Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

AMOR


Los seres felices, Marcos Giralt Torrente, p. 75
Hablamos mucho al principio. Igual que buceamos en nuestros armarios para vestirnos o que se improvisan planes para que parezca que somos personas de recursos, ocupamos el espacio con cantidad de palabras, grandilocuentes o sentidas, graciosas o enigmáticas, con las que tejemos una tupida red destinada a atrapar al otro. Apenas quieren decir nada. Como las prendas que nos ponemos, o los lugares que por primera vez visitamos fingiendo conocerlos de siempre, no son sino una representación. La realidad no viene hasta después, cuando el triunfo es nuestro o, por el contrario, fracasamos, y otra vez empezamos a vestirnos con las cuatro camisas queridas, a ir a los mismos bares de siempre y a hablar sin que nos importe que lo que digamos no guste o sea inconveniente. Y, sin embargo, no creemos engañar a nadie en esos momentos porque la ficción que así construimos es tan propia de nosotros como aquello a lo que sustituye. Puede, incluso, que más. Puede que la ficción sea lo que habitamos a diario y no las imágenes que de nosotros forjamos con el deseo.
No, por supuesto que yo no ahorré ninguna de esas estrategias con Marta. Me cubrí de una apariencia mundana y canalla, ingeniosa y despreocupada, y me propuse hacerle olvidar que antes de mí existió algo y que después también lo habría. Me disfracé de lo que querría haber sido y aparenté una soltura, un tesón y una ambición que no eran mías. La llevé de aquí para allá, le enseñé lo que sabía y lo que sólo sospechaba. Durante los primeros tiempos, no hicimos otra cosa que estar juntos. Salíamos todas las noches, veíamos películas, cenábamos en restaurantes, y por la mañana, si era imprescindible, íbamos a la universidad o, si no, prolongábamos el sueño. A veces, por la tarde, cuando no seguíamos en la cama mirándonos a los ojos y durmiendo a ratos hasta el anochecer, íbamos a pasear y entrábamos en  exposiciones o robábamos libros que no teníamos tiempo de leer.

PADRES E HIJOS


Los seres felices, Marcos Giralt Torrente, p. 13
No quiero dar la sensación de que inclino del lado de mi madre el peso negativo de la balanza. Quiero ser objetivo, hacer un retrato de ambos ajustado a la realidad. Mi padre era sosegado y, a diferencia de ella, leía y tenía buen gusto, pero nadie es mejor o peor persona por leer más o menos o por tener mejor o peor criterio estético. La capacidad de disfrutar con un claustro renacentista o una novela no dice gran cosa de las personas y, desde luego, nada de su cualidad moral; tampoco lo dice el carácter, que en su mayor parte se hereda. A mi padre le sudaban las manos y tenía tendencia a distraer una de ellas en la entrepierna cuando estaba tumbado, las dos cosas las he heredado yo. No considero que sean cuestión de carácter, por supuesto que no. Lo que quiero decir es que, del mismo modo que cargamos con herencias tan nimias, heredamos casi todo. De hecho, si me pongo a pensar, no hay un detalle de mi personalidad que me pertenezca en exclusiva. En todos veo el influjo, aunque sea remoto, de mis padres. Mi madre medía sus pasos y yo también. Mi padre practicaba la sumisión como una forma de ocultamiento y yo también. Lo que no otorga la herencia es un eximente para nuestras acciones. Respondemos a códigos que nos remiten a la infancia, pero lo que hacemos con éstos sólo es responsabilidad nuestra. Si mis padres eran como eran es porque así lo querían. N o tiene sentido escarbar en su pasado a la búsqueda de un antiguo complejo, una íntima sensación de inferioridad en mi madre o un sentimiento de desprotección que impelía a mi padre a buscar la protección de mujeres fuertes. Los antecedentes existen pero no es apropiado considerarlos razones. No me resarcen a mí ni los disculpan a ellos.

EMMA SUAREZ


Desfile de ciervos, Manuel Vicent, p. 147
Después, en las tardes del café Gijón, un grupo de náufragos, no más de cinco, en torno a un velador habían elegido a Emma Suárez como la mujer de sus sueños. Solo era un pacto secreto. En esa tabla redonda donde había cómicos, periodistas y algún magistrado siempre se aludía a esta actriz como si fuera la vestal de una secta. Había un comentario que funcionaba a modo de divisa: Emma Suárez era esa actriz que siempre lo hacía bien. Nadie se permitía discutir este principio. Cuando se hablaba de alguna película o de una obra de teatro donde ella trabajaba junto con otras figuras estelares, los cinco enamorados querían ser el primero en decir: «Emma es la que está mejor”. Su nombre fluctuaba siempre en los carteles sin alcanzar una cima, pero ese segundo primer plano la hacía más atractiva, más deseable. Era una actriz solo para degustadores, y de hecho los miembros de la asociación preferían que se mantuviera siempre así: discreta, con un morbo envasado, con ese mensaje en la mirada como queriendo decir: solo necesito un buen director que me rompa por dentro. La sensación que daba Emma Suárez era la de una actriz que había incorporado el arte a su experiencia de la vida. Su manera de actuar tenía algo de artesanía después de fabricarse pieza a pieza el alma todos los días. Era muy fácil imaginar a Emma Suárez como esa mujer fuerte, dura de pelar, de una película de vaqueros. Tenía el moño rubio un poco desgreñado mientras sacaba agua de un pozo, se quitaba el sudor de la frente con el dorso de la mano, su marido con tirantes y calzones de felpa arreglaba el tejado de la casa a martillazos, de pronto llegaban los cuatreros, Emma podía sacar el rifle y disparar desde una ventana hasta ahuyentarlos; por la tarde el vaquero desnudo se introducía en una cuba humeante y ella lo lavaba, también le había dado tiempo a preparar una tarta de calabaza; al anochecer el vaquero leía salmos de lsaías en el libro sagrado balanceándose en una mecedora. De pronto Emma aparecía en camisón transparente en el vano de la alcoba y se soltaba el pelo, que le caía sobre los hombros. El vaquero cerraba la biblia e iba hacia ella. Javier era ese vaquero en sueños. En el momento de abrazarla, Emma le decía al oído: “Nada me gusta más que volverme loca”.

