Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

INCIPIT 969. ODISEA / HOMERO


CANTO I
Háblame, Musa, del hombre de múltiples tretas que por muy largo tiempo anduvo errante, tras haber arrasado la sagrada ciudadela de Troya, y vio las ciudades y conoció el modo de pensar de numerosas gentes. Muchas penas padeció en alta mar él en su ánimo, defendiendo la vida y el regreso de sus compañeros. Mas ni aun así los salvó por más que lo ansiaba. Por sus locuras, en efecto, las de ellos, perecieron, ¡insensatos!, que devoraron las vacas de Helios Hiperión. De esto, parte al menos, diosa hija de Zeus, cuéntanos ahora a nosotros.
Por entonces ya todos los demás que de la abrupta muerte habían escapado se hallaban en sus hogares puestos a salvo de la guerra y del mar. Y sólo a él, ansioso del regreso y de su esposa, lo retenía una ninfa venerable, Calipso.

CICERON


SPQR, Mary Beard, p. 366
Y Cicerón estaba muerto. Había cometido el error de denunciar con demasiada contundencia a Marco Antonio, y en la siguiente ronda de asesinatos en masa que fue la mayor hazaña del triunvirato, su nombre figuraba entre el de otros cientos de senadores y caballeros en las temidas listas. En diciembre del año 43 a. C. le enviaron un escuadrón especial de asalto, que le cortó la cabeza cuando se alejaba en litera de una de sus propiedades en el campo en un inútil intento por esconderse (inútil en parte porque uno de los ex esclavos de la familia había informado de su paradero). Fue otra apoteosis simbólica de la República romana, que se debatió durante siglos. De hecho, los últimos momentos de Cicerón se reprodujeron una y otra vez en las escuelas de oratoria de Roma, donde la cuestión de si debería haber suplicado clemencia a Marco Antonio o (todavía más complicado) haberse ofrecido a destruir todos sus escritos a cambio de su vida era el tema de debate favorito del programa. En realidad, la secuela fue mucho más sórdida. Su cabeza y mano derecha se enviaron a Roma y se clavaron en la rostra del foro. Fulvia, la esposa de Marco Antonio, que antes había estado casada con Clodio, el otro gran enemigo de Cicerón, acudió a contemplar el trofeo. La historia cuenta que, para su regodeo, cogió la cabeza, escupió en ella y estiró la lengua y la agujereó una y otra vez con los alfileres que llevaba en el pelo.

AUGUSTO


SPQR, Mary Berad, p. 364
Todo cambió cuando el heredero nombrado por César llegó a Roma en abril del año 44 a. C. desde el otro lado del Adriático, donde había estado ocupado en los preparativos de una   invasión de Partia. A pesar de los rumores y alegaciones, y del estatus del muchacho al que Cleopatra había puesto el apropiado nombre de Cesarión. César no había reconocido a ningún hijo legítimo. Por lo tanto, había dado el insólito paso de adoptar a su sobrino nieto en su testamento, convirtiéndolo en hijo suyo y beneficiario principal de su fortuna. Cayo Octavio tenía entonces tan solo dieciocho años, pero pronto empezó a capitalizar el nombre famoso que iba incluido en su adopción poniéndose Cayo Julio César, aunque para sus enemigos, y para la mayoría de los escritores modernos para evitar confusiones, era Octavianus, u Octaviano (es decir, el «ex Octavio» ). Él nunca usó este nombre. La razón por la que César favoreció a este joven será siempre un misterio, pero Octaviano sin duda tenía interés en asegurarse de que los asesinos del hombre que era ahora oficialmente su padre no se fuesen de rositas, y en que ninguno de sus muchos posibles adversarios, sobre todo, Marco Antonio, ocupase el puesto del difunto dictador. César era el pasaporte de Octaviano hacia el poder, y después de que un complaciente Senado decidiera formalmente en enero del año 42 a. C. que César se había convertido en un dios, Octaviano no tardó en alardear a bombo y platillo de su nuevo título y estatus: «hijo de un dios». El resultado fue más de una década de guerra civil.
Octaviano -o Augusto, como se le conocía oficialmente después del año 27 a. C. (un título inventado que significaba algo parecido a «El Reverenciado»)- dominó la vida política romana durante más de cincuenta años, hasta su muerte en 14 d. C. Superó con creces los precedentes establecidos por Pompeyo y César, y fue el primer emperador romano que resistió hasta el final y el gobernante que más tiempo estuvo en el poder en toda la historia de Roma, aventajando incluso a los míticos Numa y Servio Tulio. En calidad de Augusto, transformó las estructuras de la política romana y del ejército, el gobierno del imperio, el aspecto de la ciudad de Roma y el sentido subyacente de lo que significaban el poder, la cultura y la identidad romanos.

