Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

JUAN GOYTISOLO


Diarios 2, Rafael Chirbes, p. 88

También Juan Goytisolo se mostró efusivo. Nos habíamos cruzado tres o cuatro veces el día anterior, y no nos habíamos dirigido la palabra: después de una desagradable experiencia que tuve con él y que sería largo describir aquí, mantengo la posición de que hay que evitar tener contactos con Goytisolo si uno no quiere acabar atrapado en alguna red de  malentendidos. Ayer me envió un emisario para preguntarme si me parecía bien que hablásemos. Le dije que no tenía ningún inconveniente (pensé: ¿por qué no viene él y tiene que mandarme a alguien?). Hoy se ha acercado: Los incidentes pasan, la amistad queda, me ha dicho. Y ha añadido: Mándame algún libro tuyo. Amigos comunes me dicen que son muy buenos, pero yo no los he leído (pienso: ¿y por qué no te has acercado a una librería y te has comprado alguno? Yo, los tuyos que he leído, los he comprado). Sé que no es verdad, al menos Mimoun me consta que lo leyó y, además de leerlo, comentó a bastantes personas que era una novela muy mala. Cualquier palabra que un español escribe sobre Marruecos, Goytisolo la lee y la comenta, la fiscaliza, es competencia desleal en un mercado cautivo; como Cristo ve a cualquiera que profana un templo suyo y lo castiga. A pesar de eso, me parece miserable por mi parte andar dándole vueltas a esas estupideces de vieja diva, lo veo tan mayor, y, de rebote, me veo tan mayor yo mismo, que le dejo en la recepción del hotel un ejemplar dedicado de Los viejos amigos. Es cierto que me ha producido ternura verlo así de frágil. No me lo había parecido en el primer momento, más bien me dio la impresión de que el tiempo no había pasado por él: tiene la cara prácticamente igual que hace treinta años, y eso te confunde; pero habla con una voz muy débil, está extremadamente delgado y camina con paso vacilante. Ignacio Olmos, el director del Cervantes de aquí, de Berlín, me ha dicho que está muy mal. Viaja con una mujer que le sirve de enfermera y a la que ayer la escuché hablarle de no sé qué pastillas que le habían parecido muy baratas, y también se refirió a una mantita. No pude apartar la imagen: el azote de España acurrucado y envuelto en una mantita. Qué cabrona es la vida.


El Retablo de lsenheim


Diarios 2, Rafael Chirbes, p. 294

El Retablo de lsenheim. El Cristo crucificado, descomunal y deforme, parece haber sufrido algún tipo de mutación regresiva que pusiera en relación el reino de los hombres con el de los saurios: los pies, hendidos y tumefactos. Costaría reconocer que son pies si se vieran aislados del resto de la figura; las palmas de las manos clavadas al leño, de las que surgen unos dedos que parecen más bien patas de ave; el convulso movimiento de los cuerpos de las mujeres (también los dedos de la Magdalena se levantan y tuercen como garras). Pero, sobre todo, la piel. Repugna a la vista la piel del Cristo agonizante (en la tabla inferior, ya un cadáver), tumefacta, cubierta de llagas que parecen más fruto de una enfermedad que de los tormentos que le hayan infligido los sayones. Llagas y bubas atroces también en el individuo que -en otra de las tablas- contempla cómo los repugnantes diablos arrastran a San Antonio.

La representación del dolor en los personajes que velan al pie de la cruz muestra tal violencia que solo consigo asociarla con un grupo escultórico en terracota que vi en Bolonia, en Santa Maria della Vita, y que representa a las santas mujeres exhibiendo un dolor que conecta más con lo prehumano, con lo animal, que con cualquier concepto cristiano: dolor que no admite consuelo y suspende la razón. Sombrío, inconsolable e inexpresable: aullido. Pasaron casi quinientos años hasta que Munch pintó El grito. Pero he empezado diciendo que todo en el retablo resulta monstruoso: es monstruosa la colección de demonios, que, sin embargo, nos resulta próxima, contemporánea, como sacada de alguna de las pesadillas de nuestro tiempo, de un cómic; o como si Dalí y Max Ernst hubieran decidido vender alguna de sus pesadillas haciéndola pasar por un retablo del siglo XV. La propia imagen del Cristo transfigurado parece de un tiempo que no es el suyo. Más que un trabajo renacentista es el cuadro pintado por un hippie de los sesenta del siglo XX iluminado por una dosis de LSD: el color sutil, de una blancura casi transparente, del cuerpo del Cristo, la luz fosforescente del aura, todo me hace pensar en alguno de los pósters psicodélicos que estuvieron de moda en mi juventud, y también me parece sorprendentemente contemporánea la composición de los guerreros que yacen a sus pies. Por cierto, que el que yace tendido boca abajo y vestido con una armadura es, sin duda, una de las más bellas imágenes de la historia del arte.


