinada para conseguir un efecto. El cuadro ofrece a nuestra vista la esencia misma y central de la gran tragedia que representa. No hay ninguna madonna desmayada ni ninguna Magdalena que consuele. No se describe ninguna escena de burla ni la crueldad de las masas reunidas. Observarnos la silenciosa cumbre del Calvario. A la derecha hay tres cruces, destacando la del Salvador. Una escalera apoyada contra ella sostiene a un verdugo con turbante, que se inclina hacia abajo para recibir la esponja que le ofrece un compañero. Sobre la cima de la colina los cascos y las lanzas de una línea de soldados completan la severidad de la escena. La realidad de la pintura va más allá de las palabras: es duro decir qué es más impresionante, si el horror desnudo del hecho representado o el inteligente poder del artista. Se respira una oración silenciosa de agradecimiento por no estar en posesión de la terrible clarividencia del genio. Nos sentarnos y observarnos la pintura en silencio. El sacristán merodeaba por los alrededores, pero finalmente, cansado de esperar, se retiró al campo exterior. Observé a mi compañera que se mostraba pálida, inmóvil y sofocada; evidentemente sentía la imponente fuerza de la obra con conmovedora compasión. 

IL CENACOLO

Cuentos completos: 1864-1878, Henry James, p. 411
La última cena de Leonardo, en Milán, es indiscutiblemente la pintura más impresionante de Italia. Parte de su inmensa solemnidad se debe sin duda a que es una de las primeras grandes obras maestras italianas que salen al paso cuando se desciende desde el norte. Otra fuente secundaria de interés radica en la absoluta perfección de su deterioro. La imaginación experimenta un extraño deleite al cubrir cada uno de sus espacios vacíos, borrando su completa corrupción y reparando en la medida de lo posible su triste desorden. La mejor prueba de su poderosa fuerza y perfección es el hecho de que pese a haber perdido tanto conserve todavía tanta belleza. Una elegancia inextinguible persiste en sus vagos trazos y en sus cicatrices sin cura; aún queda lo suficiente corno para que el espectador pueda admirar la insondable sabiduría del artista. El lector recordará que el fresco cubre un muro en el extremo de lo que fue el refectorio de un antiguo monasterio, actualmente disuelto, cuyo recinto está ocupado por un regimiento de caballería. Los caballos piafan y los soldados emiten sus juramentos en los claustros donde una vez resonaron los sobrios pasos de las sandalias monásticas y donde los frailes de voces sumisas se dirigían piadosos saludos.
Era mitad de agosto, y el verano se había instalado con intensidad sobre las calles de Milán. En el calor de la tarde, la gran cúpula de ladrillo de la iglesia de Santa Maria de las Gracias se elevaba negra hacia el cielo de bronce. Cuando mi fiacre se detuvo frente a la iglesia, descubrí otro vehículo aparcado en el resquicio de

sombra que se extendía corno una alfombra a lo largo de la luminosa acera delante del convento contiguo. Dejé a decisión de los conductores el que compartieran esa ventaja como convinieran y me apresuré a entrar en la fresca presencia del Cenacolo.  Aquí encontré a los ocupantes del otro fiacre, una joven dama y un anciano caballero. Además del funcionario que cobraba el franco de rigor, había también un copista de cabello largo, que buscaba reproducir los secretos silenciosos del gran fresco mediante vivos colores amarillos y azules un tanto vulgares. El caballero observaba seriamente esta ingeniosa operación. La joven dama estaba sentada con los ojos fijos en el fresco, de donde no los movió cuando me senté a su lado. Yo mismo me olvidé también de su presencia tan rápido como ella de la mía y me perdí en el estudio de la obra de arte que se mostraba ante nosotros. Una única mirada me había asegurado que la dama era americana. 

INCIPIT 910. BRAUDEL POR BRAUDEL / A.G.PORTA

El día que Ricardo Duarte desembarcó en el puerto de Mahón, lo hizo bajo el nombre de Gustavo Braudel y su excusa fue que necesitaba un refugio para pensar y trabajar durante las vacaciones de Navidad, aunque todavía no sabía muy bien a qué iba a enfrentarse y tan sólo adivinaba vagamente el trabajo que le esperaba. Braudel era una de las muchas identidades que Ricardo Duarte había utilizado a lo largo de su vida y una de las pocas que todavía podía usar sin peligro. En contraste con otros nombres y apellidos se sentía cómodo con éste porque no le traía malos recuerdos y le alejaba de antiguas causas pendientes con la justicia. Además, Braudel le gustaba porque le confería un aire de extranjero y cuando se veía obligado a explicar algún detalle de su vida le daba pie a improvisar un pasado repleto de sugerentes inventivas que sólo existían en su imaginación.  Recordaba perfectamente el día que llegó a Mahón porque faltaban tres semanas para la Navidad y le pareció que la ciudad tenía un aire especial, un ritmo muy distinto al que acababa de dejar en Barcelona. 

