Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

INCIPIT 1.197. VALS DE MEFISTO / SERGIO PITOL


Al abrir el bolso de mano para buscar sus cremas,el pijama de seda azul que su hermana Beatriz le compró en la India y en cuyo interior tan a gusto se sentía, las pantuflas y el frasco de somníferos, cayó a sus pies la revista (¡habría podido jurar que la tenía guardada en la maleta negra!) para nuevamente perturbarla y hacerle difícil ya el reposo. Volvió a pensar en la coincidencia que hizo que esa misma mañana, cuando trataba por enésima vez de persuadir a Beatriz del desgaste de su vida matrimonial y de la certidumbre de que Guillermo opinase lo mismo, e insistía en que esa tregua les había hecho conocer el sobrio placer de vivir separados, llegara su cuñado a entregarle la .revista donde aparecía ese Mephisto-Waltzer que oblicuamente parecía corroborar sus argumentos y  de cuyo eco no había logrado desprenderse en todo el día.

Había pensado no volver a leerlo sino hasta que estuviera debidamente instalada en su casa, después del baño, el desayuno y un poco de reposo.


INCIPIT 1.196. CUENTOS / SERGIO PITOL


Victorio Ferri cuenta un cuento

para Carlos Monsiváis

Sé que me llamo Victorio. Sé que creen que estoy loco (versión cuya insensatez a veces me enfurece, otras tan solo me divierte). Sé que soy diferente a los demás, pero también mi padre, mi hermana, mi primo José y hasta Jesusa son distintos, y a nadie se le ocurre pensar que están locos; cosas peores se dicen de ellos. Sé que en nada nos parecemos al resto de la gente y que tampoco entre nosotros existe la menor semejanza. He oído comentar que mi padre es el demonio y aunque hasta ahora jamás haya llegado a descubrirle un signo externo que lo identifique como tal, mi convicción de que es quien es se ha vuelto indestructible. No obstante que en ocasiones me enorgullece, en general ni me place ni me amedrenta el hecho de formar parte de la progenie del maligno.

Cuando un peón se atreve a hablar de mi familia dice que nuestra casa es el infierno. Antes de oír por primera vez esa aseveración yo imaginaba que la morada de los diablos debía ser distinta (pensaba, es claro, en las tradicionales llamas)


TONIO KROGER


Cuentos, Pitol, p. 461

Los románticos abolieron todas las dicotomías. Vida, destino, luz, sombra, sueño, vigilia, cuerpo y escritura significaron para ellos solo fragmentos de un universo difuso, impreciso, pero, a fin de cuentas, indivisible. La exaltación del cuerpo y el incendio del espíritu fueron sus mayores afanes. El poeta romántico se concibió como su propio espacio de observación y campo de batalla. Mann recogió en aquel relato de 1903 uno de los ideales de la época: concebir la ética como una estética, alejar por entero al espíritu de toda vulgaridad terrenal. El simbolismo es una rama tardía del Romanticismo, por lo menos de una de sus tendencias. Tonio Kroger es un escritor de extracción burguesa; le enorgullece vivir exclusivamente para el espíritu, lo que significa un rechazo del mundo. Cumple su destino con la mala conciencia de un burgués a quien avergüenza la mediocridad de su medí o. Por eso su ascesis se realiza con un rigor casi inhumano. Al final de la novela, después de algunas experiencias que lo ponen en relación con la vida, Kroger le revela a su confidente, una pintora rusa, la conclusión a la que llega: «Vosotros los artistas me llamáis un burgués, mientras los burgueses cuando me encuentran sienten la tentación de arrestarme. No sé cuál de ambas actitudes me ofende más. Los burgueses son tontos, lo admito, pero  vosotros, los adoradores de la estética, que me tildáis de flemático y desprovisto de sentimientos y recuerdos deberíais reflexionar un poco sobre la posibilidad de que exista una manera de ser artista tan profunda, tan fatalmente congénita, que ningún anhelo ni recuerdo le podría parecer más dulce y más digno de ambicionarse que las delicias de la vulgaridad. Admiro a los orgullosos y a los gélidos que se aventuran en las sendas de la etérea belleza y menosprecian al "hombre", pero no los envidio. Pues si algo es capaz de transformar a un mero literato en un poeta es este amor mío a todo lo humano, lo vivo y lo cotidiano. Todo calor, toda bondad, toda fuerza nace de este amor a lo humano». Hasta aquí Tonio Kroger, escritor alemán.


JACKIE


Conversaciones íntimas con Truman Capote, p. 176

Sí, muy bien. Recuerdo la habitación y la gente. Era en un piso muy pequeño de Park Avenue. Las señoras se habían levantado de la mesa después de cenar y los hombres se quedaron bebiendo coñac y fumando puros; uno de ellos empezó a describir a todas las putas de lujo de Las Vegas con las que había ido y que le habían gustado. Tenía su número de teléfono junto con sus especialidades: lo bien que chupaban penes, cuánto cobraban, cuánto tiempo tardaban, qué tamaño se podían tragar, si hacían buenos trabajos con la lengua, lo grandes que tenían las tetas, todo lo que hacían. A todos les interesaban mucho las tetas. Fue muy desagradable, de esas cosas que le revuelven a uno el estómago. Y el futuro presidente -aún no lo era- hacía de todo menos tomar notas en la agenda. Estaba anotando algo en una servilleta. Pero el que hablaba era su eterno alcahuete. El que solía proporcionarle todas aquellas prostitutas caras con las que Kennedy trataba mucho, mucho, mucho más de lo que la gente  cree. Era un verdadero caso de satiriasis.

¿Y cómo encaraba Jackie el tema?

Lo toleraba, sencillamente. El no lo hacía delante de sus narices. Se las arreglaba para librarse de ella los fines de semana y esas cosas. Por eso compró la casa de Virginia. Ella se quedaba en la casa de Virginia, y la mujer de un industrial extranjero, con quien él mantenía una gran aventura amorosa, volaba a Washington para hacerle una mamada.

¿Y eso lo sabe alguien?



Lo sé yo. Algunas personas lo saben.

Muy bien, volvamos a Jacke de una vez por todas y lleguemos a la raíz de su enfado. ¿Qué ocurrió realmente para que ahora piense esas cosas de ella?