ESPECULACION


Diarios 2, Rafael Chirbes, p. 285

Manda una burguesía salvaje, voraz e impaciente, que ha renunciado a imponer cualquier modelo que se defina por elevación. Especuladores que llegan de fuera con la idea de llevarse cuanto antes su ración de tarta; y una burguesía local (y lodal) que aún no se ha librado del poso de explotador rústico, despiadado, que trata a la tierra como esclavo a su servicio, la España de Lorca y Benavente mal enterrada, que ahora viaja a bordo de fulgurantes todoterrenos: codiciosos hijos de campesinos reconvertidos en tres o cuatro decenios, incapaces de devolverle nada a la tierra que aún embarra sus pies. Su altura estética la encuentran en los programas televisivos, en la prensa rosa, en los gritos en el bar o en el campo de fútbol, el estruendo de las tracas y la música empalagosa de los puticlubs de carretera es el que empasta su espíritu. Hablan de grandes vinos, de comidas en restaurantes de alta cocina, y se lo echan todo al gañote. Proceden también ellos de un sombrío mundo precristiano, de un universo de dioses terrenales a los que el futuro les parece tan improbable como el más allá. Ni siquiera han capturado de la bolsa del cristianismo conceptos como los de la caridad, la compasión o -hasta si me apuras- la mentira piadosa. Un laicismo despiadado que no cree en Dios, ni en Marx, y se caga en la historia y en el porvenir (yo ya no lo veré, no me lo comeré ni me lo follaré, ese futuro del que me hablas): saben que, tras la carrera precipitada, llega el silencio por el que pasean tristes las sombras. Se ríen -con razón- de ese «post tenebras spero lucem», que sirve de lema a Cervantes en su Quijote.


INCIPIT 1.332. DIARIOS 2 / RAFAEL CHIRBES


2005

5 de marzo de 2005

¿En qué se me ha ido febrero? Unos cuantos ratos ante el· ordenador con la mente en blanco, todo lo más anotando unas pocas frases que pienso que pueden servir a la novela que debería llegar. Ni siquiera me he asomado a este cuaderno. Bueno, al menos he conseguido entregarles a los de Sobremesa un artículo largo sobre los aceites de Castellón que, por cierto, son magníficos. ¡Ah!, y las columnitas que, desde hace tres o cuatro meses, les escribo a los de la revista Descubrir. Algo es algo.

8 de marzo 2005. Madrid

Tras muchas vacilaciones acerca de si, cuando en abril vaya a Nueva York, tengo que leer un texto que escribí hace ya algún tiempo o si tengo que limitarme a leer un capítulo de la última novela, me doy cuenta de que, una vez más, lo que tengo que hacer es preguntarme a mí mismo en voz alta qué voy a hacer allí, qué demonios es esto de ser europeo (el Pen Club de Nueva York, que es el que nos invita, quiere que hablemos de eso, de la europeidad), qué es ser escritor, o individuo en la nueva Europa. Seguramente, sin citas interpuestas o con las citas que me lleguen a las manos.


BONO


Diarios 2, Rafael Chirbes 140

Bono exhibe el gesto de quien ha llegado muy arriba, la autosatisfacción de mirar por encima del hombro -y como quien ni siquiera se ocupa de mirar- a los de su pueblo. ¿Veis a quién votáis?, ¿veis qué arriba he llegado?, ¿qué alto está vuestro paisano? !barra, a quien vi por la tele anoche, se sostiene sobre ese mismo esqueleto psicológico, el gallo que se ha hecho con el dominio del corral a fuerza de pico y espolón. Esos dos hablan así, engallados, ponen las palabras de puntillas, las hacen encocorarse y sacar pecho: como el gallo, al tiempo que cacarean se pavonean y estiran el cuello y echan la cabeza hacia atrás, amenazando a quien les discuta el dominio que han conseguido a fuerza de culebrear y babear al servicio de quien podía más que ellos. Javier Ortiz me ha contado los tiempos en los que Bono era un tímido monaguillo que le llevaba la cartera y ayudaba servilmente a Raúl Morodo; otros me han contado los años en que Ibarra lavaba con lejía para decolorar su camisa azul de falangista a la espera de conseguir un puesto en el PSOE. No son personas, son más bien figuras del arte, polichinelas, grabados de Daumier, de Goya, de Otto Dix. Cuando hablan, les dicen a sus  paisanos: tú eliges, yo soy el que puede subirte arriba o hundirte. Y, al permitirles esa elección, están convencidos de que los hacen libres. Es el lenguaje de los padrinos sicilianos, el momento en que los rasgos de la caricatura se ensombrecen, se vuelven amenazadores, pinturas de la Quinta del Sordo, macabro guiñol del pim, pam, pum nacional.


INCIPIT 1.331. EL PASAJERO-STELLA MARIS / CORMAC McCARTHY


Por la noche habla nevado un poco y sus cabellos tiesos eran como de oro y cristalinos y sus ojos más helados que fríos y duros como piedras. Una bota amarilla se le había caído y yacía en la nieve a sus pies. La forma de su abrigo descansaba espolvoreada en la nieve allí donde ella lo había dejado y solo llevaba puesto un vestido blanco y pendía entre los desnudos postes grises de los árboles invernales con la cabeza gacha y las manos ligeramente vueltas hacia fuera como las de ciertas estatuas ecuménicas cuya postura reclama que su historia sea tenida en cuenta. Que se tome en consideración que el mundo en su ser más profundo está cimentado en la aflicción de sus criaturas. El cazador se puso de rodillas e hincó el rifle en la nieve con el cañón hacia arriba y se quitó los guantes y los dejó caer y juntó las manos una sobre otra. Pensó en rezar, pero no conocía ninguna oración para semejante cosa. Agachó la cabeza. Torre de marfil, dijo. Casa de oro. Largo rato estuvo allí de rodillas. Al abrir los ojos el cazador vio una cosa menuda semienterrada en la nieve y se inclinó y apartó la nieve con los dedos y era una cadena de oro con una llave metálica y un anillo de oro blanco. Se lo guardó todo en el bolsillo del chaquetón. Había oído el viento por la noche. El quehacer del viento. Un cubo de la basura chocando ruidoso contra los ladrillos que había detrás de su casa. La nieve cayendo en la oscuridad del bosque. Levantó la vista hacia aquellos fríos ojos esmaltados que despedían destellos azules en la tenue luz invernal. Se había ceñido el vestido con un fajín rojo para que pudieran encontrarla. Una pincelada de color en la escrupulosa desolación. Hoy, que era Navidad. Esta fría y apenas mentada Navidad.

