Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

INCIPIT 976. TORMENTO / GALDOS


Esquina de las Descalzas. Dos embozados, que entran en escena por opuesto lado, tropiezan uno con otro. Es de noche.
1
EMBOZADO 1º¡Bruto!
EMBOZADO 2º El bruto será él.
EMBOZADO 1º ¿No ve usted el camino?
EMBOZADO 2º ¿Y usted no tiene ojos? Por poco me TIRA AL SUELO
EMBOZÁDO 1º Yo voy por mi camino.
EMBOZADO 2º Y yo por el mío.
EMBOZADO 1º ¡Si te cojo, chiquillo ... (Deteniéndose -
EMBOZADO 2º ¡Qué tío!
EMBOZADO 1º ¡Si te cojo, chiquillo! ... (Deteniéndose amenazador), te enseñaré a hablar con las personas mayores! (Observa atento al Embozado 2.") Pero yo conozco esa cara. ¡Con den mil de a caballo!. .. ¿No eres tú ... ?
EMBOZADO 2º  Pues a usted le conozco yo. Esa cara, si no es la del demonio, es la de don José Ido del Sagrario.

CINE MOLECULAR


Vida, la gran historia, Arsuaga, p. 114
Dice Richard Dawkins que Francis Crick y James Watson (los descubridores, en 1953, de la estructura de la molécula de la herencia biológica) deberían ser venerados como Aristóteles y Platón porque gracias a ellos sabemos que los genes son largas cadenas de información digital y nada más. Le propinaron así el golpe letal definitivo al vitalismo, que es la creencia de que hay una diferencia fundamental entre la materia inanimada y la viviente.
Efectivamente, el código genético es digital, con cuatro letras (las bases del ADN). Y lo es de tal manera que se ha podido hacer lo siguiente: se partió de una corta película histórica de un minuto de duración, que había sido digitalizada. A continuación se pasó del código digital binario (ceros y unos) al código genético de las cuatro bases (GACT). La información de la película, ahora escrita en lenguaje genético, fue enviada en un archivo de texto desde la universidad de Columbia en Nueva York a una compañía de San Francisco, que sintetizó la información en forma de molécula de ADN, que fue despachada de vuelta a Nueva York en un frasco. En la Universidad de Columbia se efectuó la lectura en sentido contrario, pasando del código genético al código binario, y de la molécula de ADN se llegó a la película digital sin ningún error.
Se dijo entonces, a la vista del éxito, que la cadena de ADN se podría insertar en el genoma de un organismo, que podría vivir con ella sin problemas y hasta multiplicarse, produciéndose así una población entera con la película (o un libro o cualquier otra información digital) en su genoma. Y efectivamente, eso fue lo que se hizo poco después (las dos noticias se han  producido en el año 2017): insertar una secuencia de imágenes de un caballo galopando' en una bacteria (Escherichia col!) por medio de la técnica CRISPR de edición genómica (un corta y pega genético). La bacteria con la inserción se multiplicó, y muchas más bacterias llevaron la película del caballo al galope con asombrosa fidelidad.
Incluso se especula con que el ADN será el soporte de la información en el futuro, porque es una molécula estable que dura mucho tiempo y permite almacenar grandes cantidades de datos.
No hay, pues, nada mágico, sino digital, en lo más íntimo de la materia viva, el soporte de la información, pero eso no la hace menos maravillosa.

INCIPIT 975. VIDA, LA GRAN HISTORIA / ARSUAGA


EL ÁRBOL DE LA VIDA
Los antiguos egipcios representaban en sus templos y tumbas el árbol de la vida, que tenía una gran importancia en su mitología. Es un árbol vigoroso y está lleno de hojas acorazonadas, pero no se distingue en él un tronco principal que llegue hasta arriba del todo, como si fuera su eje central, sino que la copa está formada por muchas ramas de parecido grosor que se separan desde muy abajo. Es un árbol sin guía. Dicen los expertos que se trata de un sicomoro, un tipo de higuera ( “nehet” en egipcio) que se asocia con tres diosas: Nut, Hathor e Isis. El árbol de la vida es una planta femenina.
Darwin también se refirió al árbol de la vida (tree of life) para simbolizar la evolución en El origen de las especies. Jamás lo representó en forma de ilustración, salvo en un pequeño esquema que dibujó para sí mismo en 1837 en su cuaderno de notas. Pero sabemos por sus palabras que el árbol de la evolución tampoco tenía una guía, sino que se abría en una ancha y frondosa copa, como el nehet de los antiguos egipcios.
En la imagen del árbol de la vida que tenía en su mente Darwin hay también mucha muerte. Un gran número de hojas secas yacen en el suelo, bajo la verde copa.

LOS 300


Diálogos con Ferlosio, p. 336
Santiago Romero: ¿Vio una superproducción de Hollywood titulada Los 300?
RSF: Yo no voy al cine hace ya doce o quince años.
SR: Es una revisión de la batalla de las Termópilas en clave de cómic. RSF: Lo sé. Pero es una revisión absurda, por lo que me cuentan. ¡Los espartanos van desnudos, como salvajes, no van vestidos de hoplitas! Es todo falso. Los espartanos no eran unos salvajes, eran combatientes implacables. Existe la anécdota famosa de que Jerjes mandó un espía poco antes de la batalla. Va, mira y vuelve. «¿Qué están haciendo?”, le pregunta Jerjes. «Se están peinando», responde el emisario. En un primer momento no comprenden, hasta que un consejero de Jerjes rompe el silencio: «Entonces es que van a batirse hasta morir”. Yo me imagino de una forma muy bonita cómo se peinaban: lo hacían en rueda, el de atrás peinaba al de adelante. De bárbaros, nada.