Pues, bueno, todo empezó con su hermana. En realidad no voy a entrar en ello porque es muy largo y muy complicado. Su hermana era una gran amiga mía. Yo me había portado muy bien

con su hermana. Pues bien, Jackie y Lee siempre habían despreciado a Gore. Me refiero a las cosas que me contaron de Gore ... , y cuando Gore presentó la demanda contra mí por lo que yo había dicho en una estúpida entrevista que concedí por hacer un favor a Dotson Rader, porque Dotson Rader tenía un amigo que quería ser escritor, y Dotson, que no era especialmente amigo mío, no dejaba dé llamarme diciéndome que la revista, cualquiera que fuese, le daría trabajo si podía hacerme una entrevista, y Dotson, efectivamente, no dejaba de repetir: «Vamos, por favor, por favor, si lo hicieras ...” Bueno, ya se hace cargo. Así que al final dije: «¡Bueno, y qué más da, por amor de Dios!», aunque resultó que sí importaba, y mucho. En cualquier caso se publicó la entrevista, que era absolutamente ridícula. Me preguntaron si sabía por qué Gore Vida! se había puesto tan en contra de los Kennedy, y contesté: «pues claro, todo el mundo lo sabe.” Y todo el mundo sabía ... lo que George Plimpton y Arthur Schlesinger habían escrito sobre el tema. De manera que repetí esa historia en la entrevista, y Gore, con su histeria demencial y su odio hacia mí, me demandó en seguida reclamando un millón de dólares. Lee fue quien me había contado la historia. Así que mis abogados le pidieron que hiciese una declaración jurada, pero su abogado le dijo que no lo hiciera y, de hecho, le entregó una al abogado de Gore en la que decía que ella nunca me había contado nada parecido. Además, el abogado era el mismo de Gore. Y Jackie respaldó a Lee con su completo silencio. En aquel momento comprendí qué persona tan hipócrita y falsa era Jackie. Me dolió tremendamente. No entendía a Jackie, porque habíamos sido amigos durante mucho tiempo. Así que la próxima vez que la vi, le di un corte que la dejó absolutamente pasmada. Fue en una cena con un pequeño grupo de gente. Dije, y estaba completamente sereno ... , le dije a la anfitriona: «Si me hubieras dicho que iba a estar esa zorra, no habría venido.» Y me di la vuelta y me marché. Usted puede pensar que fue un comportamiento horroroso, cruel y vulgar, y desde luego los que estaban en la habitación se quedaron sobrecogidos ... , pero no lo lamento ni por un instante.

¿Intentó alguna vez hablar directamente con Jackie sobre el asunto?

No. Ella sabía lo que pasaba.


GARBO


Conversaciones íntimas con Truman Capote, p. 162

En la sección que escribía en Esquire describió usted el piso de la Garbo ¿Cuándo estuvo en él?

Muchas veces.

Comentaba que no tenía espejos: ¿incluía eso el cuarto de baño y el dormitorio?

Nunca estuve en su dormitorio, por eso mencioné las habitaciones comunes. Pasé al cuarto de baño, pero eso no es una habitación común.

¿Sabe si le molestó lo que usted escribió?

No se molesta ni se enfada. Es muy buena amiga.

¿Se reiría de la descripción que hacía de sus cuadros, colgados al revés?

Creo que sí, porque le dije varias veces que debería hacer que lo investigaran. Tiene unos cuatro Picas sos y, con toda seguridad, dos de ellos están al revés.

Aún existe una gran fascinación por la Garbo.

Lo único que sé es que todo el mundo que conozco siempre se ha sentido fascinado por ella. Tengo un amigo que la vio por la calle hace una semana, y casi se desmaya. La siguió durante varias manzanas. Ella no conoce a mucha gente, pero si confía en alguien es comunicativa. Posee un tremendo sentido del humor y una risa maravillosa. Es una persona miedosa. Pero hay que conocerla muy bien para descubrirlo. Tardé años en darme cuenta del miedo que tenía.

Pero su comportamiento público, o la falta de él, indicaría que está asustada.

Lo sé, pero me refiero a que tiene verdadero miedo. La he tratado durante treinta años por lo menos y en todo ese tiempo ha permitido que tres o cuatro personas se aprovecharan de ella de manera increíble. Descubrieron su miedo y lo explotaron. Una de ellas la atemorizó hasta ponerla fuera de sí. Por lo que fuese, aquel hombre me tenia simpatía, pues en caso contrario no habría podido mantener mi amistad con ella, ya que no la dejaba ver a nadie. Ahora vive con la hermana de la baronesa de Rothschild, llevan viviendo juntas cinco o seis años. Y es enormemente buena con Greta. Tiene una casa en París donde vive la mayor parte del tiempo. Ahora está en Nueva York.

La Garbo quizá sea la mujer que los editores y directores de revistas tengan más deseos de entrevistar, porque nunca ha hecho declaraciones. Ella y ]acqueline Onassis.

Bueno, a Jackie más le valdría no hacer entrevistas. No sabría qué decir. (Hace una torpe imitación de Jackie.) “¿Qué has dicho? ¡Oh, Johnny! ¿Lo has dicho en serio? ¿Que soy una puuuta? No has querido decir eso, ¿verdad, Joooohny?” En un contexto apropiado puedo imitarla bastante bien. La aborrezco. Fui un gran amigo suyo. La odio. La desprecio absolutamente.


BRANDO


Conversaciones íntimas con Truman Capote, p. 160

¿Qué opinión tenia usted de Chaplin?

Yo adoraba a Charlie, era un hombre maravilloso.

Marlon Brando dijo que era sádico y cruel, la clase de persona  que se lanzaba a los pies o al cuello de uno.

Bueno, aquella película [La condesa de Hong Kong] era un desastre y Charlie estaba muy insatisfecho: sabia que no estaba haciendo un buen trabajo y que ya había pasado su época. Y o no habría trabajado con él, eso seguro.

Al parecer, Brando tampoco quería.

Pues que no hubiera aceptado el papel. Leyó el guión. Debió ver que era muy malo.

¿Conoció también a James Dean?

Sí, le conocí. No me parecía gran cosa. Lo conocí cuando él estaba en Nueva York, era buen amigo de varios amigos míos. E hizo una obra de Gide. Me parece que no estaba muy bien en la obra, por no decir otra cosa.

¿Y en sus películas?

Nunca me pareció gran cosa como actor. No creo que tuviese cualidades en absoluto.

Brando sí lo creía.

Bueno, Brando me contó que Jimmy Dean le llamaba por teléfono a todas horas y él le oia mientras hablaba con el contestador automático; y no le respondia, ¿sabe?, no le dirigía la palabra. Esa es una de las cosas más desagradables de Marlon. (Risas.)

Brando me dijo que trató de que Dean fuese al psiquiatra.

Es que Marlon empezaba a tener miedo, eso es todo. (Risas.)

¿Hubiera debida tenerle más miedo a Dean o a Montgomery Clift?

¡Pues mire, Marlon comprendió que Monty tenia verdadero talento! Monty era una auténtica amenaza para Marlon. Me parece que, si hubiese vivido, Monty habria superado a Marlon.  Cuando se proyectó El último tango en Paris, algunos críticos la consideraron la película más erótica y liberadora que se hubiera hecho jamás. Uno de ellos se aventuró a decir que había cambiado la fisonomía del séptimo arte. ¿Qué piensa usted?

Creo que es una película malísima.