CARMEN MAURA


Desfile de ciervos, Manuel Vicent, p, 145
Un día, aquella muchacha modosa desapareció del mundo del arte y de forma inesperada emergió en medio de una pandilla enloquecida, que tenía su reino en RockOla y en la discoteca Sol de la calle Jardines. En 1980 Almodóvar rodó su primera película, Pepi, Lucí, Bom y otras chicas del montón, con Carmen Maura de protagonista. Desde entonces ya no pudo librarse de estar por siempre atada a Pedro Almodóvar, el amo de llaves de aquella estética alegre y disparatada de los años ochenta. Les ligaba un nudo maldito. Era la mezcla perfecta: una aristócrata desclasada y un ácrata dinamitero. Los huesos del dictador produjeron un fuego fatuo y de él se prendió la mecha que produjo la detonación libertaria. Una nube de libélulas con pendientes de plumas de pato en las orejas y la cresta verde en el cráneo rapado llenó la noche. La década prodigiosa fue inaugurada por un abad disfrazado de político socialista llamado Tierno Galván. Si Dios no existe, todo está permitido, dijo Dostoievski; si Franco ha muerto, ahora mismo me pongo a bailar en Rock-Ola con una bata guateada y unos rulos para lamerme los traumas, dijo Almodóvar. Solo le faltaba encontrar una musa que diera sentido a todo aquel disparate y estuviera como él dispuesta a ponerse el mundo por montera. La encontró en el dulce rostro de Carmen Maura, lleno de ingenuos mohínes, y en el papel de Pepi ella desarrolló su talento todavía en agraz ante las cámaras de Almodóvar, que tampoco sabía entonces dónde colocarlas. Carmen Maura era un detonante en medio de aquel mundo de drogas, sexo, tamaños de pene y amas de casa histéricas, materia primigenia en la creación de Almodóvar. Mientras los fachas iban con cadenas y bates de béisbol imponiendo su verdad por las calles de Madrid y el golpe de Tejero aún estaba caliente, en 1983 Carmen Maura apareció en la película Entre tinieblas en el papel de sor Perdida, del convento de Redentoras Humilladas, junto a sor Estiércol y sor Rata de Callejón, entregadas a redimir chicas descarriadas. Eran monjas de clausura que después de orinar de pie sobre las coles de la huerta del convento se metían un pico pensando en el centurión que traspasó  con una lanza el costado del Nazareno. La cuestión era echar a la basura todo el surrealismo católico de Buñuel para sustituirlo por una burla desvergonzada de la Iglesia; recrear un mundo de sofás  de plástico donde unas mujeres en zapatillas con una borla de lana rosa en el empeine soñaban con ser cajeras de supermercado; secuencias con colores agrios, un kitsch descalabrado de fotos de los abuelos encima del televisor.

INCIPIT 930. NO CONTAR TODO / EMILIANO MONGE


"¡Rasputín, Monge Maldito!" Con este titular, acompañado por el retrato de mi abuelo en primera plana, abrió su edición el primer periódico de nota roja de la ciudad de Culiacán, Sinaloa, el 13 de marzo de 1962.
Cuatro años antes, apenas unos dias después de que el último de sus hijos cumpliera los siete años, mi abuelo se había levantado de madrugada, se había bañado con agua helada, había desayunado los restos de la cena anterior -sin encender ninguna luz de la casa, le gustaba recordar a mi abuela- y se había marchado, convencido de que lo hacía para siempre.
Una hora más tarde, con el sol todavía escondido tras la Sierra Madre, Carlos Monge McKey llegaría a la cantera que por entonces regenteaba y que pertenecía al hermano de su esposa, es decir, de mi abuela, Dolores Sánchez Celis. Ahí estacionaría su camioneta, se bajaría empuñando una linterna, comprobaría que no hubiera nadie más en aquel sitio y dirigiría sus pasos hacia su minúscula oficina, donde lo esperaba el cuerpo del hombre que la tarde anterior había comprado.

INCIPIT 929. ESTATUA CON PALOMAS / LUIS GOYTISOLO


DELFOS. No sabría decir si fue el exceso de luz o más bien el movimiento inusitado el primer indicio de lo que estaba sucediendo. Mis dos o tres visitas anteriores habían transcurrido en la penumbra, tal y corno a él le gustaba estar desde que fue ingresado. Y el que a la hora de la cena se produjera semejante ajetreo de enfermeras a la intensa luz proyectada por las puertas de su habitación abiertas de par en par, que seccionaba transversalmente el largo corredor, no podía significar otra cosa. Estaban retirando las sábanas, las toallas de baño, la instalación del gota a gota, los medicamentos, la ropa, los objetos personales. ¿Es usted familiar de don Leopoldo?, me preguntó alguien. Tenga la bondad de acompañarme; su tío falleció no hace ni dos minutos y hay que tornar algunas decisiones. Mi consejo es llamar cuanto antes al Servicio de Pompas Fúnebres. Siendo corno era soltero lo más cómodo es que ellos se encarguen de todo.
El hecho de que en efecto fuera soltero no simplificaba demasiado la situación, ya que tío Leopoldo vivía desde siempre en compañía de tío Luis, ambos al cuidado de Carmen, a quien, a estas alturas, ya no era posible seguir considerando una mera sirvienta.