INCIPIT 974. DIALOGOS CON FERLOSIO


ANOCHE LLEGÓ DON RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO, GANADOR DEL PREMIO NADAL 1955
La Vanguardia Española, 1956
Rafael Sánchez Ferlosio, ganador del Premio Eugenio Nadal 1955,  se encuentra en Barcelona desde anoche, acompañado de su esposa la joven escritora Carmen Martín Gaite. Llegaron ambos sigilosamente, del mismo modo que habían partido de Granada a las cuatro de la tarde, y escalaban en Barajas a las siete. Sin que nadie se enterase, cuando eran tantos y tantos los periodistas que les perseguían vanamente en las últimas veinticuatro horas. Las c9nferencias telefónicas con Madrid y Úbeda no habían dado resultado, naturalmente, porque el autor de El ]arama descansaba plácidamente, anteanoche, en un hotel de Granada. “Desde luego quisimos escuchar la radio -nos ha dicho--. Pero no supimos a quién acudir, para estar a la vera del receptor. Optamos, finalmente, por el descanso, puesto que hoy regresábamos a la capital”.
Las facciones y estatura de Sánchez Ferlosio recuerdan mucho a su ilustre padre, el académico y exministro don Rafael Sánchez Mazas. En el salón del hotel nos recibe en unión de su esposa y del escritor Goytisolo.
Rafael Sánchez Ferlosio: El paradero de Úbeda era, ciertamente, la última pista de mi padre. Estuvimos allí, pero hace unos días.

INCIPIT 973. NUESTRA PARTE DE LA NOCHE / MARIANA ENRIQUEZ


Tanta luz esa mañana y el cielo limpio, con apenas alguna mancha blanca en el azul cálido, más parecida a un rastro de humo que a una nube. Ya era tarde y tenía que salir y ese día de calor iba a ser idéntico al siguiente: si llovía y llegaba la humedad del río y el agobio de Buenos Aires, jamás iba a ser capaz de dejar la ciudad.
Juan se tragó sin agua una pastilla para evitar el dolor de cabeza que aún no sentía y entró en la casa para despertar a su hijo, que dormía tapado por una sábana. Nos vamos, le dijo mientras lo sacudía apenas. El chico se despertó de inmediato. ¿Otros chicos también tendrían ese sueño tan superficial, tan alerta? Lavare la cara; dijo, y le sacó con cuidado las lagañas de los ojos. No había tiempo de desayunar, lo podían hacer durante el viaje. Cargó los bolsos que ya tenía ¡preparados y dudó un rato entre varios libros hasta que decidió agregar dos más. Vio. los pasajes de avión sobre la mesa: todavía tenía esa posibilidad. Podía acostarse y esperar la fecha del vuelo, en unos días. Para evitar la pereza, rompió los pasajes y los tiró a la basura. El pelo largo le hacía transpirar la nuca: iba a resultar insoportable bajo el sol. No tenía tiempo de cortárselo, pero buscó las tijeras en los cajones de la cocina.

GRANDE GRANDE GRANDE ES EL SEÑOR


Diálogos con Ferlosio, p. 199
»Así que seguí trabajando por mi cuenta y me hundí en las anfetaminas y la gramática durante quince años. No quería ver a nadie. Por aquellos años venía a visitarnos casi cada día un escritor, que se aburría soberanamente, pero yo apagaba la luz de mi cuarto y Carmen Martín Gaite le decía que estaba durmiendo y que no podía despertarme. Allí esperaba, a oscuras, a veces horas, hasta que se iba, para poder seguir con lo mío. Llegue a estar seis días y seis noches sin parar. Me tragaba un tubo entero de Centramina o de simpatina, que eran muy malas.
»Con las anfetaminas, lo normal era trabajar intensamente sobre los cuatro días, luego dormía un día entero con una maravillosa bajada de tensión. Y después cogía a mi niña y me pasaba tres días con ella. Íbamos a ver cuadros; le gustaba mucho El Bosco porque, como ella decía, "tiene mucho"; y La laguna estigia de Patinir. Éste que cuelga de la pared [El triunfo de la muerte de Brueghel el Viejo] era su favorito. Yo no quería enseñárselo, por esa tontería de los padres de evitar a nuestros hijos pequeños la visión de la muerte, y me la llevaba hacia El carro del heno, que está al lado, pero me cazó. Era muy difícil de engañar. Se convirtió en su cuadro favorito.
>>Al cabo de tres días me encerraba otra vez. Primero tomaba dos Centraminas para ponerme en marcha, luego cuatro; el segundo, tercer y cuarto día eran los mejores y en los dos últimos venía el descenso. Me quedaba despierto sin necesidad de tomar pastillas; la excitación cerebral era de tal categoría ... Luego caía tumbado. Fueron quince años, del 57 al 72, de máxima intensidad gramatical; nunca lo he pasado mejor. Siempre he escrito o leído a la luz de la bombilla, así que fueron cinco mil noches, más o menos, las que dediqué a la gramática y a las anfetaminas.
>>En 1970 me fui a vivir a la calle Prieto Ureña, en donde sucumbí al desorden y la animalización, casi a la destrucción. Volví al mono. La anfetamina (ahora usaba la extraordinaria Dexedrina spansuls) es (al menos imaginariamente) muy industriosa. Me aficioné a las herramientas  y a los pegamentos (fue la gran temporada de los "epoxi"); dibujaba muebles, como "El vargueño rampante" del que desarrollé muchos modelos, que luego era incapaz de construir. Todo el piso estaba cubierto de basura menos un caminito que llevaba al armario de herramientas. Yo hacía manualidades, jugaba con tornillos, con pegamentos, hacía manufacturas con tubos de plástico y diversas carpinterías inútiles ... Cuando me sacaron de allí había sacos enteros llenos de tubitos de plástico. A veces perdía la conciencia, gateaba a cuatro patas y gruñendo, y no entendía ni siquiera los tornillos, no sabía lo que eran. Me dio por usar un soldador y me quemé el brazo izquierdo; eran quinientos o seiscientos grados. Llegué al extremo de la degradación. Tenía lo que denominé "alucinaciones olfativas".
»De modo que la química me encerró entre dos frentes [el de la anfetamina y el de los epoxi] y me tuvo sitiado casi un par de años hasta que me salvó el dueño de la casa que me dio 400 mil pesetas para recobrar el piso.