¿Y la interpretación de Brando?

Teniendo en cuenta que no tenia nada con que trabajar, hizo un papel muy notable. Creo que en la escena donde pronuncia el soliloquio ante la mujer muerta, con esa literatura tan completamente absurda que permea toda la película, hizo un trabajo in· creíble porque verdaderamente le hacía creer a uno en el personaje, en su relación con la mujer muerta y en esa tristeza tan especial. Hizo un trabajo verdaderamente extraordinario partiendo de nada en absoluto.

Cuando pregunté a Brando de qué trataba la película, me dijo que era sobre el psicoanálisis de Bertolucci, y luego añadió que en realidad no tenía ni idea.

Mm ... hmmm. Yo tampoco tengo ni idea de qué trata la película.

Pero ¿considera que abrió nuevos horizontes en el cine para el tratamiento de la sexualidad?

Desde luego era increíblemente vulgar. Para mí, aquel diálogo resultaba bastante ofensivo.


INCIPIT 1.195. RECUERDOS, SUEÑOS, PENSAMIENTOS / CG JUNG


Mi vida es la historia de la autorrealización de lo inconsciente. Todo cuanto está en el inconsciente quiere llegar a ser acontecimiento, y la personalidad también quiere desplegarse a partir de sus condiciones inconscientes y sentirse corno un todo. Para exponer este proceso de evolución no puedo utilizar el lenguaje científico; pues yo no puedo experimentarme corno problema científico.

Lo que se es según la intuición interna y lo que el hombre parece ser sub specie aeternitatis se puede expresar sólo mediante un mito. El mito es más individual y expresa la vida con mayor exactitud que la ciencia. La ciencia trabaja con conceptos de término medio que son demasiado generales para dar cuenta de la diversidad subjetiva de una vida individual.

Así pues, me he propuesto hoy, a mis ochenta y tres años, explicar el mito de mi vida. Sin embargo, no puedo hacer más que afirmaciones inmediatas, sólo “contar historias”. Si son verdaderas no es problema. La cuestión consiste solamente en si este es mi cuento, mi verdad. Lo más difícil en la configuración de una autobiografía consiste en que no se posee ninguna medida, ningún terreno objetivo desde el cual juzgar. No hay posibilidad de comparación. Yo sé que en muchas cosas no soy corno los demás, pero no sé, sin embargo, cómo soy yo realmente.


INCIPIT 1.194. CONVERSACIONES INTIMAS CON TRUMAN CAPOTE


A mediodía del viernes 16 de julio de 1982 tomé un taxi desde el hotel Drake a la esquina de la calle Cuarenta y Nueve con la Primera Avenida. Estaba nervioso al entrar en La Petite Marmite, justo enfrente del United Nations Plaza, donde vivía cuando estaba en la ciudad. «Mister Capote», dije al maitre, que me condujo a una mesa situada en medio de la sala. El restaurante estaba lleno, pero la única persona que vi fue a Capote, que estaba allí sentado con una copa en la mano. Llevaba una chaqueta azul de lino y una camiseta debajo, con su enorme cabeza colocada como una pelota de hacer gimnasia sobre un cuello corto y grueso.

-¿Llego tarde, o usted ha llegado pronto? -le pregunté, sentándome a su lado.

-Debo haber llegado pronto -contestó-. Ya he pedido la comida y estoy tomando una copa.

Se llevó el vaso a los labios y bebió un trago.

No tenia el aspecto que yo esperaba en él. Tenia la cara hinchada, el pelo escaso y ojos como de cuervo. No parecía ni enano ni elfo, como tantas veces se le había descrito, sino que irradiaba firmeza y autoridad.

Llegó un camarero y le pedí un vaso de vino blanco,

-Esta temporada todo el mundo bebe vino blanco –dijo Capote-. Yo bebo daiquiris.


MM


Conversaciones íntimas con Truman Capote, p. 157

Clift siempre me recordaba mucho a Marílyn Monroe. Marilyn solfa decir: “A la única persona que le va peor en la vida que a mí es a Monty Clift.» Es curioso, porque más o menos tenían el mismo problema.

Ha escrito dos cosas sobre Marilyn; una se incluyó en Los perros ladran, la otra en Música para camaleones. En la primera, usted empieza: «¿Monroe? Una palurda, nada más ...” ¿Lo era? Claro que no. Eso es lo que ella creía que yo pensaba. No, yo adoraba a Marílyn. Me parecía maravillosa. Y su muerte me impresionó mucho. Yo estaba en España, en un pueblecito, y lo vi en un periódico español. Apenas podía creerlo. Aunque, no sé, había tratado de suicidarse al menos cuatro o cinco veces, que yo supiera, durante los años en que la traté, y la conocí desde la primera película que hizo, bueno, la primera en que tuvo diálogo, La jungla de asfalto. La dirigió John Huston, y él me la presentó.

¿Ha escrito algo sobre sus anteriores intentos de suicidio?

No. Escribí una semblanza de ella en Música para camaleones, pero no entré en eso.

¿Es ese retrato?”«Una hermosa criatura», el que prefiere entre los que ha hecho?

No, en ese libro mi preferido es el titulado “Un día de trabajo”, el de una mujer que va a limpiar casas.

¿Por qué cree que Norman Mailer se siente tan fascinado por Monroe?

Porque no la conocía.

¿Es verdad que Marilyn dijo: «Me gusta bailar desnuda delante del espejo y ver cómo saltan mis tetitas»?

Sí.

¿Sabía Marilyn que algún día escribiría usted sobre ella?

Yo tampoco lo sabía. Todo eso viene de mi diario. Todo el retrato salió de mi diario.

Lo terminaba con una pregunta: “¿Por qué la vida tiene que ser tan jodidamente podrida?» ¿Es eso lo que usted piensa de la vida en general?

Me refería a su vida ... , y también a algunos aspectos de la mía, sí. En general, no pienso así. Era una pregunta que le hacía a Marilyn, que al final del retrato aparece como una especie de espíritu. Como sí hablara con un espíritu.

Marilyn le contó que Errol Flynn tocaba el piano con el pene. ¿Es una anécdota corriente de Flynn?

No sé si lo es o no.

¿Le sorprendió o le chocó que a ella le gustara hablar de esa clase de cosas?

Le he dicho que la conocí durante mucho, mucho tiempo. Nada de Marilyn podía sorprenderme.

Usted ha escrito acerca de sus propias relaciones con Errol Flynn a los diecinueve años ...

Bueno, apenas pueden llamarse relaciones, Puede decirse que pasamos una velada juntos.


TIEMPOS MODERNOS


Valle inquietante, Anna Wiener, p. 268

Nuestros compañeros que trabajaban a distancia no estaban contentos. A menudo comentaban que se sentían ciudadanos de segunda. A medida que la empresa se volvía más corporativa, su política había pasado de promover el trabajo a distancia a simplemente  aceptarlo. El tecnoutopismo de los inicios de la startup no estaba yendo a más, aunque no porque nadie lo intentara.