ANA BELEN


Desfile de ciervos, Manuel Vicent, p. 139
Javier, en sueños, tendió la mano conmovido hacia un sexo femenino misterioso, profundo, turbulento, y de pronto creyó haber despertado en medio de la muerte, pero en realidad había perdido la noción del tiempo y del espacio en medio de una duermevela en la que comenzó a sonar una música confusa de Víctor Manuel, de Serrat, de Miguel Ríos, de Sabina, de Aute, de Antonio Vega, y sobre ellos la figura de Ana Belén se paseaba cantando La puerta de Alcalá hasta que su voz se impuso a la de todos los demás. Cuando la política se abría a la libertad y una generación de artistas jóvenes creía que las cosas podían cambiar cantando, Ana Belén, sin perder su poder de seducción, estaba siempre donde había que estar, donde se esperaba que estuviera: en la huelga de actores, en los mítines contra la OTAN, al pie de todos los manifiestos, detrás de todas las pancartas. Ella es de los nuestros, se decían los políticos progresistas. Sin perder el swing, la elegancia que se ondulaba sobre su eje corporal, sin gritar ni descomponer la figura, se había apuntado al Partido Comunista, que era el puerto natural donde recalaban contra Franco todos los inconformistas, rebeldes, visionarios y compañeros de viaje. Ana Belén estaba de moda. ¿Cómo una chica tan guapa, tan sexy, llena de éxito, podía ser roja? Contra este icono comenzaron a urdir represalias los reaccionarios, quienes llegaron a ponerle una bomba en su chalé de Torrelodones acusándola de haber quemado una bandera española durante la representación de una obra de teatro en México. Ana Belén también entró después en el paquete de los que sufrieron el desencanto de los sueños juveniles. Pero ella seguía siendo atractiva y conservaba todavía la energía del barrio de Embajadores, el latido de la gente sencilla de la calle. La travesía de Ana Belén iba a doblar el cabo del milenio y su rostro, aun en esos días, era todavía el icono de una vieja lucha que más allá del desencanto conservaba el aura de resistente, ese eje interior que por la planta de los pies la afinca siempre en la tierra.

ANGELA MOLINA


Desfile de ciervos, Manuel Vicent, p. 137
En el sueño de Javier se superpuso el rostro acuático de Ángela Molina en un légamo de algas. Una generación de españoles había asociado a esta actriz con la vida naturista de Ibiza. Esa isla se había convertido en paradigma de la libertad en  los primeros años de la Transición. Realmente Ibiza había sido descubierta en los años cincuenta por los bohemios locos, que la asaltaron para vivir una inspiración que se inventaba cada día. Vida barata, payeses, silencio, cigarras, paredes de cal, lagartijas autóctonas. Artistas, escritores, golfos de oro con foulard establecieron su estética sobre una esfumada polonesa de Chopin, los pantalones masculinos de la señora George Sand y la luz áspera de la sequía que iluminaba la filosofía de Walter Benjamin. Posteriormente fue exaltada por el hippismo auténtico y luego vulnerada por impostores de receta, por la especulación, la moda y el turismo masivo, de chancleta y mochila. Cada día los barcos descargaban jóvenes guerreros que iban a librar batallas de sexo. Todos se sentían vencedores. Frente a esta Ibiza falsificada, la de Ángela Molina parecía que aún era la de verdad. Parir hijos dentro del agua, coronarse con la sombra de una higuera, permanecer desnuda de noche señalando las constelaciones, vivir la vida beata al margen de la  ansiedad de estar siempre en primer plano, ser sincera y distinta. En los años setenta comenzó a establecerse el nudismo en nuestro país como una actitud higiénica y natural. También fue una conquista de la libertad de los cuerpos, que iba pareja a la libertad política y acompañada por la cocina vegetariana, la teoría de las semillas, pulseras energéticas, infusiones de percepción, recetas de la abuela, ascensión a la salud mediante el kéfir y el yoga. El rostro de Ángela Molina era el símbolo de Ese oscuro objeto del deseo, que rodó con ella Luis Buñuel en 1977, cuando este país estaba rompiendo aguas en un parto difícil.

CHARO LOPEZ


Desfile de ciervos, Manuel Vicent, p. 136
No obstante, en la duermevela no tuvo ninguna pesadilla, más bien al contrario: este sentenciado a muerte en la oscuridad fue premiado con una memoria evanescente de un pasado placentero lleno de glamour. Cuando recobraba la conciencia sentía una punzada de angustia en el estómago, pero luego volvía a sumergirse en una somnolencia asaltada de nuevo por imágenes de la gloria pasada.
Estaba sentado en el plató de televisión, maquillado bajo los focos, y el rostro líquido de una belleza griega o castellana tomó forma y comenzó a fluir en su inconsciente, acompañado de una voz oscura, de una risa descarada. La Dictadura se hallaba ya en estado de derribo. En medio de los escombros del franquismo, bajo la luz roja de un cuarto oscuro, se había revelado el rostro de Charo López. La naturaleza le había regalado una rara belleza, como de perfil acuñado en un dracma. Charo López inauguraba la nueva estética de las hembras más deseadas en sueños cuando estaba llegando la libertad. Hasta entonces, el sexo matrimonial de la burguesía española se celebraba en una alcoba conjuntada con retratos ovalados de los abuelos, hondos cajones de la cómoda con mantillas traspasadas por una aguja de plata, corpiños de ballenas, sábanas en alcanfor, armarios severos de luna, camas de hierro cuyos muelles gemían mucho más que las legítimas esposas sobre colchones de lana, amparadas por un crucifijo que vigilaba desde la pared del cabezal cualquier exceso de placer. Chicas como Charo podían establecer una pasión clandestina, paralela, pero nunca eran imaginables en el papel de entretenidas a las que un ricachón o alto funcionario les pusiera una mercería. Podías sorprenderlas morreándose en los pubs, en el coche, en los soportales, en los jardines oscuros; fueron las primeras que rompieron la orden de estar a las diez en casa, eran libres, podían ser amantes pero ya nadie las llamaría queridas, con el tufo agrio del machismo. Charo López era el símbolo de la luz al final del túnel.