LONDON'S 60


Nuestra parte de la noche, Mariana Enriquez, p. 398
Mi año cero, 1967. Los bengalíes que vendían estolas con signos mágicos por la calle, músicos callejeros vestidos con disfraces isabelinos, brazaletes plásticos de Biba, los saris indios que nunca me quedaron bien y terminaba mandándole por correo a Tali, que estaba de novia con Juan y no me importaba, me daba un poco de celos pero entendía: él y yo necesitábamos una vida separados para volver a encontrarnos. Las boutiques de Walton Street, las botas hasta los muslos con minifaldas, que me costaba usar porque hay que tener las piernas muy delgadas para que queden bien. En Carnaby Street una diseñadora me explicó la mejor opción para mi cuerpo y mi estilo: faldas largas o pantalones pata de elefante con tacos altos, boas, aros de bronce, el pelo batido si la humedad no me permitía controlar el lacio. Le compré a una chica aros con forma de pentagrama, bien grandes, negros. Había aprendido a trazar los sellos de la llave de Salomón a la perfección. Había empezado a hacerlos de muy chica pero en Londres la Orden me perfeccionó. No usaba los materiales tradicionales: los hacía con tiza. A veces con sangre. El tiempo parecía infinito. Con mi Mustang iba a Cambridge, tomaba las clases, lograba compatibilizarlas con las de Warburg, y quedaban horas para la magia y la ropa y los paseos. El tiempo, de pronto, se había estirado. Sabía que iba a ser así: era lo que había venido a buscar. La pasta de Alvaro's cuando teníamos mucha hambre. Baghdad House, el restarán donde la gente fumaba hash abiertamente y se escuchaba música maqam. Acompañar a Stephen a King' s Road, donde estaba su sastre favorito. El club Seven and a Half donde vi a Jimi Hendrix, un sótano tan cargado de humo y tan opresivo que el ácido me cerró la garganta y me hizo llorar. Los shows increíbles en el Marquee. Planeábamos nuestros viajes de ácido a destinos predecibles: el Caballo Blanco de Berkshire, que mirábamos durante horas desde lejos, su figura estilizada de tiza, de un minimalismo increíble; los círculos de piedra neolítica de  Avebury; Glastonbury y Stonehenge, donde siempre nos encontrábamos con hippies y travellers y los cientos de neopaganos y místicos que poblaban el país: una vez nos topamos con una ceremonia “druídica” y Laura, mi compañera, que estaba en un trip y borracha, se rió tanto que nos echaron. You don 't know anything, les gritaba, if only, y Stephen le tapaba la boca porque si Florence se enteraba de que andábamos por ahí insinuando nuestro secreto, el castigo podía ser importante. A mí me gustaba ir a Stonehenge: muchos músicos visitaban el círculo, y a mí nada me gustaba más que la música. Algunos llevaban guitarras y era hermoso cantar con ellos envuelta en un saco de piel afgano, fumando hachís. Casi siempre incluíamos en los paseos la casa de Edward ] ames en West Sussex, la mansión de los surrealistas con su bosque y su coto de caza. Años después, Tali me preguntaba seguido cómo hacíamos para manejar drogados.

OMAIRA


Nuestra parte de la noche, Mariana Enríquez, p. 249
En un pueblo que se llamaba Armero quedaron atrapadas personas en sus casas, esperando que las rescataran. Pero todas las cámaras, en una transmisión medio movida y de colores extraños, enfocaban a una chica de trece años, Omaira -qué nombre más raro, pensó Vicky-, que estaba medio hundida entre escombros y barro; no podía moverse, pero podía hablar y, cuando le pusieron el micrófono, allá en Colombia (¿ dónde queda Colombia?, le preguntó Vicky a Gaspar, y él le dijo en el Caribe, pero no es una isla, es aliado de Venezuela), la chica dijo algo que a Vicky le dio ganas de irse corriendo: le apretó el brazo a Gaspar hasta sacarle un ey, pará, lo que era mucho, a él nunca le dolía nada. La chica, Omaira, dijo: toco con los pies en el fondo la cabeza de mi tía. Su tía muerta ahogada, claro, pensó Vicky, y se imaginó los pies resbalosos apoyados en una cabeza muerta y mecánicamente se ajustó los cordones de las zapatillas.
Durante tres días siguieron mostrando a Omaira, ya no solamente en el noticiero de la tarde: en el del mediodía también.  Vicky la veía cuando volvía de la escuela y a la tarde, cuando regresaba de las clases de gimnasia. La nena sabía que no podían sacarla, pero Vicky no entendía por qué y su mamá, a su manera brutal de médica, le había dicho que la única forma era amputarle una pierna y ahí, en el barro, no estaban dadas “las condiciones de higiene». Omaira decía quiero que ayuden a mi mamá porque se va a quedar solita. Quería ir a la escuela. Tenía miedo porque no sabía nadar y, si el agua la tapaba, se ahogaría. Había cantado. Quería estudiar para un examen de matemáticas. Llamaba a su mamá -estaba lejos, en Bogotá- y le pedía que rezara para que pueda caminar y esta gente me ayude. Le decía que la quería, le decía que ojalá la escuchara, y también decía que quería a su padre. La abuela de Vicky dijo yo no puedo ver esto, qué dignidad esa criatura, no lo tienen que mostrar, y se fue y nunca quiso volver a sentarse frente al televisor para ver a Omaira morirse.