INCIPIT 909. COTO VEDADO / JUAN GOYTISOLO

Espulgar genealogías se reduce a descubrir, dirá el narrador socarrón del Petersburgo de Biely, la existencia final de linajes ilustres en las personas de Eva y Adán. Fuera de este hallazgo capital e incontrovertible, las arborescencias y frondosidades de los troncos materno y paterno no suelen prolongarse -con excepción quizá de unas cuantas familias de aristócratas- a ese limbo original pomposamente conocido por la noche de los tiempos. En mi caso -vástago, por ambos lados, de una común, ejemplar estirpe burguesa-, los informes tocantes a mis antecesores obtenidos durante mi infancia no exceden de la primera mitad del siglo XIX. Pese a ello, mi padre, en uno de los arrebatos de grandeza que antecedían o preludiaban sus empresas y descalabros, se había forjado un escudo familiar en cuya composición figuraban, conforme a mis recuerdos, flores de lis y campos de gules: lo había trazado él mismo en un pergamino que lucía enmarcado en la galería de la casa de Torrentbó y era, según él, la demostración irrebatible de nuestros orígenes nobiliarios. En las largas veladas veraniegas propicias a la evocación de temas íntimos y anécdotas remotas, mi tío Leopoldo acogía la exposición de los presuntos blasones con una expresión risueña y escéptica: apenas su hermano mayor había vuelto la espalda, nos confiaba sus sospechas de que el viaje sin retorno del bisabuelo de Lequeitio a Cuba, adonde fue muy joven e hizo rápidamente fortuna, obedeció tal vez a la necesidad de romper con un medio hostil a causa del estigma inicial de una procedencia bastarda

ONAN

Coto vedado, Juan Goytisolo, p. 121
Cuando al inicio de la pubertad empecé a masturbarme, el nuevo e increíble placer casualmente descubierto un día de verano se transformó en uno de los centros reales, por no decir el más real, de mi vida. El potencial de goce ínsito a mi cuerpo se impuso en seguida, brusco y convincente, a los discursos religiosos o morales que lo estigmatizaban. En la cama, el baño, las buhardillas de Torrentbó, me entregaba con asiduidad al acatamiento de una ley material que, por espacio de unos minutos, me confirmaba en mi existencia aislada y  particular, mi irreductible separación del resto del mundo. Con ello no quiero decir ni mucho menos que la doctrina tradicional católica tocante al sexo -expuesta machaconamente en aulas, confesonarios, púlpitos, manuales de piedad juvenil- no hiciera mella en mí. La idea del pecado -del pecado mortal, con sus espeluznantes consecuencias me torturó por espacio de algunos años. Docenas de veces, arrodillado frente a alguno de los sacerdotes de las  parroquias o iglesias cercanas, había confesado mi culpa y pretendido enmendarme sabiendo con certeza que unas horas o días más tarde, esa fuente vital de energía que brotaba de mí impondría su fuero y anularía, imperiosa, el tenue armazón de preceptos que inútilmente la condenaban. Consciente de ello, a fin de sustraerme a los reproches de un confesor fijo o director espiritual, cambiaba regularmente de templo y confesonario, en una especie de juego de escondite cuya inanidad saltaba a la vista. Aunque mis expresiones de piedad eran forzadas y las creencias religiosas frágiles y tibias, el temor a las penas y tormentos infernales me acosó durante algún tiempo. Las imprecaciones contra el sexto, lanzadas por los predicadores e impresas en librillos como los de Monseñor Tihamer Toth, tenían un efecto potencialmente traumático para los adolescentes que, en el ardor de la pubertad, escuchaban o leían, aterrados, los supuestos estragos físicos y morales del acto impuro, simple preámbulo de los suplicios eternos, sutiles, refinadísimos que les aguardaban en el Más Allá. 