LACAN


El fin del mundo, Jorge Volpi, p. 86
Resultaba muy fácil confundirlo con un zorro: las matas blanquecinas que invadian sus parietales insinuaban un obvio parentesco que se desvanecía al imaginarlo huyendo a toda velocidad de una jauría. Para sus críticos, Lacan se asemejaba más bien a una serpiente, la encarnación de la fatuidad y la sevicia, mientras que su cada vez más acuciada pasión por los coches de carreras, los abrigos de pieles y las obras de arte extravagantes (baste recordar su legendaria adquisición del Origen del mundo) lo asemejaban a esas comadrejas decadentes y ampulosas que a veces ilustran el Paris-Match. En cambio, sus partidarios lo veneraban como a un semidiós, un titán merecedor de libaciones y sacrificios, un Moisés laico que, en vez de las tablas de la ley, había descendido del Sinaí del inconsciente cargando los conceptos fundamentales del psicoanálisis. Las razones de esta divergencia de criterios se originaban en la propia naturaleza de su trabajo: si hubiese tramado un corpus claro y legible, si le hubiese concedido a sus escritos cierta transparencia, nadie se habría atrevido a cuestionar su talento; al renunciar a la inteligibilidad, adentrándose en el reino del ocultismo y el secreto,  tácitamente autorizó que cada cual lo interpretase a su manera, provocando la creación de un sinfin de escuelas, sectas y herejías lacanianas.
A pesar de estos prejuicios, aquella vez Lacan me pareció tan afable como un hermano mayor. Una nota de timidez distinguía sus modales, un matiz de pudor se filtraba en su vehemencia y su voz desentonada señalaba a un individuo inseguro y falto de cariño, un hijo cuyo padre nunca fue capaz de transmitirle la confianza necesaria, un sabio endeble y apasionado que, a pesar de sus caprichos, no se sentía cómodo en el mundo. Nada en su trato íntimo recordaba al grave conferencista ensalzado por cientos de devotos o al violento reconstructor del psicoanálisis que yo admiraba. Lejos de los reflectores, destacaba la crueldad de su humor, la rapidez de su ingenio y su natural capacidad de seducción. De pronto vislumbré los motivos que mantenían a Claire atada a él: si bien sus detractores lo tachaban de banal y mezquino, de sordo y rencoroso, ciegamente embelesado de sí mismo, aquel día yo vi (deseé) un Lacan curioso, atento y tolerante. Un igual.

LA INTERNACIONAL SITUACIONISTA


El fin de la locura, Jorge Volpi, p. 68
Eran sólo ocho personas: más que un grupo de artistas de vanguardia, un piquete de soldados, de conspiradores, de salvadores del mundo. Acudían de todas partes --de ahí la universalidad de su desafío-, aunque ellos no guardaban ninguna simpatía hacia las naciones. Pertenecían a una raza de desarraigados y prófugos, de exiliados voluntarios que, en vez de escapar de los campos de concentración como sus padres, intentaban hacerlo de esa otra prisión acaso más cinica y opresiva: la sociedad burguesa (y el aburrimiento). Aunque eran jóvenes, no poseían ninguna de las características que se asocian con este periodo de la vida: no eran ni inocentes ni ingenuos ni incultos ni soñadores; no buscaban transformar el mundo agitando banderas, combatiendo a la policía o portándose como niños malcriados. Su conjura era más profunda, más intensa, menos predecible. En el mes de julio de 1957, sólo eran ocho, y buscaban producir acciones memorables. Nunca tan pocos perturbaron tanto en tan poco tiempo.
El lugar de reunión era un pueblecito de la costa de Liguria, Cosio d'Arroscia. Si alguien los hubiese visto entonces, habría imaginado que formaban uno de esos grupos que se desplazaban por las carreteras europeas de la posguerra disfrazados de vagabundos o de artistas. Sólo que ellos vestían sin distinción, incluso con cierta sobriedad: querían pasar inadvertidos. Sabían que la única manera de intervenir era manteniéndose al margen. Su metáfora perfecta era la pequeña bola de metal que echa a andar las luces y la música de los pinballs, la chispa de cigarro que incendia un bosque, el copo de nieve que desata una avalancha. ¿Qué pretendían? Difícil saberlo. Tal vez no les importaba decirlo. O no buscaban nada, sin más. Los definía su voluntad de cambiar, de resistir, de oponerse. ¿A qué? A todo, incluso a sí mismos. Aunque jóvenes, llevaban varios años reuniéndose, dispersándose, recomponiéndose. Ahora, en ese minúsculo pueblo de la costa ligur, fundaban una minúscula empresa cuya trascendencia se volvería inimaginable: no una revista ni un movimiento, no una revolución ni un llamado a las armas, aunque contuviese elementos de todo ello, sino algo más vasto e indefinible. Como toda acción necesita un nombre, ellos también bautizaron su  desafío: ese día de ju lio de 1957, en Cosio d'Arroscia, esos ocho locos inventaron la Internacional Situacionista.

INCIPIT 928. EL FIN DE LA LOCURA / JORGE VOLPI


Si ustedes creen haber comprendido, de seguro se han equivocado.
Lacan, El Seminario, libro I
-¡Basta de ruido!
Los muros de la habitación me resguardaban de su ira, no de sus lamentos: el clamor me perforaba los tímpanos como un disparo a quemarropa. Extraviado, me acerqué a la ventana y aguardé. Al principio sólo padecí una leve sacudida pero los espasmos se hicieron cada vez más estrepitosos mientras un torrente de hormigas -o de esa otra plaga, los humanos-, se aproximaba a toda prisa a mi refugio. Los balbuceos se transmutaron en alaridos que lo mismo podían ser producto del gozo o de la cólera: nuestra especie apenas distingue los sonidos de la agonía y del orgasmo. Al taparme los oídos y anhelar una rápida sordera comprobé que mis manos no frenaban las ondas expansivas; si bien esos rebeldes detestaban las reglas, en cambio aullaban al unísono. La turba estaba compuesta por una marea de infantes caprichosos: sólo así podía entenderse la puerilidad de sus consignas y la torpeza de su euforia. ¿Qué pretendían? ¿Por qué vociferaban con tal brío? ¿Ansiaban salvarme, lincharme, maldecirme? Advertía sus rostros maltrechos –sus labios abiertos, sus colmillos, sus lenguas desatadas- muy cerca, al otro lado de la acera.

INCIPIT 927. ALABAMA SONG / GILLES LEROY


EL BAILE DE LOS SOLDADOS
1918, junio
De pronto invadieron nuestra ciudad miles de jóvenes, pobres chicos en su mayoría, a quienes habían sacado a la fuerza de su granja, de su plantación, de su tiendecilla, y que procedían de todos los estados del sur mientras que sus oficiales, recién salidos de la academia militar bajaban del norte, de los Grandes Lagos y las praderas (nunca habían vuelto a verse tantos yanquis en la ciudad desde la guerra civil, me dice mamá).
Tan jóvenes, tan vigorosos, aquellos guerreros risueños se nos venían encima haciendo mucho ruido y se desparramaban por nuestras calles como bandadas de aves de plumaje azul, o gris, o verde, algunas empenachadas de oro o de plata, consteladas de medallas al valor y de barras de mil colores; pero todas, las aves del comedor de oficiales y las avecillas del pelotón, los secesionistas y los abolicionistas, unidos al fin, si no reconciliados, todos iban a volver a ponerse en camino enseguida para iniciar una larga travesía del océano hacia la vieja Europa que no era aún la de nuestros sueños, aunque sí el continente de una angustia desconocida, de ese hecho desconocido que consistía en morir en una guerra extranjera.