ENRIQUE LISTER


Terra Alta, Javier Cercas, p. 252-253
 “Averigua que ha pasado -le ordenó Líster a su enlace-. Si han perdido la posición, dile al oficial que la recuperen como sea.» Y, para que no hubiera dudas, el general le entregó un papel donde había escrito la orden de su puño y letra. El enlace obedeció, subió la montaña, llegó a la ermita. El espectáculo que allí le aguardaba era desolador: tumbado contra el tronco de un ciprés, un capitán republicano jadeaba con la cara tiznada y el uniforme en ruinas, manchado de polvo y de sangre; a su alrededor, quince o veinte soldados deshechos por el combate sobrevivían aquí y allá, ocultos entre los árboles. El enlace de Líster le preguntó al capitán dónde estaba el resto de la unidad y el capitán le dio a entender que todos estaban muertos o desaparecidos, a pesar de lo cual el enlace le comunicó la orden de Líster y luego le entregó el papel donde el general la había puesto por escrito. El capitán leyó la orden. Una vez leída, pareció quedarse unos segundos en blanco, ausente, y a continuación empezó a mover a un lado y a otro la cabeza, como negándose en silencio a acatarla, o como si estuviese a punto de enloquecer. Luego, pasado un lapso de tiempo que el enlace no sabía si computar en minutos o en segundos, el capitán se levantó y, caminando como un sonámbulo, se acercó a donde se hallaban los hombres que le quedaban, los reunió y les dijo: «Me acaban de dar la orden de recuperar la cota». Un silencio incrédulo acogió la noticia; el capitán hizo una pausa para que sus soldados la asimilasen, tal vez para terminar de asimilarla él mismo, hasta que por fin añadió: «Yo la voy a cumplir. El que quiera seguirme que me siga. El que no, que se pierda por ahí». Siempre según el jubilado (o siempre según el relato que el enlace le hizo al jubilado), el capitán dijo esto último con un ademán indiferente que parecía querer abarcar la sierra y, una vez lo hubo dicho, desenfundó la pistola y echó a andar montaña arriba hacia la cota ocupada por los franquistas, sin mirar atrás ni tomar precauciones, sin saber si subía solo o si alguno de sus soldados caminaba tras él. El enlace vio entonces cómo, uno a uno, aquel puñado de soldados exhaustos, famélicos y polvorientos se levantaba y seguía a su capitán, vio que todos se desplegaban trepando por la ladera desprotegida, subiendo hacia la cumbre en medio de un silencio mortal, como una comitiva de fantasmas vagando en el crepúsculo de la sierra, seguros de que ofrecían un blanco fácil y de que todos iban a morir. Y en aquel momento ocurrió un milagro o algo que el enlace, paralizado de terror entre los cipreses de la ermita, temblando de pies a cabeza pero incapaz de apartar los ojos de la carnicería que estaba a punto de presenciar, sólo pudo interpretar como un milagro, y es que los franquistas que ocupaban la cota no dispararon contra aquel montón de desharrapados con los que llevaban matándose desde la salida del sol, no los masacraron a placer sino que se retiraron sin oponer resistencia, como si se rindieran ante aquel suicidio colectivo o como si estuviesen igual de hartos de guerra que sus enemigos y ya no les quedasen ánimos para seguir matando.
-Así que los quince o veinte soldados republicanos tomaron la cota sin pegar un solo tiro -terminó el jubilado.


LOS MOZOS


Terra Alta, Javier Cercas, p. 235
En cuanto a sus compañeros, casi en seguida sintió que formaban un núcleo más compacto que el de Nou Barris, donde cada uno iba bastante a su aire. El sentimiento resultó ser exacto, como demostró el hecho de que el grupo ni siquiera se agrietara en los días anteriores y posteriores al referéndum independentista del l de octubre, poco después de su llegada a la Terra Alta, cuando el Tribunal Constitucional suspendió la consulta, los jueces ordenaron a los Mossos d'Esquadra que impidieran la votación y, presionados por los políticos independentistas que habían convocado el plebiscito ilegal desde el gobierno autónomo, los mandos del cuerpo dieron a sus subordinados instrucciones soterradas pero suficientes de que no obedecieran a los jueces, o no demasiado, o no del todo. Esta discrepancia entre las órdenes explícitas de la judicatura y las órdenes implícitas de los mandos provocó tensiones en casi todas las comisarías del cuerpo; también en la de la Terra Alta. Quien más las padeció en la Unidad de Investigación fue el sargento Blai, que se enzarzó en varios altercados verbales con compañeros de Seguridad Ciudadana partidarios de facilitar la celebración del referéndum, como mínimo de no impedirlo. Melchor y Salom asistieron a una de esas trifulcas mientras tomaban café una mañana en el comedor de la comisaría; luego, ya a solas los tres, el caporal trató de apaciguar al sargento quitando hierro a la disputa y bromeando con su condición de independentista. La broma acabó de soliviantar a Blai.
-Me cago en Dios, Salom -dijo, agarrando al caporal de la solapa de su camisa-. Yo soy independentista desde que mi madre me parió, no como esta panda de conversos que nos gobiernan y que nos dejarán en la estacada en cuanto puedan. Pero antes que independentista soy policía, y los policías estamos para hacer cumplir la ley, o sea para hacer lo que digan los jueces, no lo que nos salga de los cojones. Y si los putos jueces me ordenan que cierre los colegios, yo me pongo en primer tiempo de saludo, me meto mi independentismo por el culo, cierro los colegios y en paz. ¿Ha quedado claro?

PAGANOS


SPQR, Mary Beard, p. 497
Así pues, si no acudían a la ley, ¿dónde podían buscar ayuda la gente corriente, aparte de amigos y familiares? A menudo recurrían a sistemas de apoyo «alternativos», a los dioses, a lo sobrenatural y a aquellos, como los adivinos baratos, que aseguraban tener acceso al conocimiento del futuro y al resultado de los problemas, y a los que, como era de esperar, la élite miraba por encima del hombro. El único motivo por el que conocemos el delito de las capas en la Bath romana es porque la gente acudió a la fuente sagrada de Sullis, la diosa local, e inscribió una maldición dirigida al ladrón en pequeñas tablillas de plomo y las arrojó al agua. Se han descubierto muchas de estas tablillas con sus desesperados o iracundos mensajes, tal como reza una de ellas: «Docilianus hijo de Brucerus .a la más sagrada diosa Sulis, maldigo a aquel que me robó la capa con capucha, sea hombre o mujer, esclavo  o libre, que la diosa Sulis le inflija la muerte y no le deje dormir ni tener hijos ahora ni en el futuro hasta que devuelva mi capa al templo de su divinidad". Este texto es típico de muchas tablillas.
Uno de los recursos alternativos, y uno de los documentos más extraños que se conservan de la Antigüedad clásica, nos conduce directamente a los problemas e inquietudes que afligían las vidas de los antiguos hombres y mujeres de la calle. Este texto titulado Los oráculos de Astrampsiro, en alusión al nombre de un legendario mago egipcio (con el que en realidad no tenía nada que ver), que proclama (inverosímilmente) en la introducción que fue escrito por el filósofo Pitágoras y que fue el secreto de los éxitos de Alejandro Magno, no es más que un manual de adivino listo para usar, que probablemente se remonte al siglo n d. C., siglos después de Pitágoras o de Alejandro. Consiste en una lista numerada de noventa y dos preguntas que uno querría plantear a un vidente, además de una lista de más de mil posibles respuestas. La idea era que el preguntante eligiese la pregunta que mejor encajaba con su problema y le diese el número al adivino, que siguiendo las instrucciones del manual-un inmenso galimatías consistente en elegir más números, restar el número inicial y así sucesivamente-, llegaba por fin a la única respuesta correcta de las mil.
Quien fuera que recopilase los Oráculos pensó que estas noventa y dos preguntas resumían los problemas que con mayor probabilidad plantearía la gente al vidente local de pacotilla. Una o dos cuestiones parecen indicar la existencia de clientes de un nivel relativamente superior. «¿Llegaré a ser senador?», no era precisamente una de las preocupaciones habituales de la mayoría, aunque bien podría ser una pregunta fantasiosa del tipo «¿Me casaré con un hermoso príncipe?”, que en el mundo moderno podrían formular quienes no tienen la menor probabilidad de conocer a ningún miembro de la familia real, y menos de casarse con él. Gran parte de las preguntas se centran en inquietudes mucho más corrientes. Algunas, como era de esperar, hacen referencia a la salud, el matrimonio y los hijos. La número 42, «¿Sobreviviré a la enfermedad?», debió de ser una de las más frecuentes, aunque resulta interesante que la de «¿He sido envenenado?.» aparezca también en la lista, una sospecha al parecer no limitada a la casa imperial. La número 24, «¿Está embarazada mi esposa? », queda equilibrada por la consulta culpable de «¿Me pillarán pronto en adulterio?» y por «¿Criaré al bebé?», que apunta al antiguo dilema de exponer o no a un recién nacido. Es evidente que también había esclavos entre los supuestos clientes («¿Seré liberado?» y «¿Seré vendido?») y que los viajes se considerabanuno de los peligros más acuciantes («¿Está vivo el viajero?”y «¿Será segura la navegación?,). Pese a todo, la principal preocupación es el dinero y el sustento, que aparecen en una pregunta tras otra: «¿Podré pedir prestado el dinero?», «¿Abriré un taller?», «¿Pagaré lo que debo?», «¿Venderán mis pertenencias en subasta», «¿Heredaré de un amigo?»