BRUTO


SPQR, Mary Beard, p. 361
Mientras caía, César gritó en griego a Bruto: “Tú también, hijo”, que bien podía ser una amenaza (“¡Te pillaré, muchacho! “) o un conmovedor lamento por la deslealtad de un jovenamigo ( “¿Tú también, hijo mío?”), o incluso, como algunos contemporáneos sospecharon, una revelación final de que Bruto era, de hecho, el hijo natural de la víctima y que aquello no era un simple asesinato sino un parricidio. La famosa frase latina «¿Et tu, Brute.” (“¿Tú también, Bruto?”) es un invento de Shakespeare.
Los senadores que contemplaron la escena pusieron pies en polvorosa; si Cicerón estaba allí, no fue más valiente que los demás. No obstante, cualquier huida precipitada se vio interceptada por una multitud de miles de personas que en aquel momento salían del teatro de Pompeyo que estaba al lado, tras asistir a un espectáculo de gladiadores. Cuando se enteraron de lo que había ocurrido, también quisieron refugiarse en la seguridad de sus casas lo más rápido posible, a pesar de los intentos de Bruto clamando tranquilidad y diciendo que no tenían de qué preocuparse, que era una buena noticia, no mala. La confusión empeoró aún más cuando Marco Emilio Lépido, uno de los colegas más íntimos de César, abandonó el foro para reunir a algunos soldados acantonados justo fuera de la ciudad, casi chocando con un grupo de asesinos que venían del otro lado para anunciar su victoriosa hazaña, seguidos de cerca por tres esclavos que transportaban por turnos el cuerpo de César en una litera a su casa. Era una tarea complicada para solo tres personas y, según informes, los brazos heridos del dictador colgaban de forma estremecedora a ambos lados.

TRIMALCION


SPQR, Mary Berad, p. 357
La historia de Roma a lo largo de este período es en muchos aspectos más conocida que cualquier otra etapa anterior. Durante estos siglos se construyeron la mayoría de los edificios antiguos más emblemáticos que todavía jalonan la ciudad de Roma: desde el Coliseo, erigido como lugar de entretenimiento popular en la década de los años 70 d. C., hasta el Panteón («Templo de todos los dioses»),. edificado cincuenta años después, bajo el reinado del emperador Adriano, y único templo antiguo en el que todavía podemos entrar y que conserva más o menos su estado original. Se salvó por su conversión en iglesia cristiana sin sufrir una reconstrucción indiscriminada. Incluso en el foro romano, centro de la ciudad vieja, donde se libraron las grandes batallas políticas de la República romana, gran parte de lo que vemos hoy sobre el suelo se construyó bajo los emperadores, no en la era de los Gracos, ni de Sila ni de Cicerón.
Sobre todo, hay muchos más testimonios del mundo de los dos primeros siglos de nuestra era, aunque no haya ningún otro individuo que destaque de forma tan detallada y vital como  Cicerón. La supervivencia de ingentes cantidades de literatura, poesía o historia, nada tiene que ver con la existencia de aquella clase de documentos ciceronianos, aunque sin duda hay volúmenes similares, y cada vez más variados. Aún tenemos biografías de chismes sobre emperadores; sátiras cínicas salidas de las plumas de Juvenal y de otros, que vierten desprecio por los prejuicios romanos; y novelas de extravagante inventiva, como el famoso Satiricón, escrita por Cayo Petronio Árbitro, antiguo amigo y más tarde víctima del emperador Nerón y llevada a la pantalla dos mil años después por Federico Fellini. Se trata de una historia obscena de un grupo de pícaros que viajan por el sur de Italia, y en la que aparecen orgías, posadas baratas con camas repletas de chinches y un memorable retrato -y parodia- de un rico y vulgar ex esclavo, Trimalción, que casi prestó su nombre a una novela clásica mucho más moderna: el título provisional de El Gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald era Trimalción en West Egg.