HERMANAS PAMPIN


El fin de la locura, Jorge Volpi. p 56
La historia de su crimen posee una economía dramática ejemplar. Imaginemos la escena: en una típica casa burguesa de provincias, la estricta señora Lancelin y su hija Génevieve pasan la tarde bordando pañuelos o jugando a las cartas; en el otro extremo de la propiedad, sus dos sirvientas, pulcras y uniformadas, bregan con sus propias labores: mientras Christine plancha la ropa -nadie deja los corpiños tan bien almidonados como ella-, la pequeña Léa pliega las prendas y las coloca en las gavetas de sus amas. La previsible rutina se quiebra de pronto cuando uno de los apagones que con tanta frecuencia se producen en la zona sumerge la casa de la señora Lancelin en una tiniebla violenta y azulosa. Como una señal acordada -esa  imprevista oscuridad es la llamada al reino de la insania-, Christine se transforma en un ángel de venganza, en una parca, en la irracional ejecutora de un dios enloquecido.
¿Cuál es el motivo de su ira? ¿Por qué esas dos inofensivas criadas se convierten de pronto en carniceras (en revolucionarias)? Las piadosas hermanas Papin no se limitan a segar las vidas de sus amas; como si resarciesen una humillación que dura siglos, Christine y Léa las torturan con pereza no sin antes arrancarles los ojos para que ·no espíen lo que ocurre con sus cuerpos. A continuación, aplicando su habilidad con los instrumentos de cocina, destazan las carnes blandengues de sus patronas, las cortan en pedazos y las aplanan hasta convertirlas en filetes; eliminan sus vísceras y esparcen sus restos por el suelo como sobras para los perros. Al final, con esa boba naturalidad que las define, las hermanas Papin comprueban que las puertas permanecen cerradas, se desvisten, se enjuagan un poco la sangre, se colocan sus sempiternos camisones y se acuestan a la hora de siempre. No hay en ellas el menor despilfarro de energía o conciencia de su encono: acometen cada paso de su crimen con la misma abulia con que suelen limpiar la loza o servir el vino. Su agravio no obedece a ninguna razón, la señora Lancelin y su hija Génevieve nunca las maltrataron, nunca abusaron de ellas, nunca se aprovecharon de su posición, nunca las golpearon.

FUENTE


Recuerdos del futuro, Siri Hustvedt, p. 336
-Las pruebas académicas hace tiempo que están del lado de la baronesa -continúa ella-. En primer lugar, tenemos la carta que Duchamp escribió a su hermana, Suzanne, dos días después de que rechazaran el urinario. No la encontraron hasta 1982. En ella escribió: “Una de mis amigas, que había adoptado el seudónimo de Richard Mutt, me envió un urinario de porcelana a modo de escultura». Segundo, sabemos que un periódico informó en aquel momento de que el artista Richard Mutt era de Filadelfia. La baronesa estaba viviendo en Filadelfia en aquel momento. Tercero, sabemos que Duchamp no se atribuyó la autoría del urinario hasta después de que la baronesa y Stieglitz murieron. Cuarto, Duchamp sostuvo que había comprado el elemento de fontanería en cuestión en J. L. Mott Ironworks, pero ellos no vendían el modelo que se presentó en la exposición. Hay quienes dicen que debió de confundirse, pero es poco probable porque la explicación que dio de R. Mutt es que Mutt viene de Mott. Es una transposición extrañamente torpe, ¿no te parece? Luego afirmó que Mutt pretendía evocara l personaje Mutt de la tira cómica Mutt y Jeff. Eso también suena inconsistente, ¿no?, una rápida maniobra de encubrimiento que apenas está en consonancia con el ingenio habitual del francés. Pero Gammel señala que la firma R. Mutt se lee como Armut en alemán,”pobreza”, y hacia atrás se lee como Mutter, “madre”. Ella siempre estaba jugando con las palabras y los sonidos: A quit dushit. Louise Norton habla del urinario como el “Buda del cuarto de baño”, pero cuando Stieglitz lo fotografió, se había transformado en la Madonna del cuarto de baño”. El Útero Urinario de la Madre María. La madre de la baronesa era profundamente religiosa. Su padre había menospreciado tanto a su madre como a la religión, y la baronesa evocaba sin cesar a Dios, las almas, y la maquinaria acústica del cuerpo. Quinto, a ella le encantaban los  perros. ¿A Duchamp también? Ella solía pasear por las calles de Nueva York con varios. Sus mutts, «chuchos”, vivían con ella. Sexto, fíjate en cómo está escrito R. Mutt, y a continuación examina la caligrafía que ella utiliza en sus poemas. Vienen de la misma mano.

-Ya lo he hecho -respondí-. He estado en los archivos.
-Sí, por supuesto -repuso ella-. Lo recuerdo.
-Duchamp lo robó, seguro. Ni siquiera se parece al resto de su obra. Ese hombre era refinado, elegante, decoroso, un petimetre que se reía finamente de sus pequeñas bromas. El rey del ajedrez. La fuente no encaja. Pero los museos han seguido atribuyéndosela a él. Le pertenece  a él.

INCIPIT 926. DESFILE DE CIERVOS / MANUEL VICENT


Un día de julio del año 1994, la aurora iluminó el cadáver de un hombre gordo colgado de lo más alto de una grúa de la construcción a orillas del Mediterráneo. El cuerpo estaba partido en dos por la luz de un amanecer color de rosa, medio cuerpo lleno de sol y medio lleno de sombra, según lo balanceaba una brisa de gregal que anunciaba lluvia de verano. Antes de que llegara el juez a bajar el fiambre de aquel patíbulo industrial hubo noticias de que no muy lejos de allí, en la misma línea del mar, otro muerto se mecía igualmente de otra grúa de la misma empresa constructora. Alrededor de las diez de la mañana fue descubierto un ahorcado más y a este ya le daba el sol de lleno en la cara y, aunque estaba a unos siete metros de altura, uno de los curiosos creyó haberlo visto la noche anterior tomando un gin tonic en la barra de El Venado, un prostíbulo de lujo situado entre naranjos a pocos kilómetros del lugar donde fue colgado del cuello. En total eran tres, al parecer todos rematados previamente con un tiro en la nuca antes de darles la soga y exponerlos en lo alto de idéntica forma como un exorcismo, lo que los mafiosos llaman la fiesta de la corbata.