En una discusión interna, una parte de los empleados a distancia hicieron campaña para obtener prestaciones adicionales. En la sede de San Francisco se suministraban comida y bebida gratis, señaló una mujer que se identificaba como nómada digital; lo justo sería que los empleados a distancia recibieran una asignación para aperitivos y bebida. «Trabajo en un café», escribió la mujer. «Para estar allí tengo que consumir algo, y ni siquiera bebo café.,

La sede central también tenía servicio de limpieza, señaló alguien. “No le diría que no a una asignación para pagar a alguien que viniera a limpiar», añadió, por si acaso no estaba claro. “No iría mal un pequeño presupuesto anual para remodelar las oficinas que tenemos en casa», escribió un programador. Enumeró los elementos que no podrían incluirse como gastos: plantas de oficina, minineveras, cuadros y otros elementos decorativos, reparación de mobiliario.

“Los vuelos de más de cuatro horas se podrían hacer en business”, posteó un comercial. “Representaría mejor a la empresa en mi trabajo si pudiera echar una siesta durante el  vuelo.»

Equipamiento para hacer gimnasia en casa, dijo otra persona. Una bici de carretera o un buen par de zapatillas de correr; una tabla de surf o unos esquís. «Podríamos apuntarnos a una de esas suscripciones a cajas de cosas para picar”, sugirió un representante de atención al cliente cuyas modestas aspiraciones me conmovieron.

«Me gustaría que las asignaciones para fitness fueran más flexibles», escribió otro programador. «No me siento cómodo en los gimnasios, de modo que mi principal fuente de ejercicio es el paintball. Estaría bien poder usar las asignaciones para pagar el equipamiento y la pintura.»

Mi compañero programador me mandó un enlace al hilo de comentarios. «Es justo de esto de lo que te estaba hablando», me escribió. «Lee esto y dime que todavía quieres darle algún tipo de poder a esta gente.»


GOOGLE

Valle inquietante, Anna Wiener, p. 264

Su empresa era divertida. Era divertida -¡divertida! - y quería que se enterara todo el mundo, y sobre todo los empleados y los candidatos a empleados. Los programadores iban zumbando por el centro comercial en bicicletas y patinetes. El capitán de sueños siempre llevaba patines y acudía patinando a sus compromisos, lo que lo hacía más eficiente y mejoraba su ritmo cardiaco. Ian se presentó a un pícnic acompañado de un robot militar cuadrúpedo, como si un trasto de metal del tamaño de una mula y capaz de abrir puertas fuera un comensal como cualquier otro. La empresa montó una fiesta del Día de los Muertos con comida mexicana, banda de mariachis y un altar iluminado con velas que rendía tributo a todos sus productos que nunca habían llegado a salir al mercado. También organizaba un evento de varios días en un antiguo campamento de boy scouts en el bosque: una metáfora un poco obvia, en mi opinión.

El gigante de los buscadores ofrecía prestaciones sociales que quedaban a medio camino entre lo universitario y lo feudal. Ian se hacía chequeos en el centro sanitario y volvía a casa trayendo condones de los colores del logo de la empresa y en los que había impreso el eslogan del buscador, VOY A TENER SUERTE. A los empleados se les ofrecía una panoplia de actividades de educación física -patinar era solo una de ellas-, e Ian se apuntó a hacer fitness funcional durante la pausa del almuerzo. Empezó a levantar pesas, a muscularse y a controlar sus estadísticas. Yo empecé a encontrarme envoltorios de barritas de proteínas en el filtro de la lavadora.

-Me preocupa convertirme en un friki-cachas -me decía, abriendo una aplicación para enseñarme sus estadísticas. A mí me daba igual que Ian se convirtiera en un friki-cachas; me preocupaba más que viera a sus colegas desnudos en los vestuarios colectivos. Resultaba demasiado íntimo. Él me recordó para tranquilizarme que la empresa era muy grande.

La corporación nodriza, que daba trabajo a unas setenta mil  personas, era una congregación de talentos de la programación única en la historia mundial -un pozo ilimitado de recursos a explorar, un prodigio de organización-, pero vista desde fuera tenía pinta de estar sufriendo cierto grado de esclerosis. Era la mejor gran empresa para la que se podía trabajar, decía a   veces Ian, pero su negocio central seguía siendo la publicidad digital, no el hardware.


“Cambia el mundo que te rodea.»


Valle inquietante, Anna Wiener, p. 166

Ojeaba los emails de las empresas de selección y las ofertas de trabajo de la prensá como si fueran horóscopos, deteniéndome en los beneficios: salario competitivo, seguro dental y oftalmológico, plan de jubilación, gimnasio gratuito, almuerzo suministrado por la empresa, aparcamiento para bicis, viajes de esquí a Tahoe, excursiones a Napa, seminarios en Las Vegas, cerveza de barril, cerveza artesana de barril, kombucha de barril, degustaciones de vino, miércoles de whisky, barra libre los viernes, masajes en las oficinas, yoga en las oficinas, mesa de billar, mesa de ping-pong, robot de ping-pong, piscina de bolas, noche de juegos, cine-club semanal, karts, tirolinas. Las ofertas de trabajo eran el mejor lugar para empaparte de la idea de diversión que tenían los departamentos de recursos humanos y de la idea de conciliación entre vida y trabajo que tenía una persona de veintitrés años. A veces me olvidaba de que no estaba buscando unas colonias de verano. “Entorno personalizado: diseña tu estación de trabajo perfecta con el último grito en hardware.» “Cambia el mundo que te rodea.» «Trabajamos mucho, nos reímos mucho y nadie choca esos cinco como nosotros.» “No somos una app social más.” “No somos una herramienta de gestión de proyectos más.» “No somos un servicio de reparto más.”

Me corté el pelo. Pedí días de asuntos propios. Hice caso omiso de las miraditas de los comerciales cada vez que entraba en la oficina llevando algo más elegante que una camiseta y unos vaqueros.


INCIPIT 1.193. JILL / PHILIP LARKIN


Sentado en el rincón de un compartimento vacío, John Kemp viajaba en un tren que avanzaba por el último tramo· de línea antes de Oxford. Eran casi las cuatro de un jueves de mediados de octubre y el aire empezaba a volverse denso, como sucede en otoño antes del atardecer. El cielo había cobrado un aspecto severo, cubierto de nubes opacas. Cuando no se lo impedían los gasómetros, otros vagones o los ennegrecidos puentes de Banbury, John miraba el paisaje, fijándose en las arboledas que desfilaban a toda velocidad. Cada hoja tenía un color particular, desde el ocre más pálido hasta casi el púrpura, de modo que los árboles se distinguían con tanta nitidez como en primavera. Los setos aún estaban verdes, pero las hojas de las enredaderas trenzadas en ellos habían cobrado un amarillo enfermizo y en la distancia parecían flores tardías. Pequeños brazos de río ondulaban por los prados, flanqueados por sauces que cubrían el suelo de hojas. Pasarelas vacías cruzaban las aguas.