LA CASA ROMANA


SPQR; Mary Berad, p. 342
Lo curioso de las residencias de la élite romana, tanto las de los senadores de Roma como las de los peces gordos locales de fuera de Roma, es que no eran casas privadas desde un punto de vista moderno; no (o no solo) eran un lugar para escapar de la mirada del público. Sin duda, había algunos refugios, como el de Cicerón en Astura, y ciertas partes de la casa eran más privadas que otras. No obstante, en muchos aspectos la arquitectura doméstica tenía por objetivo contribuir a la imagen y reputación públicas del romano prominente, y gran parte de los negocios públicos se hacían en su casa. La gran sala, o el atrio, la primera habitación a la que normalmente accedía un visitante después de atravesar la puerta principal, era un espacio clave. Provista de doble volumen, abierta al cielo y diseñada para impresionar, con estucos, pinturas, esculturas e impresionantes vistas, proporcionaba el telón de fondo de muchos encuentros entre el dueño de la casa y una variedad de subordinados, peticionarios y clientes: desde ex esclavos en busca de ayuda hasta aquella delegación de Teos que iba de atrio en atrio tratando de besar los pies a los romanos. Más allá de esta sala, según el plano habitual, la casa se extendía hacia el interior, con más salas para invitados, comedores, salones con dormitorios (cubicula) y pasillos cubiertos y jardines si había espacio. Las paredes presentaban una decoración que hacía juego con su función, desde un amplio despliegue de pinturas hasta paneles íntimos y eróticos. Para los visitantes, el mayor honor consistía en ser recibidos en las partes menos públicas de la casa. Los negocios con los amigos y colegas más íntimos podían hacerse, como decían los romanos, in cubiculo, es decir, en una de aquellas habitaciones pequeñas e íntimas donde uno podía dormir, aunque no eran dormitorios en el sentido moderno. Podemos imaginar que era allí donde cerraba sus acuerdos la Banda de Tres.

ROMANAS


SPQR, Mary Berad, p. 328
Es particularmente llamativo el contraste con la Atenas clásica, donde las mujeres de familias ricas habían de vivir vidas recluidas y aisladas, lejos de la vista del público, segregadas de los hombres y de la vida social masculina (huelga decir que los pobres no tenían el dinero ni el espacio suficientes para imponer tales divisiones). Evidentemente, también había incómodas restricciones para las mujeres en Roma: el emperador Augusto, por ejemplo, las relegó a las últimas filas de los teatros y circos de gladiadores; las dependencias de las mujeres en los baños públicos normalmente estaban mucho más abarrotadas que las de los hombres; en la práctica las actividades masculinas probablemente dominaban las zonas más ostentosas de la casa romana. No obstante, las mujeres no estaban obligadas a ser públicamente invisibles, y la vida doméstica no parece que estuviera formalmente dividida en espacios masculinos y femeninos, con zonas de género prohibidas.
Las mujeres comían normalmente con los hombres, y no solo las trabajadoras sexuales, prostitutas y artistas que proporcionaban compañía femenina en las fiestas de la Grecia clásica. De hecho, una de las primeras fechorías de Verres fue ignorar esta diferencia entre las prácticas griegas y romanas a la hora de comer. En la década de los años 80 a. C., cuando servía en Asia Menor, más de diez años antes de su período en Sicilia, Verres y parte de su personal maquinaron una invitación a cenar en casa de un pobre griego y después de haber consumido una considerable cantidad de alcohol le preguntaron al anfitrión si su hija podía unirse a ellos. Cuando el hombre explicó que las mujeres griegas respetables no comían en compañía masculina, los romanos se negaron a dar crédito a sus palabras y fueron a buscarla. Se produjo una reyerta en la que resultó muerto uno de los guardaespaldas de V erres y empaparon al anfitrión con agua hirviendo y más tarde lo ejecutaron por asesinato. Cicerón describe todo aquel incidente de forma extravagante, casi como una reposición de la violación de Lucrecia. Sin embargo, el suceso también estuvo plagado de una serie de malentendidos debidos a la embriaguez sobre las convenciones del comportamiento femenino al otro lado de las fronteras culturales del imperio.