CRISTIANOS


SPQR, Mary Beard, p. 509
Probablemente les habría sorprendido a ambos, a Plinio y a Trajano, descubrir que dos mil años después el más famoso de sus intercambios de correspondencia tuviera que ver con un nuevo grupo religioso aparentemente insignificante, pero incómodo y absorbente: los cristianos. Plinio admitía que sabía cómo manejarlos. Para empezar, les había dado varias oportunidades de retractarse y había ejecutado solo a aquellos que se habían negado a hacerlo («Sin duda su terquedad e inflexible obstinación han de ser castigadas»). Sin embargo, después hubo muchos nombres que reclamaron su atención, porque la gente había empezado a zanjar viejas disputas acusando a sus enemigos de ser cristianos. Plinio continuó permitiendo que los investigados se retractasen, siempre que demostrasen su sinceridad vertiendo vino e incienso frente a las estatuas del emperador y de los verdaderos dioses. No obstante, para descubrir qué había en el fondo de todo aquello, hizo torturar e interrogar a dos esclavas cristianas (tanto en la Grecia como en la Roma antiguas, los esclavos solo podían testificar legalmente bajo tortura) y concluyó que el cristianismo «no era más que una superstición perversa y subversiva». Solo quería que Trajano le confirmase que aquel había sido el método correcto de aproximación. Y esto es más o menos lo que hizo el emperador, aunque añadió una voz de alerta: «Los cristianos no deberían ser perseguidos -escribió-, pero si son acusados y declarados culpables, han de ser castigados». Esta es la primera discusión sobre el cristianismo de la que tenemos constancia, al margen de la literatura judía o cristiana.

BARES


SPQR, Mary Berad, p. 487
Un historiador romano que escribió en el siglo IV d. C. se lamentaba de que la gente de «más baja» ralea se pasaba la noche entera en los bares, y destacaba el ruido especialmente desagradable de los resoplidos que daban los jugadores de dados cuando se concentraban en el tablero e inspiraban aire por la nariz llena de mocos.
También hay constancia de repetidos intentos por imponer restricciones legales o tasas a estos establecimientos. Tiberio, por ejemplo, prohibió al parecer la venta de pastas; a Claudio se le atribuye haber abolido por completo las «tabernas» y prohibido que se sirviera carne hervida y agua caliente (es de suponer que para mezclarla, a la manera romana habitual, con el vino; pero entonces ¿por qué no prohibir el vino?); y Vespasiano, según parece, dictó una ley que no permitía la venta de ningún tipo de comida, salvo guisantes y judías, en bares y cantinas. Suponiendo que esto no sea ninguna fantasía de los antiguos biógrafos e historiadores, no debió de ser más que un gesto inútil, una legislación como mucho simbólica, porque los recursos del Estado romano carecían de medios para imponer su cumplimiento.
Las élites de todas partes tienden a preocuparse por los lugares en los que se congregan las clases bajas, y -a pesar de que sin duda había un lado hostil y charlas groseras-la realidad del bar corriente era más contenida que su reputación. Los bares no eran solo antros de bebida, sino una parte esencial de la vida cotidiana para aquellos que, en el mejor de los casos, tenían instalaciones, aunque limitadas, para cocinar en sus alojamientos. Lo lllismo que ocurre con los bloques de apartamentos, la norma romana era exactamente la contraria a la nuestra: los romanos ricos, con sus cocinas y múltiples comedores, comían en casa; los pobres, sí querían algo más que el antiguo equivalente a un bocadillo, tenían que comer fuera, Las ciudades romanas estaban llenas de tabernas y bares baratos, y allí un gran número de romanos corrientes pasaba largas horas de su vida no laboral. De nuevo Pompeya es uno de los mejores ejemplos. Teniendo en cuenta las partes aún no excavadas de la ciudad y resistiendo la tentación (cosa que muchos arqueólogos no han hecho) de llamar bar a todo edificio con un mostrador para servir, podemos calcular que había más de cien lugares de este tipo para una población de alrededor de 12.000 residentes y viajeros que estaban de paso.
Había un plan de construcción estandarizado: un mostrador que daba a la acera, para el servicio de «Comida para llevar»; una sala interior con mesas y sillas para comer allí con servicio de camarero; y normalmente un expositor para comida y bebida, así como un brasero u horno para preparar platos y bebidas calientes. En Pompeya, en un par de casos, del mismo modo que en el tallar de abatanado, la decoración consistía en una serie de pinturas que representaban escenas, en parte fantasiosas y en parte reales, de la vida en la taberna. N o hay demasiados testimonios de aquella terrible bajeza moral que los escritores romanos temían.