INCIPIT 1.192. VALLE INQUIETANTE / ANNA WIENER


Dependiendo de a quién preguntaras, fue la cúspide, el punto de inflexión o bien el principio del fin de la era de las startups de Silicon Valley; de aquello que los cínicos llamaban una burbuja, los optimistas llamaban el futuro y mis futuros compañeros de trabajo, ebrios de entusiasmo ante la posibilidad de participar en la historia mundial, llamaban, casi sin aliento, el ecosistema. Una red social que todo el mundo decía odiar pero a la que no podían dejar de conectarse salió a bolsa con una valoración de ciento y pico mil millones de dólares: el primer día de cotización su sonriente socio fundador abrió la sesión dando el toque de campana por videoconferencia y aquello fue la sentencia de muerte de los alquileres asequibles en San Francisco. Doscientos millones de personas se apuntaron a una plataforma de microblogging que las ayudaba a sentirse más cerca de los famosos y de otros desconocidos a los que habrían odiado en la vida real. La inteligencia artificial y la realidad virtual se estaban empezando a  poner de moda otra vez. Los coches sin conductor se consideraban inevitables. Todo se estaba volviendo móvil. Todo estaba en la nube. La nube era un centro de datos sin ubicación  específica en medio de Texas o de Cork o de Baviera, pero a nadie le importaba. Todo el mundo confiaba en ella de todas maneras.


SAN FRANCISCO


Valle inquietante, Anne Wiener

San Francisco era una ciudad de perdedores a la que le estaba costando absorber el flujo entrante de aspirantes a triunfadores. Había sido durante mucho tiempo un refugio para jipis y homosexuales, artistas y activistas, festivaleros y gays amantes del cuero, marginados y desubicados. Pero también había tenido un gobierno históricamente corrupto y un mercado inmobiliario que se había beneficiado de políticas racistas de rehabilitación -el valor del suelo se había incrementado tanto por las prácticas segregacionistas como por las estrategias discriminatorias de calificación urbanística y los campos de internamiento de mediados de siglo-, y todo ello, junto con la realidad de que el sida había acabado antes de tiempo con una generación entera, había hecho que dejara de ser en parte la meca de los libres y de los excéntricos, de los que vivían en los márgenes. Atrapada en la nostalgia de su propia mitología, la ciudad se aferraba a la alucinación de un pasado glorioso, y no se había contagiado del ímpetu reciente del triunvirato oscuro de la tecnología: capital, poder y una masculinidad heterosexual, insulsa y reprimida.

Era un lugar extraño para aquellos jóvenes y adinerados arquitectos del futuro. En ausencia de instituciones culturales vibrantes, el centro de placer de la industria parecía ocuparlo el ejercicio físico: la gente tocaba el cielo corriendo por la montaña o haciendo senderismo, plantaba sus tiendas en campings de lujo de Marin y alquilaba chalés en Tahoe. Muchos iban a trabajar vestidos como si estuvieran a punto de emprender una expedición por los Alpes: chaquetas de plumón de alto rendimiento, anoraks para el mal tiempo y mochilas con mosquetones de adorno. Parecían listos para ponerse a recoger ramas para el fuego y construirse una cabaña, más que para hacer llamadas de ventas o abrir solicitudes desde diáfanas oficinas climatizadas. Parecían disfrazados para ir a jugar a rol en vivo el fin de semana.

La cultura que aquellos residentes buscaban y promovían era un estilo de vida. Interactuaban con su nueva ciudad a base de evaluarla. Las aplicaciones de reseñas ofrecían oportunidades para asignarle una nota a todo: al dim sum, a los parques infantiles y a las rutas de senderismo. Los socios de las startups iban a un restaurante y confirmaban que la comida tenía exactamente el sabor que las reseñas aseguraban que tendría; posteaban fotos que nadie necesitaba de sus aperitivos y vistas detalladas de cada espacio. Buscaban la autenticidad sin darse cuenta de que lo más auténtico de la ciudad, llegado aquel punto, eran ellos.


SILICON VALLEY


Valle inquietante, Anna Wiener, p. 30

 Allí donde el dinero cambiaba de manos, enseguida aparecían tecnólogos emprendedores y gente con másteres en administración de empresas. Proliferó el término «revolucionan” y no había sector que alguien no estuviera a punto de revolucionar o que no pudiera ser revolucionado: partituras, alquiler de esmóquines, comida casera, compras online, planificación de bodas, operaciones bancarias, barbería, líneas de crédito, servicio de tintorería, el método del calendario. Una página web que permitía alquilar la entrada para coches de tu casa cuando no la usabas consiguió cuatro millones de dólares de financiación de varias empresas importantes de Sand Hill Road. Una página web que venía a transformar el mercado de las mascotas -la aplicación te permitía contratar a alguien que te cuidara y paseara al perro, una revolución para los chavales y chavalas de doce años del vecindario- consiguió diez millones. Una aplicación para acumular cupones de descuento permitió a una cantidad incalculable de urbanitas aburridos y curiosos pagar por unos servicios que ni siquiera sabían que necesitaban, y durante un tiempo la gente estuvo inyectándose  toxinas antiarrugas, yendo a clase de trapecio y blanqueándose el ano solo porque tenían descuentos para hacerlo.

Fue el principio de la era de los unicornios, las startups valoradas por sus inversores en más de mil millones de dólares. Un importante inversor de capital riesgo declaró en las páginas de opinión de un periódico financiero internacional que el software se estaba comiendo el mundo, una afirmación que a continuación fue citada en incontables presentaciones de PowerPoint, comunicados de prensa y ofertas de trabajo corno si fuera la prueba de algo; corno si fuera una evidencia en vez de ser una simple metáfora, torpe y nada poética.

Fuera de Silicon Valley parecía reinar una resistencia generalizada a tornarse nada de todo esto demasiado en serio. Prevalecía la opinión de que era una fase pasajera, igual que la anterior burbuja. Entretanto, el sector tecnológico se expandía más allá del ámbito de los futurólogos y los entusiastas del hardware y se asentaba en su nuevo rol corno andamiaje de la vida cotidiana. No puedo decir que me enterara de lo que estaba pasando  porque no estaba prestando atención. Ni siquiera tenía aplicaciones en el teléfono.