ABUSOS

Coto vedado, Juan Goytisolo, p. 101
Yo dormía a solas en la biblioteca-despacho, en una cama turca arrinconada entre un mueble y la pared: al acostarme, veía escurrirse a los abuelos a su cuarto y escuchaba sus murmullos y oraciones hasta que apagaban la luz. Una noche, cuando la casa entera estaba a oscuras, recibí una visita. El abuelo, con su largo camisón blanco, se acercó a la cabecera de la cama y se acomodó al borde del lecho. Con una voz que era casi un susurro, dijo que iba a contarme un cuento, pero empezó en seguida a besuquearme y hacerme cosquillas. Y o estaba sorprendido con esta aparición insólita y, sobre todo, del carácter furtivo de la misma. Vamos a jugar, decía el abuelo y, tras apagar la lamparilla con la que a veces leía antes de dormirme, alumbrada por mí al percibir sus pasos, se tendió a mi lado en el catre y deslizó suavemente la mano bajo mi pijama hasta tocarme el sexo. Su contacto me resultaba desagradable, pero el temor y confusión me paralizaban. Sentía al abuelo inclinado en mi regazo, sus dedos primero y luego sus labios, el roce viscoso de su saliva. Cuando al cabo de unos minutos interminables pareció calmarse y se volvió a sentar al borde del lecho, el corazón me latía apresuradamente. ¿Qué significaba todo aquel juego? ¿Por qué, después de toquetearme, había emitido una especie de gemido? Las preguntas quedaron sin respuesta y, mientras el inoportuno visitante volvía de puntillas a la habitación contigua en donde dormía la abuela, permanecí un rato despierto, sumido en un estado de inquieta perplejidad.
El abuelo Ricardo me había pedido que guardara el secreto y, durante el día, nada en su comportamiento permitía adivinar que aquel viejo apacible acomodado con su periódico a la sombra del castaño era el mismo que la víspera, con cosquillas y risitas, se había introducido en mi cama. Por la noche, volvió a cruzar mi habitación en compañía de la abuela. Pero, media hora después -el tiempo de juzgarla dormida y de que se apagaran las luces de la casa- repitió la visita de la víspera. Incapaz de reaccionar a la novedad que me imponía, fingí caer en una especie de coma profundo mientras él me masturbaba con la mano y los labios: había encendido esta vez la perilla de la luz y la idea de ver su figura arrodillada junto a la cama me pareció superior a mis fuerzas. No sé cuántas veces, en las cálidas noches de junio que precedieron al verano y nuestro viaje a Torrentbó, el abuelo reincidió en sus manoseos. ¿Cinco, diez veces? Yo había adoptado la ingenua estrategia del sueño y me evité así el espectáculo de su enojosa y reiterada manipulación.
Semanas después, en un bosquecillo de algarrobos contiguo a los huertos de Torrentbó, revelé lo acaecido a José Agustín. 

BARCELONA LIBERADA

Coto vedado, Juan Goytisolo, p. 102
El frente se aproximaba a nosotros: la carretera había empezado a llenarse de militares a pie y a caballo, vehículos oficiales, sidecares, camiones de Intendencia. Luego, en largas, interminables hileras, veíamos pasar desde nuestras ventanas a los prisioneros de guerra; sus guardianes los habían apriscado, como ganado, junto a la parroquia del pueblo y distribuían entre ellos unos calderos de rancho aguanoso. El cansancio, enfermedad, abatimiento, se pintaban en todos los rostros: su paso dejaba una estela de defecaciones, papeles sucios, latas vacías. Lolita Soler y los tíos les veían pasar con lágrimas en los ojos e intentaban darles a escondidas algún mendrugo de pan u otro socorro. José Agustín y yo nOs aventuramos a charlar con ellos y regalamos a uno un cigarrillo liado con hojas secas de maíz. Una mañana, apareció un pequeño avión de reconocimiento de los nacionales y un capitán desenfundó su pistola y disparó contra él unos tiros sazonados con maldiciones y tacos. Según oímos decir a mí padre, Barcelona había sido liberada por los requetés.

El lugar ofrecía diariamente escenas de pánico y desbandada. Automóviles atestados de fugitivos, camiones repletos de soldados atravesaban el pueblo hacia el norte seguidos de centenares de peatones sucios y astrosos, combatientes, civiles, mujeres, chiquillos, viejos, cargados todos de maletas y bultos, trastos absurdos, cacerolas, muebles, una estrafalaria y absurda máquina de coser, diáspora insectil consecutiva a la muerte de la reina o cierre inesperado del hormiguero. Había heridos transportados en parihuelas, cojos con muletas, brazos en cabestrillo. Los nacionales acababan de cortar la línea del ferrocarril y José Agustín afirmaba haber visto a un muerto. Una tarde, recibimos la visita de unos oficiales. Tras acomodarse a descansar en el comedor, el capitán advirtió la existencia de un gallinero en la buhardilla y, con amable desenvoltura, se autoinvitó a cenar. María sacrificó un par de gallinas y, mientras mi padre se esforzaba en mantener una conversación insustancial con sus huéspedes, uno de éstos había inspeccionado curiosamente la casa y mostró súbito interés por el estuche de violín de tia Consuelo. Quiso examinar el instrumento, pulsó las cuerdas, dijo que su asistente era aficionado a la música. Al concluir la comida, se despidieron cortésmente de nosotros y, desmintiendo nuestros temores, no se llevaron nada.

