Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LA INTERNACIONAL SITUACIONISTA


El fin de la locura, Jorge Volpi, p. 68
Eran sólo ocho personas: más que un grupo de artistas de vanguardia, un piquete de soldados, de conspiradores, de salvadores del mundo. Acudían de todas partes --de ahí la universalidad de su desafío-, aunque ellos no guardaban ninguna simpatía hacia las naciones. Pertenecían a una raza de desarraigados y prófugos, de exiliados voluntarios que, en vez de escapar de los campos de concentración como sus padres, intentaban hacerlo de esa otra prisión acaso más cinica y opresiva: la sociedad burguesa (y el aburrimiento). Aunque eran jóvenes, no poseían ninguna de las características que se asocian con este periodo de la vida: no eran ni inocentes ni ingenuos ni incultos ni soñadores; no buscaban transformar el mundo agitando banderas, combatiendo a la policía o portándose como niños malcriados. Su conjura era más profunda, más intensa, menos predecible. En el mes de julio de 1957, sólo eran ocho, y buscaban producir acciones memorables. Nunca tan pocos perturbaron tanto en tan poco tiempo.
El lugar de reunión era un pueblecito de la costa de Liguria, Cosio d'Arroscia. Si alguien los hubiese visto entonces, habría imaginado que formaban uno de esos grupos que se desplazaban por las carreteras europeas de la posguerra disfrazados de vagabundos o de artistas. Sólo que ellos vestían sin distinción, incluso con cierta sobriedad: querían pasar inadvertidos. Sabían que la única manera de intervenir era manteniéndose al margen. Su metáfora perfecta era la pequeña bola de metal que echa a andar las luces y la música de los pinballs, la chispa de cigarro que incendia un bosque, el copo de nieve que desata una avalancha. ¿Qué pretendían? Difícil saberlo. Tal vez no les importaba decirlo. O no buscaban nada, sin más. Los definía su voluntad de cambiar, de resistir, de oponerse. ¿A qué? A todo, incluso a sí mismos. Aunque jóvenes, llevaban varios años reuniéndose, dispersándose, recomponiéndose. Ahora, en ese minúsculo pueblo de la costa ligur, fundaban una minúscula empresa cuya trascendencia se volvería inimaginable: no una revista ni un movimiento, no una revolución ni un llamado a las armas, aunque contuviese elementos de todo ello, sino algo más vasto e indefinible. Como toda acción necesita un nombre, ellos también bautizaron su  desafío: ese día de ju lio de 1957, en Cosio d'Arroscia, esos ocho locos inventaron la Internacional Situacionista.

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