INCIPIT 968. LA FAMILIA AUBREY / REBECCA WEST


PRÓLOGO
La infancia del artista es uno de los grandes temas de la novela del siglo xx. Constituye el eje de coordenadas natural entre la Bildungsroman alemana -la tradicional novela de construcción esencialmente romántica- y las tendencias psicologistas que catapultaron la narración desde el espacio social en el que la había situado la novela realista del XIX hasta el abismo de la subjetividad privada que investigó el siglo xx. Algunos de los ilustres padres literarios de Rebecca West (como Henry James o Flaubert, por nombrar sólo dos influencias reconocidas por ella) desarrollaron una sofisticada estructura literaria para explicar hasta qué punto la construcción de nuestros yoes está entreverada tanto de pulsiones personales como de circunstancias familiares, sociales, políticas o hasta genéticas conformando un abanico no siempre descifrable, ni siquiera para nosotros mismos. No es de extrañar que obras como El corazón es un cazador solitario de Carson McCullers, Las tribulaciones del estudiante Torless de Musil, Retrato del artista adolescente de Joyce, La infancia de un jefe de Sartre, El diablo de Marina Tsvietáieva o esta memorable La familia Aubrey de West tengan todas algo en común a pesar de proceder de tradiciones tan distintas como el realismo, el existencialismo, el pragmatismo, el psicoanálisis o la literatura memorialística.

INCIPIT 967. TERRA ALTA / CERCAS


Melchor está todavía en su despacho, cociéndose en el fuego lento de su propia impaciencia por terminar el turno de noche, cuando suena el teléfono. Es el compañero de guardia en la entrada de la comisaría: hay dos muertos en la masía de los Adell, anuncia.
-¿Los de Gráficas Adell? -pregunta Melchor.
-Los mismos -contesta el agente-. ¿Sabes dónde viven?
-:Junto a la carretera de Vilalba deis Ares, ¿no?
-Exacto.
-¿Tenemos a alguien allí?
-Ruiz y Mayo!. Acaban de telefonear.
-Voy para allá.
Hasta ese momento, la noche ha sido tan tranquila como de costumbre. A esas horas de la mañana no queda casi nadie en comisaría y, mientras Melchor apaga las luces, cierra el despacho y baja por las escaleras desiertas poniéndose su americana, la quietud de la comisaría es tan compacta que le trae a la memoria sus primeros tiempos allí, en la Terra Alta, cuando todavía era un adicto al estruendo de la ciudad y el silencio del campo le desvelaba, condenándole a noches de insomnio que combatía a base de novelas y somníferos. Ese recuerdo le devuelve una imall

ESPAÑA 1978


El negociado del ying y el yang, Eduardo Mendoza, p. 256
Con la desaparición de la censura, los medios de comunicación no sólo eran un manantial caudaloso de información, sino el foro donde todos los temas de actualidad, del más trascendental al más nimio, eran debatidos de un modo apasionado y exhaustivo. La prensa era el reflejo de la opinión pública y por esta causa, su fuerza y su influencia eran enormes. Pero su función no acababa ahí: en la etapa febril por la que atravesaba el país y por contraste con la ponderación y el recato que habían imperado hasta hacía poco, todo debía mostrarse sin tapujos. Al destape corporal que inundaba los medios se unía otro personal, verdadero o fingido, que no dejaba rincón oscuro por remover.
Después de tantos años de estrechez y silencio, ningún recodo de la verdad podía quedar sin explorar. Y en aquel terreno, un pardillo timorato como yo no tenía nada que hacer. Después de mucho reflexíonar, un día me sobrepuse a la apatía en que vivía sumido y decidí pedir ayuda a un antiguo conocido para el que había trabajado, al menos nominalmente, cuando dirigía la revista Gong, antes de irme a vivir a Nueva York.
Marc Riera tenía el mismo domicilio y se avino a recibirme en su casa. Una vez allí, desplegó su habitual cordialidad y su desconcertante labia.
Antes de entrar en materia me sirvió un Macallan  12 años: era lo único que se podía beber en aquel país de orujo y cazalla, según dijo. A continuación, yo le puse al corriente de mi situación, sin entrar en detalles, él me escuchó distraídamente y luego guardó un largo silencio antes de iniciar su alocución.
-Te hablaré claro, Rufo. Si lo que quieres es trabajar y ganar un sueldo decente, te has confundido de coordenadas. Ahora bien, si lo que quieres es hacerte rico sin dar un palo al agua, éste el momento justo y el lugar adecuado. Para eso, fíjate bien, lo primero que has de hacer es borrar de tu cabeza los parámetros económicos y pensar sólo en términos de mercado. El mercado dice: por aquí; pues por aquí. ¿Por allá? Lo mismo. Olfato financiero: ése es el quid de la cuestión.
-Ya, pero en mi caso particular ...
-De eso precisamente te estoy hablando. Tú aquí estás como pez fuera del agua. Te fuiste de un país y has vuelto a otro. En la España de hoy, la de Su Majestad el Rey Juan Carlos, sólo trabajan los tontos.

