Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

ABUSOS

Coto vedado, Juan Goytisolo, p. 101
Yo dormía a solas en la biblioteca-despacho, en una cama turca arrinconada entre un mueble y la pared: al acostarme, veía escurrirse a los abuelos a su cuarto y escuchaba sus murmullos y oraciones hasta que apagaban la luz. Una noche, cuando la casa entera estaba a oscuras, recibí una visita. El abuelo, con su largo camisón blanco, se acercó a la cabecera de la cama y se acomodó al borde del lecho. Con una voz que era casi un susurro, dijo que iba a contarme un cuento, pero empezó en seguida a besuquearme y hacerme cosquillas. Y o estaba sorprendido con esta aparición insólita y, sobre todo, del carácter furtivo de la misma. Vamos a jugar, decía el abuelo y, tras apagar la lamparilla con la que a veces leía antes de dormirme, alumbrada por mí al percibir sus pasos, se tendió a mi lado en el catre y deslizó suavemente la mano bajo mi pijama hasta tocarme el sexo. Su contacto me resultaba desagradable, pero el temor y confusión me paralizaban. Sentía al abuelo inclinado en mi regazo, sus dedos primero y luego sus labios, el roce viscoso de su saliva. Cuando al cabo de unos minutos interminables pareció calmarse y se volvió a sentar al borde del lecho, el corazón me latía apresuradamente. ¿Qué significaba todo aquel juego? ¿Por qué, después de toquetearme, había emitido una especie de gemido? Las preguntas quedaron sin respuesta y, mientras el inoportuno visitante volvía de puntillas a la habitación contigua en donde dormía la abuela, permanecí un rato despierto, sumido en un estado de inquieta perplejidad.
El abuelo Ricardo me había pedido que guardara el secreto y, durante el día, nada en su comportamiento permitía adivinar que aquel viejo apacible acomodado con su periódico a la sombra del castaño era el mismo que la víspera, con cosquillas y risitas, se había introducido en mi cama. Por la noche, volvió a cruzar mi habitación en compañía de la abuela. Pero, media hora después -el tiempo de juzgarla dormida y de que se apagaran las luces de la casa- repitió la visita de la víspera. Incapaz de reaccionar a la novedad que me imponía, fingí caer en una especie de coma profundo mientras él me masturbaba con la mano y los labios: había encendido esta vez la perilla de la luz y la idea de ver su figura arrodillada junto a la cama me pareció superior a mis fuerzas. No sé cuántas veces, en las cálidas noches de junio que precedieron al verano y nuestro viaje a Torrentbó, el abuelo reincidió en sus manoseos. ¿Cinco, diez veces? Yo había adoptado la ingenua estrategia del sueño y me evité así el espectáculo de su enojosa y reiterada manipulación.
Semanas después, en un bosquecillo de algarrobos contiguo a los huertos de Torrentbó, revelé lo acaecido a José Agustín. 

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