GUERRA


Un reguero de pólvora, Rebecca West, p. 301

En cuanto al gran proceso de Núremberg, el juicio de Göring y de los jerarcas nazis, se ha convertido en un desagradable foco de infección. Discutir al respecto con conocimiento de lo que pasó de verdad durante el juicio es una forma tan segura de volverse impopular como hablar en Inglaterra de asuntos americanos con un conocimiento mínimo de la Constitución de Estados Unidos; en este caso, el punto en que más irritación provocan los informados entre los desinformados es la condena de los acusados miembros de las fuerzas armadas. Los desinformados querían creer que los generales y almirantes nazis fueron juzgados por obedecer órdenes, órdenes como las que podría haber dado cualquier gobierno Aliado a sus almirantes y generales, aunque esto no sea cierto ni en un solo caso. Tan fervientemente desean creérselo los desinformados, que esa creencia debe responder a una profunda necesidad; de hecho, el cinismo acerca del juicio de Núremberg ejerce los mismos efectos sobre los supervivientes de la Segunda Guerra Mundial que el cinismo acerca del Tratado de Versalles tuvo sobre los de la Primera Guerra Mundial. Si en 1918 fuimos culpables del bloqueo de Alemania tras el cese de las hostilidades, y de condenarla a la hambruna por exigir avarientas reparaciones de guerra, si en 1946 fuimos culpables de condenar a los líderes nazis con cargos falsos, entonces no somos mejores que nuestros enemigos. Si no somos mejores que nuestros enemigos, quienes -en esto hay unanimidad- eran viles, entonces sería pura hipocresía por nuestra parte ir a la guerra por una cuestión moral. Esto no sólo impedirá que desencadenemos una guerra de agresión: hace ridículo que nos defendamos. ¿Qué importancia puede tener que los habitantes de otro país nos invadan para gobernarnos, puesto que no pueden ser peores que nosotros? Es éste un mecanismo que se pondrá en marcha cada vez que un poder victorioso inicie una gran actuación internacional después de una guerra. Podría llamárselo mecanismo defensivo, pero no puede defender a nadie contra nada. Muchos ingleses recurrieron a él en los años veinte y treinta, pero Hitler declaró la guerra de todas formas.


NUREMBERG


Un reguero de pólvora, Rebecca West, p. 161

A menudo me decía la gente: «Ha tenido usted que conocer a personas muy interesante cuando estuvo en el juicio de Núremberg ». Así había sido, en efecto. Hubo un hombre con una sola pierna y una niña de doce años que cultivaban enormes ciclámenes en un invernadero, y milagrosamente conseguían venderlos en un país en el que no había más comercio que el deprimente y público de víveres, y trueque de todo lo sucio y usado. Desde entonces, se habían apoderado de toda Alemania Occidental. Incluso aquí, en Hamburgo, una ciudad que después de la guerra parecía estar tan muerta como un animal eviscerado, un comercio pertinaz estaba alcanzando un crecimiento prodigioso.

Esto era en parte consecuencia de los esfuerzos de los Aliados: de los grandes desconocidos, como un ingeniero de minas de Doncaster llamado Harry Collins, hoy en día Director de Producción de la División de Durham de la Junta Nacional del Carbón, quien realizó una de las mayores gestas administrativas de la historia al dirigirse al Ruhr en minas, alimentar a los mineros muertos de hambre, improvisar alojamientos e infundirles ánimos para volver a extraer carbón del subsuelo; de los funcionarios que llevaron a cabo la reforma monetaria de 1948, que fue introducida por británicos, americanos y franceses con auténtica consideración por los intereses de Alemania, a diferencia de la Unión Soviética. Pero el factor esencial fue el prurito de la industria, el anhelo del trabajo, que forzó a los alemanes a fabricar cosas; y venderlas, al hombre de una sola pierna a seguir cojeando y dando tumbos entre su calorífero de leña y su invernadero.

A los visitantes del extranjero, el espectáculo de este renacimiento les resultaba en ocasiones bastante repelente. Su repulsión era casi del todo injusta, aunque inevitable. Hamburgo presentaba un espectáculo deplorable desde el punto de vista altruista con el que Gran Bretaña se encontraba por entonces firmemente identificada. Con excepción de la fila de casas que bordeaban el puerto y el gran lago Alster, la ciudad entera era tierra devastada. Alrededor de ella se extendía tejido cicatricial, más repelente que los daños similares en la City de Londres, Plymoutb, Hull o Bristol, no sólo porque los destrozos eran mayores aquí, sino porque la zona estaba desolada, pero no despoblada. Rebosaba de gente cansada y polvorienta, zafia por la falta de intimidad, que seguía viviendo en sótanos y refugios antiaéreos cuatro años después de acabada la guerra, y claramente aún no había salido de ella. Estas personas parecían no haberse enterado de que reinaba la paz, porque había tantas malas noticias a su alrededor que no habían tenido tiempo de escuchar las buenas. Muchas de ellas parecían tener hambre, y de hecho estaban hambrientas. Las comidas que hacían encima de puertas viejas o cajas de embalar en los refugios antiaéreos eran lastimosas. Algunos ni siquiera tenían dinero para comprar los alimentos racionados.


DOCTOR FRANK


Un reguero de pólvora, Rebecca West, p. 71

Con todos sus fallos, el sistema consiguió llevar a los viajeros a Núremberg a su debido tiempo. Al instante se hizo evidente una brecha entre quienes habían venido al juicio para asistir, digamos, a la apertura y a estas últimas dos sesiones, y aquellos que tenían una experiencia más prolongada de las sesiones. El tribunal había promulgado una directiva prohibiendo que se les sacaran fotos a los acusados en el momento en que se les comunicaran las sentencias. A algunos periodistas que acababan de llegar, esto les pareció una escandalosa intromisión en las prerrogativas de la prensa, e incluso algunos historiadores pensaron que el registro filmado del caso quedaría de este modo lamentablemente incompleto. Ahora bien, los que llevaban meses acudiendo a la sala de audiencias eran, en su mayoría, de otra opinión.

La cuestión no era baladí, porque existía la certeza de que varios de los acusados serían sentenciados a muerte. Daba la impresión de que cuando no se había visto nunca a un hombre, o se lo había visto sólo una o dos veces, no había nada ofensivo en la idea de fotografiarlo mientras se lo sentenciaba a muerte, pero cuando se lo había visto a menudo, la idea dejaba de resultar atractiva. Los corresponsales que habían asistido al juicio un día tras otro sabían cuánto odiaban los acusados esos momentos de cada sesión en que la rutina consistía en poner en acción las cámaras. La mayor parte de ellos echaba mano de sus gafas oscuras en cuanto se encendían las luces penetrantes y ácidas de los focos, con una adustez que significaba que hacían algo más que meramente intentar proteger sus ojos; y los que recurrían más a menudo a esas gafas oscuras eran aquellos que habían manifestado mayor arrepentimiento. El doctor Frank, que había masacrado Polonia y se había visto empujado por el remordimiento a una conversión al catolicismo que las autoridades juzgaban sincera, era siempre el primero en alargar la mano hacia el estuche de sus gafas. Puede que fuese justo colgar a estos hombres, pero no podía serlo sacarles fotos mientras se les comunicaba que iban a ser ahorcados. En efecto, cuando la sociedad tiene que lastimar a una persona, tiene que hacerle el menor daño posible, y debe proteger su orgullo en la medida que pueda, so pena de que se extiendan por esa sociedad sentimientos de los que impulsan a la gente a cometer actos por los que acaban en la horca.