INCIPIT 925. RECUERDOS DEL FUTURO / SIRI HUSTVEDT


Hace años dejé las extensas llanuras de la Minnesota rural para dirigirme a la isla de Manhattan en busca del héroe de mi primera novela. Cuando llegué allí en agosto de 1978, más que un personaje era una posibilidad rítmica, una criatura embrionaria de mi imaginación percibida como una serie de compases métricos que se aceleraban o ralentizaban con mis pasos al recorrer las calles de la ciudad. Creo que esperaba descubrirme a mí misma en él, demostrar que ambos éramos dignos de cualquier historia que pudiera salirnos al encuentro. En Nueva York no buscaba felicidad ni comodidades sino aventuras, y sabía que la persona aventurera debe someterse a un sinfín de pruebas por tierra y por mar antes de regresar a casa, o acaba sucumbiendo a manos de los dioses. Entonces no sabía lo que ahora sé: que al escribir también me escribía. El libro había empezado a escribirse mucho antes de que yo dejara las llanuras. En el cerebro tenía grabados múltiples borradores de una novela de misterio, pero eso no significaba que supiera qué iba a salir. Mi héroe aún por formar y yo nos dirigíamos a un lugar que era poco más que una brillante ficción: el futuro.

NO ES NO


Recuerdos del futuro, Siri Hustvedt, p. 222
Se precipitó detrás de mí y la cerró. Yo me aparté, pero él me persiguió y me agarró por los hombros. Aullé o grazné. Una voz aguda salió de mí, pero no fue un grito. Casi se me había cerrado la garganta, pero luchaba por respirar. Ahora tengo que pensar con claridad porque quiero reconstruir lo que pasó exactamente. No es fácil. Me sujetó los brazos a los costados en un abrazo férreo, me aplastó la cara con la suya y empezó a buscar mi boca con la lengua. Volví la cara y traté de zafarme, y acudieron a mi mente las palabras «camisa de fuerza” Él era una camisa de fuerza. “Quieres hacerlo -me dijo-. que quieres. He visto cómo me mirabas. Estás hambrienta. Quieres hacerlo.” Me eché a llorar. Ese ruido como otro mundo hizo que me avergonzara en cuanto empezó a salir de mi boca. Me pareció verlo reverberar en el Me dio la vuelta con violencia, me tapó la boca una mano y me siseó al oído: “¿Quién coño te has creído que eres? ¿Crees que puedes volverme loco y luego dejarme tirado?”. Vuelvo a recordar cada palabra. Se me han quedado grabadas en la conciencia. Me arrastró por el suelo. Perdí un zapato. Noté cómo se me caía del pie, pero no lo vi. Le mordí la palma de la mano con tanta fuerza que me dolieron los dientes. Él gritó. Hasta ahí estoy segura.
Luego debí de estamparme. Él debió de estamparme contra la estantería. Me golpeé la cabeza. Caí. Me deslicé hasta quedarme sentada en el suelo, con los pies descalzos delante de mí. Lo veía a él, la habitación, los libros, todo en blanco y negro. Me fijé en que se había sacado el pene de los pantalones: increíblemente delgado y empalmado. Lo ví con claridad. Fanny lo llama “pene lápiz”. Yo nunca había visto ninguno. Su cara furiosa. ¿De dónde salía esa rabia? Jadeaba con la cara roja mientras me miraba con su aborrecible pene saliéndole de la bragueta abierta. El estribillo ya había empezado: <

NO ES NO

Recuerdos del futuro, Siri Hustvedt, p. 220
Cuando introduje la segunda llave en la cerradura del 2B, él pegó el cuerpo a mi espalda y me aplastó contra la puerta. Yo noté sus caderas moviéndose contra mis nalgas y sus dedos en mi pelo mientras tiraba con suavidad de una horquilla. ¿No me entendió? Ahora me pregunto si eran gestos practicados de seducción. Probablemente le habían dado buenos resultados en el pasado. Me volví con brusquedad y levanté la mirada hacia él. Sonreía expectante. Le vi las encías. Su boca me pareció fea con esas encías rojas. Es extraño que tuviera tiempo para pensar en sus encías, pero lo hice. Sentía un nudo de ansiedad en el pecho. “es hora de que te vayas», le dije. Bajó la vista hacia mí con expresión indulgente, paciente.  “Eso no es lo que quieres», dijo. “Lo siento, pero sí que lo es.» Debía de creer que mi voluntad todavía contaba. Introduje la llave en la cerradura y la hice girar, lista para meterme corriendo, cerrar de un portazo y asegurarme de echar la cadena, pero él me puso las manos en las caderas y me empujó dentro, y cerró la puerta detrás de él, aunque sin cerrarla con llave.
Luego empezó un juego extraño. Era como si él no hubiera entrado en mi piso por la fuerza, como si yo no le hubiera pedido que se marchara. “Deja que te ayude con el suéter.» Alargó una mano hacia mí, pero yo me lo quité rápidamente y lo enrollé alrededor de mi brazo. Él sonrió y señaló la habitación con un ademán. “Es aquí donde vives? Muy acogedor.» Paseó la mirada por la estantería que tenía a su izquierda y por la que estaba en el otro extremo de la habitación. “Muchos libros. No esperaba otra cosa. -Luego señaló la silla azul-. ¿De dónde la has sacado? ¿De Bloomingdale?» Ahora me parece un comentario hostil. En ese momento me quedé simplemente perpleja. ¿Qué quería decir? Dio varias vueltas por la habitación sin dejar de sonreír.
“Te he pedido que te vayas, por favor”, repetí. ¿Añadí algo? ¿Me estoy olvidando algo? No, creo que no. ¿Por qué hablé en voz baja? ¿Por qué estaba tan serena? ¿Por qué dije <