ESPAÑA 1977


El negociado del ying y el yang, Eduardo Mendoza, p. 330
La situación política en España seguía estancada y muchos españoles, quizá por haberla esperado tanto tiempo, parecían haber apurado el ciclo de la democracia y con él, las ilusiones puestas en el cambio. Unos pocos comparaban el presente con la etapa anterior y lamentaban la desaparición de un régimen autoritario. La mayoría distaba de alimentar falsas nostalgias, pero reclamaba una mejora sustancial en sus vidas cotidianas que la realidad no les ofrecía. Proseguían los actos de terrorismo y los atentados mortales; la adaptación a las reglas de la economía de mercado se hacía sentir, como había augurado Baltasar Ortiguella en la desafortunada comida del chiringuito de Pals, y se sucedían las manifestaciones y las huelgas; con la aplicación de las garantías jurídicas, los delincuentes gozaban de una aparente impunidad, que la policía, harta de escuchar recriminaciones por su pasada brutalidad, fomentaba practicando una taimada inhibición. Y en aquella atmósfera de inseguridad y amenaza, las figuras políticas que habían hecho posible el cambio ahora eran vistas con recelo.
Corrían incesantes rumores procedentes de la capital, donde todo el mundo parecía estar en posesión de algún secreto de Estado. La monarquía, que al principio había sido recibida con desconfianza y más tarde con gratitud, ahora era objeto del repudio y de la cuchufleta de muchos. Muchos se quejaban de que nada había cambiado y de que seguían mandando los de siempre. Para un amplio sector de la opinión pública, se había producido un cambio positivo, pero en la política española no había medida sin trampa, persona sin doblez ni institución sin lacra. La mayoría de la población prefería dejar las cuestiones políticas en manos de los profesionales y un amplio sector de la juventud se sentía traicionado y se refugiaba en una acracia contestataria y volátil, cuyas actividades no pasaban del desplante y la jarana.

ESPAÑA 1976


El negociado del ying y el yang, Eduardo Mendoza, p. 252
Otro cambio, al que los medios de comunicación sólo se referían de soslayo, era el que se producía en la calle. Una vez más, Manuel Fraga Iribarne, que unos años atrás había acuñado el lema “España es diferente”, puso el dedo en la llaga al pronunciar otra frase igual de estúpida e igual de certera: “La calle es mía”. Después de circular durante un largo periodo con permiso de la autoridad, ahora los ciudadanos, al margen de la forma jurídica del Estado, del funcionamiento de la compleja maquinaria democrática y de los derechos y libertades fundamentales, querían apropiarse de la calle; no en un sentido abstracto, sino en un sentido literal: de las aceras, del asfalto, de los adoquines y de las farolas.
Yo salía todos los días de casa, sin rumbo ni propósito, simplemente porque se me caían encima las paredes y porque no quería seguir viendo la angustia pintada en el semblante de mi madre a causa de mi abatimiento. Entonces, vagando por los barrios, me topaba con frecuencia, en una plaza o un simple cruce de calles, con un mitin político, una asamblea vecinal, una función teatral o un baile. En el centro de la ciudad proliferaban las casetas de partidos recién fundados, donde cuatro jovencitos de ambos sexos reclamaban la atención de  los paseantes sobre extravagantes planes de acción destinados a subvertir el orden social y acabar con la autoridad, con la familia y con cualquier otra forma de coacción. Al caer la tarde pequeños grupos organizaban manifestaciones a las que no tardaban en sumarse tantos espontáneos que al final habían de intervenir las fuerzas del orden con su habitual contundencia. Gritos, carreras, empellones, golpes y algún tiro con balas de goma coronaban la fiesta. En un par de ocasiones me encontré corriendo sin saber hacia dónde ni por qué, y buscando refugio en un bar, donde me quedaba a tomar una cerveza y a contemplar la batahola a través de los cristales.