VERDUGO


Un reguero de pólvora, Rebecca West,  p. 109

De hecho, morían por una lenta estrangulación. En el pasado, ésa era considerada la forma de morir en la horca. Un cabo suelto de la horca se pasaba por una anilla en el poste del patíbulo y cuando la víctima se estaba balanceando en la cuerda, el verdugo tiraba del cabo y la estrangulaba. El sistema de caída se introdujo con la esperanza de que la caída por la trampilla le dislocara el cuello al condenado, causándole la muerte instantánea; pero aun así, siguieron muriendo estrangulados.

Ningún médico, ningún abogado, ningún humanitarista declarado se tomaron la molestia de averiguar por qué había fallado el sistema. Esa tarea quedó para un zapatero analfabeto de Lincolnshire llamado William Marwood, al que obsesionaban los ahorcamientos. Pensaba en ellos todo el día mientras se afanaba sobre sus botas y zapatos; y lo asaltó la idea de que los ahorcados seguían padeciendo el dolor del estrangulamiento porque la distancia habitual del patíbulo al suelo no era lo bastante grande para provocar una caída suficientemente violenta. También advirtió que, para conseguir una caída lo bastante violenta para partir el espinazo, pero no tanto que arrancara de cuajo la cabeza del tronco, la longitud de la soga había de ser proporcional al peso del cuerpo. Marwood consiguió ser nombrado ejecutor público en 1871, y enseguida se comprobó que su sistema reducía considerablemente el riesgo de estrangulamiento, pero nunca logró poner a punto más que una fórmula aproximada para calcular la longitud de la cuerda. Ésta sería perfeccionada por uno de sus sucesores, James Berry. Estos verdugos hicieron una considerable obra de caridad para con los más derrotados de los hijos de los hombres, y nos quitaron a todos de encima la culpa de torturar, además de matar. Sin embargo, nunca se lo agradecemos; sus nombres no están grabados con letras de oro, como los de Shaftesbury y Schweitzer, y si nos los encontráramos de frente, bien pocos recordaríamos de inmediato que les debemos reverencia y gratitud; y a los que más les costará acordarse es a quienes han aguardado ante la puerta de una prisión a la hora de un ahorcamiento. Ahí no hay nada que ver antes de la ejecución, excepto un cartel blanco clavado en la gran puerta exterior de la prisión, en el que se anuncia que un hombre va a ser colgado esa mañana. Después de la ejecución, asoma un guardia por una puerta pequeña que se abre en la más grande, retira el cartel y se lo lleva dentro, para al rato volver a sacarlo y colgarlo otra vez, con dos avisos más grapados al primero: el uno, la declaración del alguacil de que el reo ha sido colgado; el otro, la declaración de un médico de que ha examinado al ahorcado y ha comprobado su fallecimiento. Aun así, la gente acude de bien lejos para asistir a este espectáculo casi invisible, y a menudo se traen a los niños, que a veces habrán berreado para que los traigan; luego se marchan con la satisfacción de los que han alcanzado el orgasmo. Nunca ha habido un acontecimiento lícito que apestara tanto a ilícito como éste.


INCIPIT 1.191. UN REGUERO DE POLVORA / REBECCA WEST


El asombroso rostro del enemigo del mundo ascendió raudo hacia el avión: pinares sobre pequeñas colinas, lagos de un brillante verde grisáceo, tan pequeños que nunca podrían ser más que lisos, jardines crecidos con judías lengua de fuego, campos con hileras de trigo cobrizo, pueblos de tejados bermejos con gabletes precipitosos e iglesias con campanarios con forma de calabaza que no hubiese podido diseñar ningún arquitecto de más de siete años. Otro minuto más y el avión descendió hasta el corazón mismo del enemigo del mundo: Núremberg. No hicieron falta muchos minutos más para llegar al tribunal donde el enemigo del mundo estaba siendo juzgado por sus pecados. Ahora bien, esos pecados quedaron olvidados de inmediato ante el asombro suscitado por el conflicto que sacudía a ese tribunal, aun no teniendo nada que ver con los cargos sometidos a su consideración. El juicio se hallaba entonces en su undécimo mes y el tribunal era una ciudadela de tedio. Todos los que estaban en su ámbito eran presa de un extremo aburrimiento. Con esto no pretendo decir que el  trabajo que se traían entre manos fuera desempeñado con languidez: una disciplina férrea se oponía frontalmente al tedio y no cedía ni un centímetro. Pero, con todo y con eso, el proceso más espectacular que se estaba desarrollando ante el tribunal por entonces era un cierto tira y afloja respecto al tiempo.


INCIPIT 1.190. HAMNET / MAGGIE O'FARRELL


Un niño baja unas escaleras.

Es un tramo angosto que se revuelve sobre sí mismo. El niño avanza lentamente, deslizando la espalda por la pared, con un golpe seco de bota en cada escalón.

Casi al final se detiene un momento y se vuelve a mirar el camino andado. De pronto salta resueltamente los tres últimos peldaños, como de costumbre. Al llegar al suelo, tropieza y se cae de rodillas en las losas.

Es un día bochornoso de finales de verano, sin viento, y unos largos haces oblicuos de luz cruzan la estancia de abajo. El sol, amenazante, lo mira desde fuera y por las ventanas estampa una celosía amarilla en la pared.

Se levanta, se frota las piernas. Mira a un lado, hacia las escaleras; mira al otro, no sabe adónde ir.

No hay nadie en la estancia, la lumbre rumia en el hogar: abajo, ascuas anaranjadas; arriba, suaves espirales de humo. El pulso de las rodillas magulladas se acompasa con los latidos del corazón. Pone una mano en el pestillo de la puerta de las escaleras y levanta la punta de la gastada bota de piel como si fuera a moverse, a echar a correr. Tiene el pelo claro, casi dorado; unos mechones alborotados se le levantan por encima de la frente.

Aquí no hay nadie.