IFIGENIA


Las mil naves, Natalie Hayes, p. 145
De pronto vio destellar el cuchillo de su padre al sol de la mañana y lo comprendió todo, como si un dios hubiera dejado caer las palabras en su cabeza. La traicionera quietud del aire era un designio divino. Artemisa se había ofendido por algo que había hecho su padre, y ahora exigía un sacrificio o no permitiría que las naves zarparan. De modo que no habría matrimonio ni marido para Ifigenia. Ni en ese momento ni nunca. Ella mantuvo la cabeza totalmente clara mientras se le nublaban los sentidos. Oyó el grito de rabia que dejó escapar su madre, aunque de forma muy vaga, como si reverberara en las paredes de una cueva. Los hombres se detuvieron al pie del altar y ella subió los tres escalones desvencijados hacia su padre. No lo reconoció.
Se arrodilló en silencio ante él. Le caían las lágrimas sobre la barba, pero tenía el cuchillo en las manos. Detrás estaba su tío, cuyo cabello pelirrojo brillaba al sol de la mañana. Se fijó en que le tendía una mano a su padre; infundiéndole fuerzas para el acto terrible que estaba a punto de cometer. Ifigenia miró el mar de armaduras de cuero y se preguntó cuál de ellos era Aquiles. A la derecha podía ver a su madre, con la boca abierta en un grito salvaje, pero le zumbaban los oídos y no pudo oír las palabras. Vio que la sujetaban cinco hombres y que uno de ellos le hacía una llave en el cuello. Pero su madre no cayó inerte en los brazos de los hombres; continuó gritando y agitándose aun cuando ya no le quedaba aire en los pulmones.
Muchos de los hombres de las primeras filas apartaron la mirada cuando el cuchillo descendió. E incluso los que no palidecieron apenas pronunciaron una palabra después de lo que vieron. Un soldado aseguró que, en el momento crucial, la joven había desaparecido misteriosamente y había sido reemplazada por un ciervo. Pero ninguno de ellos le hizo caso, ni los que aún no habían combatido en muchas batallas ni los que tenían hijas y habían combatido en demasiadas, porque hasta los que habían mirado para otro lado mientras el cuchillo caía, o habían cerrado los ojos para no ver brotar la sangre del cuello, hasta ellos habían visto el cuerpo blanco y sin vida que yacía a los pies de su propio padre. Y entonces sintieron que los envolvía una suave brisa.

AFRODITA


La mil naves, Natalie Haynes, p. 156
Afrodita, por otro lado, veía cada boda como una pequeña derrota. Tenía en gran consideración el amor, pero no el conyugal. ¿Qué clase de amor era ése? ¿Compañerismo? ¿El  paso previo a tener hijos? Hacía todo lo posible por no resoplar. ¿Qué era el compañerismo al lado de una pasión que lo consumía todo? ¿Quién no cambiaría un marido por un amante que la excitara en lugar de reconfortarla? ¿Quién no querría que su hijo se escabullera de una habitación sin ser visto si eso significaba que su amante podía colarse por otra puerta? Costaba creer que alguien eligiera el amor conyugal por encima de esa clase de deseo indestructible que Afrodita creía que le pertenecía. La gente siempre decía que apreciaba a sus cónyuges, a su prole -ella misma tenía un hijo que le gustaba-, pero Afrodita sabía la verdad. Cuando en la madrugada hombres y mujeres susurraban sus plegarias secretas, se las dirigían a ella. No pedían salud ni una larga vida, como hacían durante las horas del día. Suplicaban para que la fuerza cegadora y ensordecedora de la lujuria se apoderara de ellos y fuera correspondida. Todo lo demás -riqueza, poder, posición- sólo eran accesorios, colocados alrededor de lo que realmente querían, para obstruirlo o disfrazarlo. Y eso no tenía nada que ver con el matrimonio. Podía verse en el rostro de ese pobre tonto vuelto hacia su futura esposa, intentando por todos los medios que se encontraran sus miradas sin conseguirlo. Él sabía lo que era sentir ese deseo, y sabía que el matrimonio no haría nada para calmarlo. Se llevaría a Tetis al lecho, pero su desdén corrompería cualquier placer que podría haber alcanzado con ella. Una ninfa podía amar a un mortal -Afrodita repasó mentalmente la breve lista de ninfas que lo habían hecho: Mérope, Callirhoé, Enone ... -, pero no Tetis, quien no mostraba más que desprecio hacia ese griego.