LAS DOCE TABLAS


SPQR, Mary Berad, p. 151
En gran parte, las Doce Tablas afrontan problemas domésticos, con especial hincapié en la vida familiar, vecinos molestos, propiedad privada y muerte. Establecen procedimientos para el abandono o matanza de bebés deformes (una práctica corriente en toda la Antigüedad, conocida eufemísticamente por los eruditos modernos como «exposición»), para las herencias y para la correcta realización de los funerales. Cláusulas especiales prohíben a las mujeres arañarse las mejillas en señal de duelo, levantar piras funerarias demasiado cerca de la vivienda de otras personas Y enterrar oro, a excepción del oro dental, con el cuerpo. Los daños delictivos y accidentales constituían otra preocupación evidente. Aquel era un mundo en el que la gente se preocupaba por cómo lidiar con el árbol del vecino que colgaba sobre su  propiedad (solución: tenía que cortarse hasta una determinada altura) o con los animales del vecino que corrían sin control (solución: tenía que repararse el daño o entregar el animal). Se preocupaban por los ladrones que entraban en las casas por la noche, delito que se castigaba con mayor dureza que el robo de día, por los vándalos que destruían las cosechas o por armas incontroladas que accidentalmente herían a un inocente. No obstante, en caso de que todo esto resulte demasiado familiar, era también un mundo en el que la gente se preocupaba por la magia. ¿Qué había que hacer si algún enemigo embrujaba tu cosecha o te lanzaba un hechizo? Por desgracia, el remedio se ha perdido.

LA VIOLACION DE LUCRECIA


SPQR, Mary Beard, p. 126
Sin embargo, no fue la explotación de los pobres trabajadores lo que finalmente acabó con la monarquía, sino la violencia sexual: la violación de Lucrecia por parte de uno de los hijos del rey. Esta violación es casi con toda seguridad tan mítica como el rapto de las sabinas: los ataques a las mujeres marcan simbólicamente el inicio y el fin del período monárquico. Es más, los autores romanos que más tarde contaron la historia probablemente estaban influenciados por las tradiciones griegas, que a menudo vinculaban la culminación, y el fin, de la tiranía con delitos sexuales. Por ejemplo, en la Atenas del siglo VI a. C., se decía que las insinuaciones sexuales del hermano menor del gobernante a la pareja de otro hombre habían conducido al derrocamiento de la dinastía pisistrátida. Pero, mítica o no, para el resto de la época romana, la violación de Lucrecia supuso un punto de inflexión en la política, y empezó a debatirse su moralidad. Este tema se ha representado e imaginado repetidas veces en la cultura occidental desde entonces, desde Botticelli, pasando por Tiziano y Shakespeare, hasta Benjamin Britten; Lucrecia tiene también su pequeño papel en la exposición feminista de Judy Chicago, The Dinner Party, entre otras mil heroínas de la historia universal.
Livio cuenta un relato muy colorido de estos últimos ·momentos de la monarquía. Empieza con un grupo de jóvenes romanos que buscaban la manera de pasar el tiempo mientras asediaban a la vecina ciudad de Ardea. Una noche, mientras apostaban borrachos sobre cuál de sus esposas era mejor, uno de ellos, Lucio Tarquinio Colatino, propuso cabalgar de vuelta a casa (estaba tan solo a unos pocos kilómetros) y examinar a sus mujeres; esto, afirmó, demostraría la superioridad de su Lucrecia. Y así fue: porque mientras que todas las otras esposas fueron descubiertas de fiesta en ausencia de sus hombres, Lucrecia estaba haciendo exactamente lo que se esperaba de una mujer romana virtuosa: trabajar en el telar junto con sus criadas. Entonces, obedientemente, dio de cenar a su marido y a sus invitados.
No obstante, hubo una terrible secuela. Durante la visita, dice el relato, Sexto Tarquinio concibió una pasión .fatal por Lucrecia, y poco tiempo después cabalgó de noche hasta su casa. Tras ser de nuevo atendido cortésmente, entró en su habitación y exigió tener sexo con ella a punta de cuchillo. Cuando vio que la simple amenaza de muerte no la afectaba, Tarquinio  explotó su miedo al deshonor: amenazó con matarla a ella y a un esclavo (como se ve en el cuadro de Tiziano para que pareciese que había sido descubierta en el más ignominioso acto de adulterio. Ante esto, Lucrecia accedió, pero cuando Tarquinio hubo regresado a Ardea, ella mandó llamar a su marido y a su padre, les contó lo sucedido y se suicidó.