INCIPIT 972. DE LA ELEGANCIA MIENTRAS SE DUERME / VIZCONDE DE LASCANO





El primer día en que confié mi mano a una manicura fue porque iría en la noche al Moulin Rouge. La antigua enfermera me recortó los padrastros y esmeriló las uñas. Luego les dio una forma lanceolada, y al concluir su tarea las envolvió en barniz. Mis manos no parecían pertenecerme. Las coloqué sobre la mesa, frente al espejo, cambiando de postura y de luz. Tomé una lapicera con esa falta de soltura con que se toman las cosas ante un fotógrafo y escribí.
Así comencé este libro.
A la noche fui al Moulin Rouge y oí decir en español a una dama que tenía cerca, refiriéndose a mis extremidades: -Se ha cuidado las manos como si fuera a cometer un asesinato.

INCIPIT 971. VELOCIDAD DE LOS JARDINES / ELOY TIZON


CARTA A NABOKOV
Las concepciones sobre el espacio y el tiempo que deseo exponerle han sido desarrolladas en el terreno de la física experimental, y de ahí procede su fuerza. Son radicales: de ellas se deduce que el espacio en sí mismo y el tiempo en sí mismo están condenados a desaparecer como sombras y que solo una especie de unión entre uno y otro conservará todavía una realidad independiente.
                                                                H. MINKOWSKY
TÚ, AHORA QUE YA ESTÁS EN TERRA, y habitas tu muerte amueblada de trineos, o a menos que seas un espectro de nebulosas viajando por el anillo de los mundos, la palpitación de un dígito, dondequiera que estés, un rectángulo de césped amarillo -no-debajo de un almendro de Montreux, Zembla. De modo que morir era eso. Tú que no verás más la luz pulverizada de la tarde, ni una hermosa cinta de grasa sobre la acera, ni un trozo de crepúsculo ondulante en el parabrisas de un taxi. ¿O acaso está el dejar de vivir/ todavía lejos del estar muerto? Han sido talados los árboles de Vyra, y un poco de ceniza te cubre las facciones. Querido Sirin, tus insomnios sobre alfiles y peones en la noche de Berlín, con persianas torcidas como párpados mal cerrados.

MARCO ANTONIO


SPQR, Mary Beard, p. 371
Al año siguiente, Octaviano zarpó hacia Alejandría para terminar el trabajo. Marco Antonio, en un acto que a menudo ha sido relatado como una especie de farsa trágica, se apuñaló a sí mismo pensando que Cleopatra ya estaba muerta, aunque vivió lo suficiente para descubrir que no era cierto. Aproximadamente una semana más tarde también ella se suicidó mediante la mordedura de una serpiente que, camuflada en un cesto de frutas, fue introducida en sus dependencias. Según la versión oficial, el motivo fue privar a Octaviano de su presencia en su procesión triunfal: «No pasearé derrotada en ningún triunfo”, se supone que repitió una y otra vez. No obstante, puede que no sea tan sencillo, o tan shakesperiano, como esto. El suicidio mediante mordisco de serpiente es una hazaña difícil de lograr, y en cualquier caso, las serpientes mortíferas más fiables serían demasiado grandes para esconderlas incluso en un gran cesto de frutas. A pesar de que Octaviano se lamentó públicamente de que había perdido el ejemplar más preciado para su triunfo, en privado debió de pensar que la reina le resultaba menos problemática muerta que viva. Como poco, pudo haberle facilitado la muerte, tal como sospechan algunos historiadores modernos. Con Cesarión, dada su supuesta paternidad, no desaprovechó la oportunidad. Tenía dieciséis años cuando fue eliminado.
En el triunfo de Octaviano celebrado en el verano del año 29 a. C. se exhibió una réplica a tamaño natural de la reina en el momento de su muerte, que, incluso de este modo, acaparó la atención de la muchedumbre. Un historiador posterior escribió: «Fue como si estuviera allí con los demás prisioneros”. La procesión fue un espectáculo minuciosamente coreografiado que se prolongó durante tres días, presumiblemente para celebrar las victorias de Octaviano al otro lado del Adriático, en el Ilírico, y contra Cleopatra en Accio y en Egipto. No hubo mención explícita de Marco Antonio ni de ningún otro enemigo de las guerras civiles, ni tampoco se pasearon las sangrientas imágenes de la muerte de romanos que Julio César imprudentemente había desplegado en sus celebraciones quince años antes. Sin embargo, no podía haber ninguna duda acerca de quién había sido en realidad derrotado, ni de cuáles serían las consecuencias del éxito de Octaviano. Aquello fue un ritual de coronación tanto como un desfile de la victoria.

CLEOPATRA


SPQR, Mary Beard, p. 371
Cleopatra estaba en Roma cuando asesinaron a César, alojada en una de las villas del dictador en las afueras de la ciudad. Aquello era lo mejor que le pudo proporcionar el dinero romano, aunque sin duda nada parecido al lujoso entorno de su hogar en Alejandría. Después de los idus de marzo de 44 a. C., hizo rápidamente las maletas y regresó a casa (“La marcha de la reina no me preocupa”, escribió Cicerón a Ático con un transparente eufemismo). No obstante, siguió metiendo mano en la política romana por razones urgentes y obvias: seguía necesitando apoyo exterior para apuntalar su posición como gobernante de Egipto, y tenía mucho efectivo y otros recursos para ofrecer a quien estuviera dispuesto a apoyarla. Primero se enamoró de Dolabela, el que una vez fuera yerno de Cicerón, pero tras su muerte se decantó por Marco Antonio. La relación entre ambos se ha descrito siempre desde el punto de vista erótico, unas veces como una desesperada pasión por parte de Marco Antonio y otras como una de las más grandes historias de amor de la historia de Occidente. Puede que la pasión fuera un elemento presente, pero su relación se sustentaba en algo más prosaico: en las necesidades militares, políticas y económicas.
En el año 40 a. C. Octaviano y Marco Antonio se habían repartido el Mediterráneo entre los dos, dejando sólo una pequeña porción para Lépido. Por consiguiente, durante gran parte de la década de los años 30 a. C., Octaviano operó en Occidente, ocupándose de los enemigos romanos dispersos que aún le quedaban -entre ellos el hijo de Pompeyo Magno, el principal vínculo existente de las guerras civiles de comienzos de la década de los años 40 a. C.- y conquistando nuevos territorios al otro lado del Adriático. Entretanto, en Oriente, Marco Antonio organizó campañas militares de mayor envergadura, contra Partia y Armenia, pero con éxito variable, a pesar de los recursos de Cleopatra. Las noticias que llegaban a Roma exageraban el lujo en el que vivía la pareja en Alejandría. Circulaban historias fantásticas sobre sus decadentes banquetes y su famosa apuesta para ver quién era capaz de montar la cena más cara de todas. Un relato romano profundamente reprobatorio informa de que ganó Cleopatra, que organizó un festín por valor de diez millones de sestercios (casi lo que costaba la casa más lujosa de Cicerón), incluyendo el coste de una fabulosa perla que -en un acto de absoluta ostentación y soberbia sin sentido- disolvió en vinagre y se la bebió. Los tradicionalistas romanos estaban también preocupados ante la impresión de que Marco Antonio empezaba a tratar Alejandría como si fuera Roma, hasta el punto de celebrar allí la ceremonia de triunfo típicamente romana tras algunas victorias menores en Armenia. Un antiguo escritor plasmó las objeciones diciendo: «En beneficio de Cleopatra concedió a los egipcios las. ceremonias honorables y solemnes de su propia tierra».