AQUILES


Las mil naves, Natalie Haynes, p. 121

Aun así, Tetis sabía que una vez que mataran a Héctor, e incorporaran el nombre de Pentesilea a la larga lista de héroes a quien Aquiles había abatido, su hijo no tardaría en cruzar el río Estigia. Y cuando su hijo murió asesinado por Apolo (tal vez engañara a algunos al disfrazarse del adúltero París, pero no a Tetis), ella lloró pese a que siempre había sabido que llegaría ese día. Su cuerpo era tan hermoso que no podía creer que estuviera muerto por una pequeña herida. Una flecha envenenada era todo lo que había necesitado el Arquero para matar a su amado hijo. Y ahora Aquiles vivía en la Isla de los Benditos, y Tetis sabía que se arrepentía de haber tomado la decisión equivocada. Un día Odiseo lo encontraría en el Inframundo y le preguntaría cómo era la muerte, y Aquiles respondería que prefería ser un campesino vivo a un héroe muerto. Que su hijo dijera eso la llenaba de ira y vergüenza. Estaba claro que él era mortal si valoraba su preciosa vida por encima de todo. ¿Cómo podía ser tan estúpido e ingrato cuando ella le había dado tanto? A veces pensaba que no podía conocer a fondo la mente de su hijo porque ella nunca moriría, pero eso sólo la llevaba a despreciarlo más: la sangre de su padre le corría por las venas más de lo que ella había creído. Y entonces lloraba, pero sus lágrimas no sabían a nada.


ESQUIZOFRENIA


Expreso al Paraíso, Mark Vonnegut, p. 366

Hay un problema más grave con la mayoría de las teorías y las terapias psicológicas, y es que, habitualmente, implican que hay que culpar a alguien. Según sus modelos, tus padres o tus amigos o tú misma o algún otro ha metido la pata. El hecho cierto es que no hay culpables. Tú no has hecho nada horriblemente malo y tampoco lo han hecho ni tus padres ni nadie. Todo el mundo va dando tumbos por la vida y todo el mundo comete errores. Pero los errores no son la razón de que tú tengas problemas mentales. Anita, yo estaría a favor de hacer que alguien se sintiera fatal y culpable, incluso equivocadamente, si hubiera la más mínima prueba de que eso ayudaría a los esquizofrénicos, pero no es así. Lo más frecuente es que la esquizofrenia simplemente aterroriza y enloquece a aquellos que más desean ayudarte.

Si la psicoterapia no te ayuda, tienes más posibilidades de entrar a formar parte de los pacientes «resistentes a la terapia». Como si las cosas no fueran ya lo suficientemente duras, ahora se te acusará de estar fomentándolas consciente o inconscientemente.

Si, por otra parte, te recuperas con la psicoterapia,

puedes acabar creyendo que la sinceridad y otras formas de virtud estaban en la raíz de tu problema, y que si tú y los que te rodean no son siempre sabios y puros, volverás a volverte majara otra vez. La verdad y la belleza son cosas maravillosas, pero quiero asegurarte que, una vez recuperado, un esquizofrénico puede mentir, engañar y ser tanto o más perverso con consecuencias no más graves que las que afrontaría cualquier otra persona.


INCIPIT 1.330. VIAJE A PIE / JOSEP PLA


INVITACIÓN AL VIAJE
A esos muchachos tan simpáticos que encontrándose en el umbral de la puerta de la vida se sienten poseídos del noble impulso de la ambición personal y-yo supongo-- del archinoble impulso de la ambición de servir, y preguntan: «¿Qué hemos de hacer? ¿Podría usted tener la amabilidad de darnos una orientación y decirnos lo que podríamos hacer?», yo les aconsejaría un viaje a pie.
Ante todo, un corto viaje a pie por una de nuestras comarcas, por ejemplo, a través de mi país, del Bajo Ampurdán, a base de un itinerario que comprendiera un número de poblaciones muy pequeñas -un número de poblaciones payesas que no pasaran de quinientos habitantes-. Les propondría que pasaran de una a otra población, no por los caminos reales y las carreteras del orden que fueren, sino a través de los caminos vecinales, los atajos y las veredas. Ello les permitiría detenerse en las masías, en las casas de labor; ver el maravilloso paisaje que cada año construyen nuestros payeses. Desde el punto de vista de nuestra estructuración social, nuestras masías son importantísimas: de ellas ha salido, sale y continuará saliendo la mejor sangre del país, su fuerza humana básica, perennemente activa, positiva y ascendente.
Su viaje debería tener un objeto: informarse, enterarse de lo que es el país, de cómo vive en él la gente, empaparse de la manera de ser básica, inalienable, insoluble, del material humano. 

AJEDREZ


Expreso al Paraíso, Mark Vonnegut, p. 470

Entre los aficionados, la mayoría de las partidas rápidas se pierden por errores estúpidos. Esas partidas dejan de tener gracia muy pronto: ningún jugador aprende nada. Yo soy capaz de jugar bastante bien esas partidas, pero me cuesta mucho disfrutarlas. Gano a jugadores con los que debería perder y pierdo con jugadores a los que debería ganar. De cualquier manera, me dejan muy mal sabor de boca.

Los forofos de las partidas rápidas sostienen, con igual fervor, que la posibilidad de rectificar un movimiento arruina el juego. Es muy mal entrenamiento para un torneo y favorece la holgazanería. A Jo mejor tienen razón. A lo mejor deberíamos afrontar las consecuencias de nuestros errores. La vida es así de dura y todo eso.

La vida se parece mucho más a una de esas partidas rápidas inclementes que a una partida amistosa de ajedrez, pero tal vez sea así porque hay muchos putos jugadores de partidas rápidas por ahí.