VIRGEN DE BENLLIURE

Coto vedado, Juan Goytisolo, p. 54-55
Las predicciones apocalípticas de la señorita se cumplían: el último número de «Mickey», nuestra revista favorita, había salido pintarrajeado de los colores rojo y negro de la F Al; las iglesias ardían unas tras otras como en la época del Imperio Romano. Desde el cenador del jardín, contemplábamos el camión de «los rojos» estacionado junto a Santa Cecilia, la densa columna de humo que se extendía sobre el minúsculo edificio blanco. ¿Hubo información malintencionada respecto al oratorio familiar de casa? Si bien la hipótesis, formulada después por mi padre, tiene visos de verdad, lo cierto es que la capilla, perfectamente visible desde el lugar en el que se hallaban los incendiarios, podía ser tentadora sin necesidad de ninguna denuncia. Fruto del azar u objetivo programado, la irrupción de los hombres del camión en la era minutos más tarde nos llenó en cualquier caso de terror. La señorita María sollozaba: ella, cuya lectura predilecta era un manual de piedad compuesto por biografías de niños santos, acariciaba quizá en sus adentros la exaltadora posibilidad de un martirio cercano. Mi madre, que se había asomado a una ventana cuando los intrusos se hicieron abrir por los masoveros la puerta de la capilla, fue conminada a retirarse a sus habitaciones a punta de revólver. Refugiados en la galería escuchábamos voces, golpeteos, gritos. Mi madre nos imponía silencio y la señorita rezaba el rosario en voz baja.

A pesar de que el desarrollo de este lance presenta en mi memoria opacidades y huecos, recuerdo bien el momento en que, desaparecidos los autores de la incursión, nos aventuramos a la era a ver los destrozos. La estatua de mármol de la Virgen, obra de Mariano Benlliure, había sido derribada del altar y yacía fuera con la cabeza partida a golpes de maza. En una fogata, ardían todavía, amontonados, diferentes objetos litúrgicos. Contrastando con nuestro desconsuelo, el masovero y su familia examinaban aquel estrago con silenciosa impasibilidad.

CHINA

Las viudas de Eastwick, John Updike, p. 113
China, en su mente, había adoptado diversas formas: una tierra fabulosa de niños hambrientos, campesinos de Pearl S. Buck, fatales «damas dragón», rickshaws y piratas de cómic; una democracia amiga, hábilmente dirigida por Chiang Kai-shek y su glamurosa esposa, una de las hermanas Soong; una víctima doliente de los despiadados japoneses y un fiel aliado del presidente Roosevelt; un campo de conflictos civiles posbélicos durante la Guerra Fría, donde el presidente Truman, astutamente, declinó intervenir y donde los nacionalistas acérrimos perdieron ante los comunistas; un firme bastión de un credo político adverso; una fuente de hordas de «voluntarios» enemigos que se dirigían al sur, a Corea; una enorme masa de humanidad robotizada que podía tragarnos, si se les pinchaba en Qyemoy, Matsu o Formosa; una multitud de Guardias Rojos que recitaban a Mao en una Revolución Cultural que parodiaba brutalmente la contracultura de los sesenta en Occidente; luego, después del viaje de Nixon y de los torpes brindis en los banquetes, de nuevo una aliada contra la Unión Soviética; tras la muerte de Mao y el derrocamiento de la Banda de los Cuatro, un tierno semillero de incipientes empresas libres; tras el triunfo del pragmatismo de Deng Xiaoping, una voraz consumidora de empleos americanos y receptora de dólares americanos; y ahora, la superpotencia en ciernes del siglo XXI, mil trescientos millones de obreros y consumidores, acreedora del desfalleciente capitalismo norteamericano y competidora por el decreciente suministro global de petróleo. Allí, en el aeropuerto, Sukíe gritó con su voz aguda, casi sin aliento:

-i Qué bien nos lo vamos a pasar!