CESAR


SPQR, Mary Beard, p. 361
Es muy posible que Cicerón estuviera sentado en el Senado en los idus de marzo de 44 a. C. cuando César fue asesinado, y que fuera testigo presencial del caótico y chapucero homicidio. Una  banda de unos veinte senadores se arremolinó en torno a César con el pretexto de entregarle una petición. Un senador sin cargo dio la señal para el ataque arrodillándose a los pies del dictador y tirando de su toga. Los asesinos no fueron muy precisos en su objetico, o quizás estaban aterrorizados hasta la torpeza. Uno de los primeros golpes con la daga falló por completo y le dio a César la oportunidad de defenderse con la única arma que tenía a mano: su afilada pluma. Según el relato más antiguo que se conserva, el de Nicolás de Damasco, un historiador griego de Siria que escribió cincuenta años después pero inspirándose en descripciones de testigos presenciales, algunos asesinos quedaron atrapados bajo el “fuego amigo»: Cayo Casio Longino arremetió contra César pero terminó apuñalando a Bruto; otro golpe falló el blanco y aterrizó en el muslo de un camarada.
Mientras caía, César gritó en griego a Bruto: «Tú también, hijo”, que bien podía ser una amenaza («¡Te pillaré, muchacho”) o un conmovedor lamento por la deslealtad de un joven amigo (“¿Tú también, hijo mío?»), o incluso, como algunos contemporáneos sospecharon, una revelación final de que Bruto era, de hecho, el hijo natural de la víctima y que aquello no era un simple asesinato sino un parricidio. La famosa frase latina “¿Et tu, Brute” («¿Tú también, Bruto?») es un invento de Shakespeare.
Los senadores que contemplaron la escena pusieron pies en polvorosa; si Cicerón estaba allí, no fue más valiente que los demás. No obstante, cualquier huida precipitada se vio interceptada por una multitud de miles de personas que en aquel momento salían del teatro de Pompeyo que estaba al lado, tras asistir a un espectáculo de gladiadores. Cuando se enteraron de lo que había ocurrido, también quisieron refugiarse en la seguridad de sus casas lo más rápido posible, a pesar de los intentos de Bruto clamando tranquilidad y diciendo que no tenían de qué preocuparse, que era una buena noticia, no mala. La confusión empeoró aún más cuando Marco Emilio Lépido, uno de los colegas más íntimos de César, abandonó el foro para reunir a algunos soldados acantonados justo fuera de la ciudad, casi chocando con un grupo de asesinos que venían del otro lado para anunciar su victoriosa hazaña, seguidos de cerca por tres esclavos que transportaban por turnos el cuerpo de César en una litera a su casa. Era una tarea complicada para solo tres personas y, según informes, los brazos heridos del dictador colgaban de forma estremecedora a ambos lados.

ESCLAVOS


SPQR, Mary Beard, P. 353
A grandes rasgos, en Italia debía de haber entre un millón y medio y dos millones de esclavos a mediados del siglo 1 a. C., que constituían quizá el 20% de la población. Compartían la única característica definitoria de ser una propiedad humana en manos de otro. Aparte de esto, eran tan diferentes en cuanto a origen y estilo de vida como los ciudadanos libres. No existía nada parecido al típico esclavo. Algunos de los que poseía Cicerón habían sido esclavizados en el extranjero tras la derrota en la guerra. Otros habían sido producto de un cruel comercio que se lucraba traficando con personas de los lindes del imperio. Otros habían sido «rescatados» de los vertederos o habían nacido esclavos, en la casa, de mujeres esclavas. Curiosamente, a lo largo de los siglos siguientes, a medida que la escala de las guerras de conquista romana empezó a disminuir, esta «crianza doméstica» se convirtió en la principal fuente de provisión de esclavos, consignando a las esclavas al mismo régimen reproductivo que el de sus homólogas libres. En general, las condiciones de vida y trabajo de los esclavos abarcaban desde la crueldad y la penuria hasta rozar el lujo. Los cincuenta diminutos cubículos para los esclavos en la grandiosa mansión de Escauro no eran lo peor que podía temer un esclavo. Algunos, en las propiedades con actividades industriales y agrícolas más grandes, vivían más o menos en cautiverio. Muchos eran azotados. De hecho, esa vulnerabilidad al castigo corporal era una de las cosas que hacía que un esclavo fuera esclavo: Chivo Expiatorio era uno de sus apodos más frecuentes. Sin embargo, también había unos pocos, una pequeña minoría que destaca en los testimonios conservados, cuyo estilo de vida diario debió de parecer envidiable al ciudadano romano libre, pobre y hambriento. Desde su punto de vista, los esclavos asistentes de hombres adinerados en mansiones lujosas, sus médicos privados o consejeros literarios, normalmente esclavos de origen griego, vivían vidas regaladas.
Las actitudes de la población libre respecto a sus esclavos y a la esclavitud como institución eran también variadas. Para los propietarios, el desdén y el sadismo iban emparejados con una especie de temor y ansiedad sobre su dependencia y vulnerabilidad, que muchos refranes populares plasman a la perfección. «Todos los esclavos son enemigos», rezaba un dicho de la sabiduría romana. Y en el reinado de Nerón, cuando a alguien se le ocurrió la brillante idea de obligar a los esclavos a llevar uniforme, la medida se rechazó porque aquello haría que la población esclava se percatase de lo numerosa que era. No obstante, cualquier intento por trazar una línea clara entre esclavos y libres o por definir la inferioridad de los esclavos (algunos teorizantes se preguntaban si más que personas eran cosas) se veía necesariamente desbaratado por la práctica social. En muchos contextos los esclavos y las personas libres trabajaban en estrecha proximidad. En el taller corriente, los esclavos podían ser tanto amigos y confidentes como bienes muebles. También formaban parte de la familia romana; la palabra latina familia incluía siempre a los miembros libres y a los no libres de la casa.
Para muchos, la esclavitud era en cualquier caso un estatus temporal, que se añadía a la confusión conceptual. La costumbre romana de liberar a tantos esclavos se debía a todo tipo de consideraciones prácticas: sin duda era más barato, por ejemplo, conceder la libertad a los esclavos que mantenerlos cuando llegaban a la improductiva vejez. No obstante, este era un aspecto crucial de la difundida imagen de Roma como cultura abierta, que convirtió al cuerpo de ciudadanos romanos en el más diverso desde el punto de vista étnico que jamás existiera antes, añadiendo otro motivo a la angustia cultural. ¿Estaban los romanos liberando a demasiados esclavos?, se preguntaban. ¿Los liberaban por motivos equivocados? Y ¿cuál era la consecuencia de todo esto para la idea de romanidad?