Lo que sí espero que sea cierto es que, de hacer las cosas bien, podamos y sepamos rectificar con la frecuencia debida. Si todos nos esforzamos y dejamos que cualquiera corrija sus errores, es decir, si está en nuestra mano dejar que puedan corregir sus equivocaciones en vez de saltar de alegría ante sus fallos, podríamos conseguir que la vida fuera mucho más agradable. Podríamos incluso ser capaces de encontrar una manera de corregir los errores en el tiempo y reparar lo que ahora nos parecen errores irrevocables. Para empezar, dejar que los amigos se retracten de sus movimientos en el ajedrez sería una manera tan buena como cualquier otra de emprender este camino.


LA LOCURA


Expreso al Paraíso, Mark Vonnegut, p. 105
Dicho lo cual, había algunas cosas para las que no podíamos apañar aún una explicación solvente ni para las que parecía haber solución aparente. Un tropezón, una nube extraña, la cantidad de serpientes que veíamos en un día; pero todas y cada una de estas vivencias parecían formar parte de un todo e inferíamos que tenían un sentido cuyo arcano significado llegaríamos a comprender algún día, en un futuro no muy lejano, si prestábamos la debida atención. Nada carecía de sentido: todo estaba conectado. Sería empresa fácil despreciar todo lo que refería arriba como una chaladura de gente flipada, un acceso de histeria colectiva o una enternecedora locura jipi. En lo que a mí concierne, sigo estando convencido de que andábamos inmersos en una movida muy necesaria.
Tal vez, el simple hecho de estar abierto a la idea de que todo está conectado y relacionado, nos permitía observar cuanto sucedía a nuestro alrededor con más claridad. Ahora, en mi vida actual, siento escalofríos cada vez que descubro ese tipo de relaciones íntimas entre todas las cosas. Y, de pronto, caí en la cuenta de que necesitaba más. Algo estaba ocurriendo, pero no sabía lo que era, ¿no es cierto, Mr Jones?22
22. Es una referencia a la canción de Bob Dylan, «Rallad of a Thin Man» (1965), en la que se dice: «Algo está ocurriendo aquí, pero no sabes qué es, ¿no, Mr Janes?» («Something is happening here/ But you don't know what it is/ Do you, Mr. Janes?»). (N. del T.)

FELIPE GONZALEZ


Un tal González, Sergio del Molino, p. 370

Históricamente, los gobiernos de Londres, Bonn, Roma o París no han mostrado piedad con los terroristas ni remilgos con los derechos y garantías constitucionales. Ni esa operación ni ninguna de las suspensiones de derechos fundamentales decretadas en Irlanda del Norte ensombrecieron la memoria de Margaret Thatcher, cuyas polémicas tienen que ver con otras cuestiones, sobre todo económicas. No hay un episodio parecido en la historia del terrorismo español en democracia. Nunca un comando militar se ha plantado en mitad de Rentería y se ha puesto a disparar por la espalda a miembros de ETA desarmados. Tampoco hubo en España nada parecido a la OAS (Organisation de l'Armée Secrete) francesa, infestada de militares corruptos, ni se aplicó la dureza que la República Federal de Alemania empleó contra la Fracción del Ejército Rojo, ni hubo una organización de terrorismo fascista directamente conectada con el partido del gobierno y la mafia, como el Ordine Nuovo italiano. Y, sin embargo, sólo en España se ha dado un debate tan largo sobre la guerra sucia y las cloacas, y sólo en España los jueces se han cobrado piezas de caza mayor, como ministros.

A eso se refería Felipe cuando hablaba de la autocontención de las fuerzas de seguridad españolas con ETA: de una forma casi inefable -porque es imposible decir algo así sin que suene a berrinche exculpatorio--, sienten que la historia ha sido muy cruel con ellos y que esto se debe al sindicato del crimen, a la vanidad de un director de periódico y al rencor de un juez vengativo. Por eso le dijo a Millás que pudo haber volado la cúpula de ETA y que a veces se arrepentía de no haberlo hecho, porque estaba convencido de que Mitterrand o Thatcher la habrían volado y, al día siguiente, se habrían enfrentado a las críticas diciendo: qué queríais, eran terroristas. Es decir: si hubiera sabido que la pringue del GAL le iba a acompañar de por vida, al menos, que fuera con razón, a lo grande, no por las chapuzas de cuatro coroneles que no sabían ni secuestrar a los objetivos correctos. Con esto sólo intento entender los sentimientos y los laberintos mentales en que se han encerrado algunos socialistas viejos para eludir la verdad y, quizá, tranquilizar su conciencia. No creo que sea el caso de Felipe, que, hasta donde la deja ver, parece que tiene la conciencia como una patena, pero sí es víctima de su propia negación, del recuerdo de aquel último acto teatral de su historia en el gobierno que impide a tantos valorarle como la grandísima figura histórica que en verdad es y a la que ningún español debería regatear el agradecimiento.