NUREMBERG


Un reguero de pólvora, Rebecca West, p. 34

Los Aliados reaccionaban en consonancia con sus historias respectivas. Los franceses, muchos de los cuales habían pasado por campos de concentración, descansaban y leían; ninguna otra nación ha soportado más guerras ni se ha mostrado más persistente en la creación de una cultura, y así es corno lo ha hecho. Los británicos habían recreado un asentamiento de montaña en la India; quien desee saber cómo vivían en Núremberg no tiene más que leer las primeras obras de Rudyard Kipling. En chalés situados entre los pinos bávaros, rodeados de muebles de estilo modernista alemán, que parecían todos dotados de un enorme trasero, lograron una triple hazaña de reconstrucción: personas que estaban en Alemania fingían que se hallaban en la selva fingiendo que estaban en Inglaterra. Los americanos daban esas enormes fiestas cuyo modelo quedó establecido en tiempos de los pioneros, cuando la gente que vivía en poblados diseminados se reunía con tan poca frecuencia que no permitir que la cordialidad llegara al máximo de la escala habría supuesto agotar a los caballos para nada; por lo demás, se enfrentaban a la decepción. Hágase lo que se quiera con América, el hecho es que sigue siendo vasta, y la consecuencia es que en una tierra en la que la gente vive subyugada por la idea de la gran ciudad, la mayoría de las ciudades son pequeñas. Y he aquí que los hijos de esas gentes, que habían cruzado un gran océano creyendo que iban a ver algo prodigioso, se encontraban otra vez en una pequeña ciudad, más pequeña que cualquiera de las pequeñas localidades de las que habían huido.

Porque una ciudad pequeña es un lugar en el que no hay nada que se pueda comprar con dinero; y en Núremberg, como en todas las ciudades alemanas por aquel entonces, la facultad de adquirir había caído en el olvido. Los nuremburgueses acudían a trabajar en tranvías cochambrosos enganchados de tres en tres; así que es de suponer que pagarían sus billetes. Compraban los escasos víveres a su disposición en tiendas tan desabastecidas que resultaba difícil asociarlas con la satisfacción de un apetito cualquiera. Compraban combustible; no mucho, porque era verano, pero sí lo suficiente para cocinar y para cubrir lo que sentían, con una urgencia mucho más imperiosa de lo que cabría imaginar: la necesidad de alumbrarse.


GÖRING EN NUREMBERG


Un reguero de pólvora, Rebecca West, p. 31

Y aunque todo el mundo llevaba años leyendo noticias sorprendentes acerca de Göring, aún conseguía sorprender. Era tan blando. Ocasionalmente vestía uniforme de las Fuerzas Aéreas alemanas y a veces un liviano traje veraniego del peor gusto, y ambos le estaban muy anchos, dando la impresión de que estaba preñado. Tenía el cabello castaño espeso y juvenil, la tosca piel brillante de un actor que lleva décadas usando maquillaje y las arrugas  preternaturalmente profundas del drogadicto. El conjunto venía a ser algo así como la cabeza del muñeco de un ventrílocuo. Parecía infinitamente corrupto y actuaba de forma ingenua. Cuando los abogados de los demás acusados se acercaban a la puerta para recibir  instrucciones, intervenía a menudo e insistía en instruirlos él en persona, a despecho de la evidente cólera de los imputados, que, en verdad, debía de ser muy intensa, puesto que la mayor parte de ellos bien podían pensar que, de no haber sido por Göring, nunca habrían tenido que contratarlos en absoluto. Uno de los abogados era un hombrecillo diminuto de aspecto muy judío y cuando se ponía en pie ante el banquillo, llegándole la cabeza a duras penas a la parte superior del mismo, y sacudía la toga con irritación, porque la sonriente máscara inexpresiva de Göring se cernía entre su cliente y él, parecía como si un ventrílocuo hubiese organizado una pelea entre dos marionetas.

La apariencia de Göring remitía con fuerza, aunque de forma oscura, al sexo. La historia ha demostrado que sus líos amorosos con mujeres desempeñaron en varias ocasiones un papel decisivo en el desarrollo del Partido Nacional Socialista, pero él tenía el aspecto de una persona que jamás alzaría la mano contra una mujer, salvo para algo mucho más peculiar que la gentileza. No se parecía a ningún tipo reconocido de homosexual, pero resultaba femenino. A veces, particularmente cuando estaba de buen humor, recordaba a la madama de un burdeL A última hora de la mañana, se puede ver a sus semejantes asomadas a las puertas de las empinadas calles de Marsella, con la máscara de la afabilidad profesional aún fija en el rostro, aunque estén relajadas y ociosas, con sus gordos gatos restregándose contra sus faldones. Ciertamente, en él se había producido una concentración de todo lo que era apetito y elaborados proyectos para saciado, y aun así daba la sensación de sed en el desierto. No importa qué acueductos hubiese mandado levantar para acarrear agua hasta su campamento, alguna aberración de la arquitectura había permitido que ésta se saliese y derramase por las arenas mucho antes de llegar a él. En ocasiones, incluso ahora, chascaba los gruesos labios como si fuese un hombre bien alimentado al que aún no le hubiese llegado la noticia de que se iban a suspender sus comidas. De todos esos acusados, era el único que, de haber tenido la oportunidad, habría salido del Palacio de Justicia y vuelto a apoderarse de Alemania, para convertirla en la representación de la fantasía privada que lo había llevado al banquillo.


RUDOLF HESS EN NUREMBERG


Un reguero de pólvora, Rebecca West, p. 29

Tan venidas a menos estaban sus personalidades, que resultaba difícil recordar quién era quién, incluso después de llevar una días ahí sentada mirándolos; los que destacaban se definían más bien por alguna rareza que por su carácter.

Hess resultaba llamativo porque estaba claramente loco: tan claramente loco que parecía una vergüenza someterlo a juicio. Tenía la tez cenicienta y esa extraña facultad, propia de los lunáticos, de adoptar posturas forzadas que ninguna persona sana podría mantener más que unos pocos minutos, y quedarse contorsionado durante horas. Tenía la pinta de desclasado característica de los internos de un asilo psiquiátrico: era evidente que su personalidad perturbada había borrado cualquier indicio de su pasado. Daba la impresión de que su mente careciera de superficie, como si hubiesen dinamitado todas las partes de la misma, menos la profundidad donde moran las pesadillas. Schacht era igualmente llamativo porque no podía estar más cuerdo, y por conseguir ser tan por completo igual a sí mismo en esas circunstancias extraordinarias. Se sentaba de lado, de forma que su alto cuerpo, tan rígido como un tablón, se apoyaba en el extremo del banquillo, que le servía de respaldo y no para acodarse. Así, quedaba sentado en ángulo recto respecto a los demás acusados y miraba por encima de sus cabezas: siempre había sostenido que era muy superior a la banda de Hitler. De este modo asimismo, se sentaba en ángulo recto respecto a la bancada de los jueces que lo confrontaban: su argumento era que él era un destacado banquero internacional, un hombre de lo más respetable, y no había tribunal en la tierra con derecho a juzgarlo. Lo petrificaba la furia porque ese tribunal pretendiera disponer de tal derecho. Podría haber sido un cadáver envarado por el rigor mortis, un desagradable cadáver que se las había ingeniado para agravar el proceso de modo que resultara particularmente difícil hacerlo encajar en su ataúd.


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