ANA KARENINA


La vida a ratos, JJ Millás, p. 400
LUNES. Trato de imaginar a Tolstoi después de escribir el que quizá sea el más citado de los comienzos de novela: “Todas las familias felices se parecen, las desgraciadas lo son cada una a su manera”. Hablamos de Ana Karenina. Un arranque espectacular. No tenemos ni idea de si lo que afirma es verdadero o falso. De hecho, se podría aseverar lo contrario sin que nadie nos pudiera contradecir: “Todas las familias desdichadas se parecen, las felices lo son cada una a su manera».
Esto significa que el éxito de la frase no reside en su contenido, sino en su forma, como si contuviera un juego de oposiciones con propiedades hipnóticas. Algo misterioso se remueve en el sótano de esa oración. Pero imaginemos a Tolstoi sentado a la mesa, con las cuartillas delante y la pluma en la mano. Acaba de escribir las primeras líneas. Quizá él mismo permanezca asombrado ante un comienzo tan espectacular. Es posible que se haya dicho: “Por hoy basta, seguiremos mañana”. A mí me ocurrió como lector cuando cayó en mis manos por primera vez ese libro asombroso. Leí la primera frase y tuve que cerrarlo para tumiarla. Hasta el día siguiente. ¿Sabía Tolstoi que le quedaban por escribir cientos de páginas? ¿Temía que no todas estuvieran a la altura de ese arranque? ¿Imaginaba las habitaciones que tendría que recorrer hasta alcanzar el final de ese edificio narrativo? Todas las familias felices se parecen, las desdichadas lo son cada una a su manera.

PAREJAS


La vida a ratos, JJ Millás, p. 268
JUEVES. Estoy en la cafetería, tomándome tranquilamente el gin-tonic de media tarde, cuando se sienta a la mesa de aliado una pareja de novios. Ella es rubia y menuda, muy guapa. Él, a primera vista, no se la merece. Al poco de sentarse, y después de que el camarero les haya servido, la chica le pregunta al chico:
-¿Me seguirías queriendo si me faltara una pierna?
-Te querría más -dice él.
-¿Y si me faltaran las dos?
-Si te faltaran las dos, te adoraría.
-¿Y si además de las piernas me faltara un brazo?
-Entonces te idolatraría.
-¿Y si me faltaran las dos piernas y los dos brazos?
-Créeme que estaría loco por ti.
-¿Y si no tuviera cuerpo?
-Si no tuvieras cuerpo, mi amor por ti carecería de límites.
Tras este diálogo absurdo, la chica se queda pensando unos instantes para luego añadir:
-Si no tuviera cuerpo, no existiría, imbécil. ¿Me estás diciendo que te molesta mi existencia?
El chico, desconcertado, mira a su alrededor, como solicitando ayuda. Finalmente aduce:
-Mujer, lo decía por decir.
-Tú todo lo dices por decir.
A partir de ahí se enfangan en una discusión de novios convencional, sin ningún interés. Una pena, pienso yo pidiendo otra copa, porque ese comienzo habría merecido un mejor final. La vida está llena de buenos comienzos.

REALIDAD


La vida a ratos, JJ Millás, p. 43
Semana 18
LUNES. La realidad, la realidad. Me pregunto en qué momento entró la realidad en mi vida y cuánta irrealidad se coló detrás de ella, disfrazada de lo que no era. El hecho de que me lo pregunte a las tres de la mañana, anormalmente despierto, induce a sospecha, como si me lo preguntara desde una situación irreal. ¿Que en qué consiste estar anormalmente despierto? Estás anormalmente despierto cuando percibes la realidad como una forma de hiperrealidad. En otras palabras, cuando todo está tan bien dibujado que lo tomarías como real.
Me levanto, voy al cuarto de baño, enciendo la luz y parece un cuarto de baño de Antonio López, a eso me refiero. No es que el lavabo parezca un lavabo, es que es EL LAVABO, lo mismo que el espejo y la imagen que el espejo me devuelve de mí. ESE DE AHÍ SOY YO.
Pero un yo platónico. Me fijo en el cuidado con el que están hechas las arrugas del pijama, para que nadie dude de que son las arrugas de un pijama. Y si vuelvo la cabeza para mirar el bidé, el bidé adquiere una relevancia anormal, como para hacer notar que es UN BIDÉ y no otra cosa. Parecería que la realidad se hubiera disfrazado de realidad (al modo en que un policía se disfraza de policía) por miedo a que alguien (yo) pusiera en cuestión su estatus. Pues lo pongo. Vuelvo a la cama y regresa la pregunta: ¿en qué momento entró la realidad en mi vida y cuánta irrealidad se coló detrás de ella, disfrazada de lo que no era

INCIPIT 924. UN DÍA EN LA VIDA DE UN EDITOR / JORGE HERRALDE



Este editor se despierta en general a las nueve y media. Aunque -no por justificarme, sino para situar el tema- casi nunca apago la luz antes de las tres o las cuatro de la madrugada. Ya en pie, dientes, ducha, desayuno liquido -zumo de naranja y café-, lectura más o menos rápida de dos periódicos, y en Anagrama -a doce minutos a pie desde casa, a tres o cuatro en coche- alrededor de las diez y media.
La organización de Anagrama es, en gran medida, radial: despacho bilateralmente con las personas responsables de área. Cuando entro, Marta, en la recepción, me informa de las llamadas, saludo a la gente de administración -Noemí, Josep Maria, Paula, Emma y mi asistente Cristina-, voy a mi despacho, Noemí me trae los e-mails, los faxes, el libro de firmas con cosas urgentes. Después de un repaso rápido, primera parada en la “sala de máquinas», la habitación donde están Izaskun, la responsable de producción