Juan Carlos García Goena


Un tal González, Sergio del Molino, p. 347

Entre los más de ocho millones de espectadores que vieron la entrevista en directo estaba Laura Martín, la viuda de la última víctima del GAL, Juan Carlos García Goena, el electricista al que dos pistoleros confundieron con un etarra y mataron con una bomba en 1987. No era una víctima oficial, porque la guerra sucia terminó en 1986 y no se reconocían crímenes posteriores, pero Laura se había empeñado en que toda España recordase a su marido. Aquella noche quedó convencida de que el GAL no era un asunto de policías y guardias, ni siquiera de funcionarios del ministerio, sino del propio gobierno. Esperaba que Felipe asumiera alguna responsabilidad. No penal, pues tampoco estaba claro que pudiera tenerla, pero sí política. Esperaba que reconociese que algo se hizo muy mal en aquellos años y que él debería haberlo sabido y parado, y que no saberlo también era grave. Le hubiera bastado con una declaración así, una disculpa y un compromiso para ayudar a resolver el caso abierto de su marido. Que no le dieran con la puerta en la cara cada vez que reclamaba información, que le contestasen las canas, que reconociesen su dolor y reparasen el crimen, como se hacía con cualquier otra víctima.

Aquella noche, mientras sus hijas pequeñas dormían, se propuso llegar hasta el final. Quizá todo era un juego político. Por supuesto que Amedo y Domínguez se guiaban por su propio interés y estaba claro que un director de periódico y un juez los usaban en sus estrategias y venganzas. Cualquier persona informada más allá del ruido de la muy recurrente crispación lo sabía. Pero eso no borraba las huellas de los crímenes ni llenaba los huecos que dejaban los muertos en las camas. Detrás del resentimiento vengativo de tantos contra un gobierno que querían desalojar para ocuparlo ellos había un dolor real al que no se estaba haciendo caso. Hasta entonces sólo había pedido justicia para su marido, que descubrieran a los asesinos, los juzgasen y los condenasen. Ya no le bastaba con eso.


INCIPIT 1.329. MIRA A ESA CHICA / CRISTINA ARAUJO


Agosto de 2016

Estás sentada en el banco, el bolso apretado contra las costillas con las dos manos, las pupilas desenfocadas, como si te hubiesen intentado robar. Pero no te han robado. Hace frío, lo notas sobre todo en los pies, y si estuvieras en condiciones de pensar, pensarías, por ejemplo, que cuántas horas quedan para el amanecer. Pero no piensas, y lo único que sientes es. Nada. Que te escuece el raspón en la parte blanda de la rodilla. Ha tomado un color rosa húmedo, y duele horrores cada vez que el pellejo pivota y pela un poco más de carne. No tenías ninguna herida cuando has salido de casa. Seguramente te has arañado con esa mezcla de arenilla y porquería que había en el suelo.

Al final de la calle, una farola emite un zumbido discreto de electrodoméstico. Te sorbes los mocos. Llevas como veinte minutos con la mirada perdida en una mancha de la sandalia. A ratos cambia de forma, le crecen lóbulos, o se agranda. Pero no, en realidad no se mueve, es solo una ilusión óptica, y en cuanto pestañeas reajusta de nuevo sus dimensiones originales. Esa mancha, no la recuerdas tampoco.


GAL


Un tal González, Sergio del Molino, p. 340

Antes de que Margarita Robles asumiera su cargo, Garzón hizo un último intento de figurar y se presentó en el despacho de Belloch, haciendo corazón de cada una de sus tripas. Le dio la enhorabuena sin efusiones y empezó a contarle, al estilo González, con subordinadas y sin pausas, su proyecto de reforma del ministerio. Belloch lo interrumpió en cuanto encontró un resquicio:

-Mira, Baltasar, no sigas, lo siento, no voy a contar contigo. Te dejo lo de la droga, si quieres, pero nada más. Garzón no dio un portazo, pero salió del ministerio dando zancadas, rojo, humilladísimo. En su despacho de la droga pidió línea con la Moncloa, pero no se la dieron. El presidente no se podría poner en todo el día, lo sentían mucho. A la tercera llamada, gritó al teléfono:

-Habéis valorado muy mal mi peso político. Ojalá no tengáis que arrepentiros.

Dimitió a los pocos días, aunque sólo después de que Belloch dijera en público que aceptaría encantado su renuncia.

-Este Baltasar -dijo el biministro cuando recibió la noticia de su dimisión, en medio de un almuerzo con su equipo del ministerio- no pilla una indirecta.

Al día siguiente, Garzón se reincorporó a la Audiencia Nacional. Saludó a los conserjes, a los administrativos, a los secretarios y a los ujieres. Se sentó en su despacho y llamó a un ordenanza:

-Por favor, que me traigan todo el sumario del GAL, y avisa a mi equipo para que nadie haga planes para la cena. Vamos a pasar mucho rato leyendo.


BALTASAR GARZON


Un tal González, Sergio del Molino, p. 335

Aquel 27 de septiembre de 1994, si no de fiesta, era un día de conclusión. Se cerraba el juicio por la operación Nécora que empezó en junio de 1990, la intervención más audaz y espectacular contra el poder del narcotráfico gallego. Una columna de guardias civiles viajó desde Madrid al mando del juez instructor, Baltasar Garzón. Los guardias gallegos no sabían nada porque muchos estaban comprados por los clanes. Detuvieron a los traficantes de noche, en sus casas, mientras cenaban con sus familias o disfrutaban de la velada sin la menor sospecha. Los metieron en furgones y los llevaron a Madrid.

