Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

ANDREAS LUBITZ

Homo Lubitz, Eduardo Menéndez Salmón, p. 223
La voz de Cronenberg expresó su convencimiento de que Andreas Lubitz era un síntoma. Y de que él, Cronenberg, había filmado síntomas durante toda su vida de cineasta. Síntomas del calvario y del éxtasis. Síntomas de la enfermedad y de la violencia. Síntomas de las nuevas parusías. La voz de Cronenberg puntualizó que Andreas Lubitz era el síntoma de una enfermedad que se llevaba gestando hacía muchísimo tiempo en el organísmo occidental, largos años de ausencia y deterioro, una época espléndida y a la vez inocua. Ese síntoma, precisó la voz de Cronenberg, era la angustia ante el vacío. Cronenberg dijo que consideraba a Andreas Lubitz un enfermo de nihilismo, pero sin el cariz romántico de los primitivos nihilistas, los jóvenes rusos que se inmolaban en aras de un futuro mejor. No. Andreas Lubitz era un nihilista del narcisismo, un hombre débil y estúpido que quiso jugar a ser dios, cualquier dios, y que al poner en cuarentena los panteones nos hizo percibir la aterradora presencia del vacío. Un vacío tanto más implacable en la medida en que transparentaba un cúmulo de decisiones egoístas: falta de reconocimiento y éxito, deudas de dinero, la puesta en duda de una personalidad. La sala contenía el aliento. Venecia no estaba preparada para la filosofía. No el día 1 de septiembre del año 2026, con aquellas mujeres hermosísimas vistiendo trajes de diez mil dólares, con aquella suave luz enmarcando la Laguna como una joya imperecedera, con aquella procesión de inane esplendor que los actores, las actrices, su fama breve y brutal, la fama de los idiotas y de los muertos, irradiaba en torno suyo como flecos de un cometa que se desintegra. Por eso O'Hara sintió que Cronenberg hablaba sólo para él, que esa conversación había comenzado en una cafetería de Nueva York en marzo del año anterior, cuando en un ejemplar atrasado de Variety la noticia del rodaje de cierta película había llamado su atención. Y que esa conversación, que O'Hara llevaba manteniendo consigo mismo hacía años, ese  diálogo en torno a los accidentes, la atracción de la muerte y el resplandor del vacío se había encarnado en una obra titulada El cielo se desploma, una obra que un público tan hueco como la encarnación del síntoma que lo devoraba se estaba obstinando en repudiar.

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