DEL AMOR

Las viudas de Eastwick, John Updicke, p. 35
-Amigos, estos autobuses especiales de los glaciares, llamados Snocoaches, cuestan cien mil dólares cada uno. Relájense ... , estimamos que más de la mitad de ellos vuelven intactos, con muchos de sus pasajeros todavía a bordo.  -Hubo un risa nerviosa unánime. Se arrojaron por el precipicio y luego se deslizaron por el hielo plano hasta detenerse junto a otros Snocoaches. El conductor recitó al micrófono-: Una de las preguntas más habituales que nos hacen es: “¿Por qué está tan sucio el hielo?». Bueno, el hielo del glaciar está hecho de nieve, metros y metros de nieve que se comprimen hasta formar un centímetro o dos de hielo. Como ya sabrán, los copos de nieve y las gotas de lluvia se forman en el aire alrededor de una diminuta mota de polvo. La nieve se funde, pero el polvo sigue ahí.

¿sabía eso Alexandra? ¿Que los copos de nieve y las gotas de lluvia necesitan un germen de polvo? ¿Contiene el cielo suficiente polvo para suministrárselo a todos ellos? ¿Y si se acabara el polvo celestial? ¿Sería toda esa historia canadiense de la compresión lo que le presionaba el pecho por la noche? Si todo (nieve, sedimentos, rocas) se comprime sin parar, ¿por qué no se vuelve el mundo más pesado y pequeño, hasta convertirse en un agujero negro? Ése era el tipo de preguntas que solía hacerle a Jim, que nunca se reía de ella y siempre echaba mano de sus conocimientos prácticos para intentar darle una respuesta. Los hombres, a pesar de toda su rabia oculta, tenían eso: una sensación clara de la relación causa-efecto, un deseo práctico ser razonables. Las mujeres los aman por ese motivo.

1984

La decadencia de Nerón Golden, Salman Rushdie, p 349
Había una vez un rey malvado que hizo marcharse de su hogar a sus tres hijos y luego los encerró en una casa de oro, sellando las ventanas con persianas doradas y bloqueando las puertas con pilas de lingotes americanos y bolsas llenas de doblones españoles y estuches de luises de oro franceses y cubos enteros de ducados venecianos. Pero los hijos se acabaron convirtiendo en una especie de pájaros o serpientes con plumas que salieron volando por la chimenea y quedaron libres. En cuanto estuvieron fuera, sin embargo, descubrieron que ya no sabían volar y se desplomaron dolorosamente en la calle, donde quedaron heridos y perplejos en la alcantarilla. Se congregó entonces una multitud que no supo si tenía que venerar o temer a aquellas serpientes-pájaro caídas, hasta que alguien tiró la primera piedra. Después de que el diluvio de piedras matara a aquellos tres metamórficos, el rey, a solas en la casa dorada, vio que todo el oro que tenía en los bolsillos las pilas las bolsas y los cubos empezaba a brillar cada vez más y por fin se incendiaba y se quemaba. La deslealtad de mis hijos me ha matado, dijo mientras llamas se elevaban a su alrededor. Aunque ésta no es la única versión de la historia. En otra versión los hijos no se escapaban, sino que morían junto al rey en el incendio. En una tercera variante, se asesinaban entre sí. En una cuarta, mataban a su padre y se convertían simultáneamente en parricidas y regicidas. Es posible incluso que el rey no fuera del todo malvado, o que tuviera algunas cualidades nobles además de las atroces. En nuestra era de realidades disputadas con ferocidad no resulta fácil averiguar lo que está pasando realmente o lo que ha pasado, cuál es la situación, no digamos ya cuál es la moraleja o el significado de este cuento o de cualquier otro.

PACO, PACO, PACO

Años lentos, Fernando Aramburu, p. 77
El comienzo de la partida
Me viene ahora a la memoria un lunes caluroso de septiembre, por la tarde, en que volviendo del dentista con mi tía nos llegamos a la calle de Hernani a ver pasar a Franco. Mucha gente se apretaba en las aceras, tanta que nos costó encontrar un hueco, y aun mi tía, que era muy discutidora, estuvo porfiando con un señor hasta que este se dignó hacernos sitio de mala gana a su costado.
Algunas personas sostenían pancartas de bienvenida, y a cada trecho podía verse un policía con gorra de plato y cara de pocos amigos, y también en las azoteas. Numerosos vecinos de los alrededores, atendiendo a la solicitud hecha pública de víspera por el alcalde, habían adornado ventanas y balcones con la bandera de España.

A mi tía lo que la molestaba de la visita anual de Franco era que las tiendas de ultramarinos subían los precios de sus productos y en casa había restricciones de agua, decían que porque la necesitaban para lavar los caballos de la escolta del Generalísimo, aunque yo aquel día sólo vi acompañamiento de motoristas.

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