¿Qué había pasado? Las madres se pasaban las informaciones de la sentencia, que acababa de anunciarse en el tribunal, y no se las creían. Las penas más duras eran para los donnadies, para los descargadores, camellos y gente de poca monta. Quince narcos quedaban absueltos. Absueltos. ¿Cómo era posible? A Oubiña, a Portabales y a Paz Carballo les habían impuesto penas ridículas, la mitad de las cuales ya las habían cumplido en régimen preventivo, Y el jefe de los Charlines, uno de los mayores narcotraficantes de la historia de España, acusado de meter en Europa decenas de miles de kilos de cocaína, salía absuelto. ¿ Y la montaña de pruebas contra ellos? ¿ Y los cuatro años de instrucción del caso? ¿Para qué habían servido? Pronto se supo la razón: el juez Baltasar Garzón había cometido tantos fallos que invalidó muchísimas pruebas de cargo. A los abogados de los narcos no les costó mucho trabajo impugnarlas, aduciendo errores de procedimiento. Los más desgraciados de la organización, que tenían peores abogados, cargaron con la mayoría de las condenas. En su despacho del ministerio del Interior, el biministro Juan Alberto Belloch no sabía si reír o llorar. Por una parte, le indignaba casi tanto como a las madres gallegas que unos narcos durmieran esa noche en sus casas de Vilagarcía de Aro usa o Cambados después de beberse todo el albariño de la comarca para celebrarlo. Pero, por otro lado, le encantaba que Garzón mordiese el polvo. Se le habrá derretido la gomina de la rabia, pensaba. Todo lo que fastidiase a Garzón alegraba al gobierno.


PERIODISMO


Un tal González, Sergio del Molino, p.328

Eran buenos tiempos para la prensa. Nunca se habían vendido tantos periódicos ni se había hecho tanto dinero. Tradicionalmente, el periodismo en España había sido un oficio de señoritos, porque muy pocos se hacían ricos con él, y sólo los niños de cuna meneá podían ejercerlo, sin cobrar o cobrando miserias, porque la manutención corría a cargo de la familia. Aunque Larra había cobrado más que la mayoría de las estrellas de la tele del siglo XX, su caso era muy excepcional. Hasta la transición democrática, los redactores eran profesionales esforzados y tirando a humildes, golfos que se gastaban la paga en los bares, dormían de día y  daban sablazos a la hora de cenar. A partir de la década de 1980, esto cambió. Los sueldos mejoraron bastante y las posibilidades profesionales se multiplicaron en un paisaje de nuevos medios y viejos periódicos reformados que ingresaban mucho dinero y tenían accionistas poderosos y generosos. Nunca se había trabajado con tantos recursos y tanta libertad. En la década de 1990, con la apertura de las televisiones privadas, las guerras por la audiencia de las radios y la fundación de periódicos como El Mundo, la profesión entró en una orgía. Presentadores de Televisión Española que habían ganado un sueldo decente se hicieron millonarios, a algunos columnistas los fichaban como si fueran jugadores de fútbol y los locutores de radio de la mañana iban a la emisora con chófer. La puesta de largo de la AEPI fue en Marbella, la meca del lujo y de la beautifal people, porque Antonio Herrero, locutor estrella de la Cope, tenía casas allí y pasaba parte del año entre los ricos de Europa.

Esto sucedía en Madrid. En Barcelona y en el resto de España el oficio seguía siendo paciente y artesano, pero Madrid era más que una fiesta. Un martes cualquiera, a las tantas de la madrugada, una cuadrilla de periodistas ricos desafinaba en torno al piano del Toni 2 de la calle Almirante. Entre canción y canción de Manuel Alejandro, se jactaban de las reputaciones que habían quemado en la pira de sus columnas. Tenía razón Cebrián en su artículo cuando decía: «Las columnas de los diarios se utilizan en ocasiones como puñales que asesinan famas, conciencias, carreras y vidas privadas sin otra justificación, a veces, que la propia emulación personal del periodista, sus rencores o venganzas, aunque la historia no encierre ejemplaridad social, no tenga consecuencias para la comunidad y no resulte esclarecedora de nada que no sea las propias ínfulas del informador».


INCIPIT 1.328. BABYSITTER / JC OATES


Ella se pregunta por qué

Porque él la tocó. Solo la muñeca.

Un roce con los dedos. Una mirada de soslayo.

Porque le preguntó: «¿Tú de quién eres?». Queriendo decir: «¿De quién eres esposa?».

Porque era un tiempo y un lugar en el que ser mujer -(al menos, una mujer con su aspecto)- implicaba ser esposa de algún hombre.


PERIODISTAS


Un tal Gozález, Sergio del Molino, p. 326

Abundaban también los resentidos por motivos personales, gente con sentimientos de agravio e historiales de peleas con el PSOE o con el Grupo Prisa y El País, sin que tales resentimientos nublasen su mirada, aunque la hacían más afilada y agresiva contra el poder. Martín Prieto, por ejemplo, conocido como MP, el autor de la crónica de Felipe en la casa de Julio Feo mientras esperaba el resultado de 1982, había sido subdirector de El País, un cronista afín al PSOE (Alfonso Guerra le presentó un libro en 1982) y una persona de confianza en el equipo de Cebrián, pero, cuando dejó de serlo, se convirtió en una voz destacada de la prensa conservadora. José Luis Balbín nunca perdonó su cese como director de informativos de Radiotelevisión Española en el primer gobierno socialista ni la desaparición de su programa La clave. Manuel Martín Ferrand odiaba a Polanco desde que Prisa compró en 1992 la cadena que dirigía, Antena 3 Radio, y lo desalojó de  su despacho de la tele privada. Pedro J.Ramírez culpaba directamente a Felipe González de su despido de Diario 16. Decía que el presidente había presionado a su amigo De Salas para deshacerse de él y conseguir que dejara de escribir sobre el GAL. José María García había sufrido también la desaparición de Antena 3 Radio tras su compra por Prisa y sentía un intenso rencor contra Polanco, por quitarle un micrófono con  el que hacía audiencias millonarias (que siguió haciendo en la competencia, la Cope). Pablo Sebastián, uno de los socios más activos de la AEPI, había sido periodista de El País de primera hora y presentador del telediario de Televisión Española bajo el mandato de Calviño a mediados de la década de 1980, con quien tuvo pleitos graves. Umbral, en fin, había salido de El País, según él, porque Pedro J. le hizo una oferta de muchísimo dinero, lo cual era verdad, pero se la hizo porque lo habían echado del periódico de Prisa por molestar reiteradamente en sus columnas a un personaje -que no era Felipe, ni tan siquiera político, ni tan siquiera español- que tenía poder para despedirlo.