BEBES EN ROMA

SPQR, Mary Berad, p. 338
Los bebés que eran criados seguían en peligro. La estimación más fiable -basada en gran medida en cifras de poblaciones posteriores equiparables- es que la mitad de los niños nacidos no llegaba a los diez años porque moría víctima de toda clase de enfermedades e infecciones, entre ellas las enfermedades habituales de la infancia que hoy en día ya no son letales. Esto significa que, a pesar de que la esperanza de vida en el nacimiento era probablemente tan baja como a mediados de la veintena, un niño que superaba los diez años podía esperar un período de vida no muy distinto del nuestro. Según estas mismas cifras, a un niño de diez años le quedaban de media otros cuarenta años de vida, y una persona de cincuenta podía esperar unos quince más. Los ancianos no eran tan infrecuentes en Roma como cabría pensar. El elevado índice de mortalidad entre los muy jóvenes tenía consecuencias en los embarazos de las mujeres y en el tamaño de las familias. Para mantener simplemente la población existente, cada mujer tenía que parir un promedio de cinco o seis hijos. En  la práctica, esta proporción se eleva a casi nueve cuando se tienen en cuenta otros factores, como la esterilidad y la viudedad. No era precisamente una receta para la liberación generalizada de la mujer.
¿Cómo afectaban estas pautas de nacimiento y muerte a la vida emocional en el seno de la familia? A veces se ha argumentado que, debido a que había tantos niños que no sobrevivían, los padres evitaban implicarse emocionalmente. Las narraciones y la literatura romanas ofrecen una imagen sobrecogedora del padre, haciendo hincapié en el control que ejerce sobre sus hijos, no en el afecto, y se explayan en el terrible castigo que podría imponer por desobediencia, llegando incluso a la ejecución. No obstante, no hay apenas evidencias de ello en la práctica. Es cierto que un bebé recién nacido no se consideraba una persona hasta después de tomar la decisión de criarlo o no y de haberlo aceptado formalmente en la familia. De ahí, hasta cierto punto, la actitud aparentemente despreocupada respecto a lo que nosotros llamaríamos infanticidio. Sin embargo, los miles de emotivos epitafios erigidos por los padres a sus jóvenes retoños indican cualquier cosa menos falta de afecto. «Mi muñequita, mi querida Mania, yace aquí. Solo por pocos años pude darle mi amor. Ahora su padre llora por ella constantemente», rezan los versos escritos sobre una lápida en el norte de África.

INCIPIT 970. EL CLUB DE LECTURA DE DAVIO BOWIE / JOHN O´CONNEL


En julio de 1975, en los huesos y paralizado por una gravísima adicción a la cocaína, David Bowie llegaba a Nuevo México para rodar The Man Who Fell to Earth. Tenía veintiocho años y se había hecho con el papel protagonista del emisario alienígena Thomas Jerome Newton después de que Nicolas Roeg, director de la película, lo viera en el documental de la BBC CrackedActor y se quedara impresionado por su aire de etérea alteridad.
En plató, Bowie sorprendió a todos por su actitud diligente y su implicación; bromeaba encantado con todo el equipo y repasaba el guion con su compañera de reparto Candy Clark. Se había comprometido a mantener la ambiciosa promesa de no tomar drogas durante la filmación, de modo que cuando su presencia no era necesaria en el rodaje, se retiraba a su caravana y se entregaba a otro pasatiempo mucho menos dañino: leer libros. Por suerte, tenía mucho donde elegir.
Según cuenta un reportaje sobre el terreno del Sunday Times: “Como Bowie odia volar, suele viajar por los Estados Unidos en tren, acompañado de una biblioteca móvil transportada en unos baúles especiales que, al abrirse, revelan sus libros, perfectamente colocados en baldas. Los tomos que se ha traído a Nuevo México tratan sobre todo de ocultismo, que es su pasión actual”. Esta biblioteca portátil almacenaba mil quinientos títulos; tantos que la observación que más tarde le haría Clark a un periodista de que Bowie «leía un montón» durante la grabación de The Man Who Fell to Earth se quedara bastante corta.
Avancemos a marzo de 2013 ... Se inaugura en Londres la exposición David Bowie Is del Victoria & Albert Museum con críticas entusiastas y un éxito de taquilla que bate todos los récords. Esta retrospectiva de su carrera, que cuenta con unos cinco mil objetos del archivo personal del cantante entre los que figuran trajes, cuadros, letras manuscritas de canciones y story-boards de videoclips, recorrería todo el mundo antes de despedirse en el Brookyn Museum de Nueva York.

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