INCIPIT 923. LOS SERES FELICES / MARCOS GIRALT TORRENTE


«No vas a cambiar.» Han pasado ya dos meses desde que  mi padre pronunció estas palabras. Atribuirle alguna premeditación sería como creerlo capaz de responder a consideraciones distintas de las que su propia comodidad le dicta. Con motivos más sólidos podría pensar que la ausencia de Marta no fue casual. En realidad, es la necesidad de eludir mi responsabilidad la que me empuja a ese tipo de tentaciones. La necesidad que en otras ocasiones me lleva a no manifestarme, a rehuir los encontronazos, a protegerme en la sombra.
Se abren puertas que sabemos definitivas, pero nada de verdad nuevo, salvo la conciencia de haberlas atravesado, espera tras ellas.
Dos meses no son nada, me digo, dos meses no es un tiempo que deba tenerse en cuenta.
El último día que vi a mi padre hacía frío y llovía, y Marta y yo guardamos silencio de camino a su casa. Ella conducía concentrada en la carretera y yo la observaba recordando las veces que habíamos estado en una situación similar desde que, once años antes, en la universidad, se había ofrecido a acercarme a casa. Yo venía de pasar la noche recorriendo bares que ya no existen en compañía de una camarera con la que entonces me acostaba

AVION


La vida a ratos, JJ Millás, p. 133
MIÉRCOLES. Dado que las salas de espera de las puertas de embarque han devenido en auténticos corrales para ganado, mi consejo es que no se intente mantener en ellas la dignidad de un ser humano. Aborrégate, a menos que prefieras sufrir un ictus. Conviértete en un animal y déjate llevar por el miedo de las ovejas a los ladridos del perro.
Muy importante: cuando escuches el primer aviso para embarcar, no te lo creas. Siempre dan uno falso para que la gente se ponga en fila. Pero los tendrán ahí, cargando el peso del cuerpo alternativamente en uno u otro pie, media hora o tres cuartos. Mientras la gente se fatiga, algún perverso, en un despacho con siete monitores, se masturba observando el rostro de los pasajeros que han llegado a esa situación de indignidad después de haber sido desnudados en el control de la policía. En cuanto al finger, debes aceptar la posibilidad de morirte en él de frío o de calor, quizá de frío y de calor alternativamente. No olvides que finger significa “dedo”, y que te encuentras dentro del dedo corazón de un dios malo, un dedo colocado seguramente en forma de peineta por el que te deslizas mansamente hacia la rendija que llaman asiento. Que tengas buen viaje.

VECINOS


La vida a ratos, Juan José Millás, p. 75
LUNES. Me cuentan la historia de dos ancianos que viven solos en pisos contiguos. Un anciano y una anciana, para ser exactos. Ambos se quedaron viudos el mismo año, hace cinco. Cada uno acompañó al otro cuando el fallecimiento de su cónyuge. Los velaron en el mismo tanatorio, el de la M-30 de Madrid, aunque en salas distintas. No lo hicieron por amistad, sino por vecindad. Llevan toda la vida en el mismo edificio, vieron crecer a sus respectivos hijos y los vieron irse de casa. De pequeños, esos hijos jugaron juntos en el patio del bloque, lo que aproximó a los padres durante una época. Cuando los hijos tomaron rumbos distintos, los padres regresaron a los buenos días y a las buenas tardes de siempre. No intimaron nunca, no tuvieron problemas de vecindad tampoco, eran gente educada y poco ruidosa. Vivían en dimensiones diferentes de la realidad, separadas por el tabique que dividía sus casas.
Y bien, solos y viudos, continuaban guardando la relación distante de siempre. Pero empezaron a comunicarse secretamente a través de las cisternas de sus respectivos cuartos de baño. Cuando ella tiraba de la cadena de la suya, él esperaba unos segundos y tiraba de la propia. Poco a poco, sin hablarse, establecieron un código marcado por estas descargas de agua. Siempre que él hacía sonar su cisterna, ella hacía sonar la suya, y al revés. De este modo, cada uno sabía que el otro estaba vivo.
Un día, a las diez de la mañana, él usó su retrete y accionó el mecanismo. Tras esperar primero unos segundos y luego unos minutos, le extrañó no escuchar la respuesta del piso de aliado. Estuvo inquieto toda la mañana y hacia el mediodía, antes de calentar los garbanzos de lata que había seleccionado para comer, volvió a tirar de la cadena sin obtener respuesta. Dudó    media hora más y llamó al 112.
-Creo que a mi vecina le ha pasado algo -dijo.
No se atrevió a explicar en qué basaba su suposición, pero insistió tanto que la Policía Municipal se acercó. Tras llamar varias veces al timbre sin obtener respuesta ni escuchar movimiento alguno al otro lado, avisaron a los bomberos, que manipularon la cerradura y entraron en el piso, donde hallaron a la mujer muerta en el pasillo. Parece ser que venía de la cocina y se dirigía al cuarto de baño, quizá para contestar a su vecino.

INCIPIT 922. LA VIDA A RATOS / JUANJOSE MILLAS


Semana 1
LUNES. Pronto cumpliré sesenta y siete años. ¿Soy un viejo? Evidentemente sí, pero a mi alrededor todo el mundo lo niega. -Anda, anda, no digas tonterías.
A veces soy yo mismo el que lo niega. Cuando paseo por el parque de buena mañana, por ejemplo, la imagen que tengo de mí es la de un “muchacho”. Me estimula sentir el frío en el rostro, me gusta apretar el paso hasta alcanzar el límite de la carrera, pienso con ilusión en el periódico y la taza de té que me esperan al final de la caminata. En ocasiones, a esas horas comienzo a imaginar ya la comida, incluso me acerco al mercado y compro algo especial. Con frecuencia, mientras voy de acá para allá, recuerdo la frase con la que comienza John Cheever sus memorias: “En la madurez hay misterio, hay confusión”.
Cierto, hay misterio, hay confusión, a veces el misterio procede de la confusión y la confusión del misterio. Pero contesta ya, maldita sea, a la pregunta con la que te has levantado de la cama este lunes de enero: ¿Eres o no eres viejo? Sí, coño, lo soy, soy viejo. Un viejo.
MARTES. A vueltas todavía con el asunto de ayer. Mientras atravieso el parque, oyendo crujir el hielo bajo mis botas, pienso en los hormigueros, ahora cerrados. ¿Cuánto vive una hormiga, cómo envejece, cuántos cadáveres de ellas habrá bajo la fina capa de hielo que se ha formado durante la noche? ¿Cuán fría estará la tierra ahí abajo? Entonces me viene a la cabeza la idea  de escribir un diario de la vejez. Un diario de la vejez. ¿Por dónde empezaría? La semana pasada, por ejemplo, estuve en el dentista, que me arrancó la última muela del lado derecho de la mandíbula superior.

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