HIPERCOR


Un tal González, Sergio del Molino, p. 246

La versión oficial de ETA culpó al gobierno. Las tres llamadas de Domingo Troitiño demostraban, según los voceros que no se cansaron de airearlo en la prensa abertzale, que no había ninguna intención de hacer daño, que avisaron con tiempo para evacuar el centro y que fue el Estado, sabedor de que había una bomba, el que permitió la matanza para culpar a ETA y fomentar el odio de España contra la causa vasca. Insistieron tanto que afloró una pequeña teoría de la conspiración. Algunos periodistas de verdad, que no trabajaban en el periódico de ETA, se preguntaron por qué nadie ordenó evacuar el sitio nada más recibir la primera amenaza.

La investigación sobre el atentado descartó la mala fe, pero reveló una torpeza preocupante. No se evacuó Hipercor porque no había protocolos para ello. Las policías y los servicios de emergencia no estaban en contacto y no había canales eficaces para actuar con rapidez. No se sabía a quién avisar ni qué número de teléfono había que marcar ni quién tenía capacidad para ordenar qué. Aunque se tomaron en serio la amenaza, la policía estaba entrenada para responder contra ataques a comisarías y cuarteles. ETA nunca había puesto una bomba en un supermercado, no era su modus operandi, y tampoco era normal que actuase en Barcelona. El tiempo que les costó reaccionar a todas esas sorpresas fue el que le faltaba al temporizador del coche para detonar la carga. A partir de entonces, todas las policías, incluso los números del puesto más remoto de la guardia civil, fueron entrenadas para responder con inmediatez a este tipo de llamadas. Los recepcionistas de todos los medios de comunicación recibieron cursos para saber qué hacer cuando sonaba el teléfono y una voz hablaba en nombre de ETA. Se grababan las llamadas y se instalaron líneas directas de aviso a la policía hasta en el periódico más insignificante de España. Los terroristas no volvieron a coger a nadie por sorpresa, pero aquel 19 de junio la perplejidad de un país quedaba bien representada en la actitud del guardia urbano que levantó el teléfono y pidió, mientras se le caían los bolígrafos del cubilete, que le confirmasen por favor si la bomba estallaría a las tres y media o a las cuatro menos veinte.


OTAN DE ENTRADA


Un tal González, Sergio del Molino, p. 222

No se recordaba un duelo tan intenso entre los intelectuales, esas figuras que parecían extintas después de 1982. Unos, enterrados en la bodeguilla; otros, anestesiados por el confort de una industria editorial que de pronto vendía millones de ejemplares y proporcionaba novelas apolíticas y modernas a una clase media harta de politiqueo. Cuando el compromiso parecía algo tan anticuado como las barbas y las guitarras con pegatinas, en las semanas anteriores al referéndum, los abajofirmantes reclamaron su hueco en los papeles con la fiereza de un Émile Zola. «J'accuse .. .!», se gritaban de columna a columna, de manifiesto en  manifiesto. Los amigos se volvían enemigos, y los viejos cónyuges se miraban desde trincheras opuestas. Carmen Martín Gaite firmaba un manifiesto por el no, y su exmarido y padre de sus dos hijos muertos, Rafael Sánchez Ferlosio, firmaba otro por el sí. En él no estaban las gentes del cine progre: Luis García Berlanga, José Luis Garci, Imanol Arias, José Luis García Sánchez o Basilio Martín Patino. También la vieja intelligentsia comunista, muy descafeinada ya, del padre Llanos a Carlos Castilla del Pino, pasando por la abogada Cristina Almeida, sin olvidar a los cantautores periféricos, como Lluís Llach u Ovidi Montllor.

Los abajofirmantes del sí, comandados por Javier Pradera, a quien se atribuía la redacción de un manifiesto que no gustó nada al director de El País, Cebrián -aunque las malas lenguas atribuían su escritura al mismísimo Felipe-, y que abogaba por una postura más matizada y crítica, eran ricos en escritores. Además de Sánchez Ferlosio, ahí estaban Juan Benet, Julio Caro Baraja, Juan Marsé, Luis Goytisolo, Álvaro Pamba, Jaime Gil de Biedma, Jorge Semprún o Luis Antonio de Villena. También andaban por allí el arquitecto Oriol Bohigas, el escultor Eduardo Chillida o el pintor Antonio López. El pandemonio llamado cultura española estaba muy bien representado en ambos bandos, donde había personajes que discutían de día en los periódicos y por la noche compartían copas e incluso sábanas, sin dejar de discutir.


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