23F


El negociado del ying y el yang, Eduardo Menodoza
-¿Los del segundo tienen chacha?
-No. La que canta es Mariona.
-¿No se había casado?
-Se separó hace un año y ha vuelto con sus padres.
-Pues no tiene edad para andar cantando estas piezas de museo.
-Eso díselo a ella.
A mí la copla me irritaba porque atribuía a claudicación el recuento florido de tantas penas de amores. Pero ya he dicho que, en aquella época de transición, cuando parecía que por fin nos habíamos vuelto adultos, todos nos sentíamos un poco abandonados y quien más, quien menos, todos nos refugiábamos en una forma u otra de nostalgia.
Mientras tanto, la política seguía su curso. En febrero un conato de golpe de Estado encabezado por un puñado de militares nos dio un buen susto. Por fortuna duró poco y sirvió para convencer a todos los españoles de que no había vuelta atrás en el camino emprendido. También sirvió para dejar constancia de que Franco había muerto, para bien y para mal. Durante sus largos años en la jefatura del Estado había acumulado tanto poder que los españoles acabamos creyendo que todo cuanto ocurría en el país se debía única y exclusivamente a su voluntad. Ahora, después del fracasado golpe de Estado y la subsiguiente convicción general de que el poder estaba en manos del pueblo, tuvimos que aceptar el hecho incómodo de que la marcha del país dependía de fuerzas muy diversas, entre las cuales figuraban en lugar destacado nuestras propias decisiones. Aquel convencimiento y un gobierno anodino sumieron al país en una especie de atonía que a mí, personalmente, no me venía mal.

INCIPIT 966. GENTE NORMAL / SALLY ROONEY


ENERO DE 2011
Marianne abre la puerta cuando Connellllama al timbre. Va todavía con el uniforme del instituto, pero se ha quitado el suéter, así que lleva solo la blusa y la falda, sin zapatos, solo las medias.
Ah, hola, dice él.
Pasa.
Marianne da la vuelta y echa a andar por el pasillo. Él cierra la puerta y la sigue. Bajan los escalones que dan a la cocina; la madre de Connell, Lorraine, se está quitando un par de   guantes de goma. Marianne se sienta de un brinco en la encimera y coge un tarro abierto de crema de cacao, en el que había dejado clavada una cucharilla.
Marianne me estaba contando que hoy os han dado los resultados de los exámenes de prueba, dice Lorraine.
Nos han dado los de lengua, dice él. Vienen por separado. ¿Quieres ir tirando?
Lorraine dobla los guantes de goma con cuidado y los vuelve a guardar debajo del fregadero. Luego comienza a quitarse las horquillas del pelo. A Connellle parece que eso es algo que podría hacer en el coche.
Y me han dicho que te ha ido muy bien, dice Lorraine.
El primero de la clase, apunta Marianne.
Sí, dice Connell. A Marianne también le ha ido bastante bien. ¿Nos vamos ya?
Lorraine hace un alto en el desanudado del delantal.
N o sabía yo que tuviéramos prisa.

INCIPIT 965. EL NEGOCIADO DEL YING Y EL YANG / EDUARDO MENDOZA


Tuve que regresar a Barcelona tras varios años de ausencia, cuando me comunicaron que mi padre había fallecido repentinamente.
En el aeropuerto del Prat me esperaba mi hermana Anamari. De camino a casa, en un flamante Renault de segunda mano que se había comprado a plazos con su primer sueldo, me contó los detalles de la muerte. Como todo había ocurrido hacía poco y muy deprisa, nuestra madre estaba aturdida, pero serena, dijo Anamari.
Le pregunté si sabía algo de nuestro hermano Agustín. Llevaba tiempo en paradero desconocido y apenas teníamos noticias suyas. Anamari le había enviado un telegrama a las señas del teatro en el que decía trabajar la última vez que escribió a nuestros padres, y todavía no había recibido contestación.

COPITO DE NIEVE


El negociado del ying y el yang, Eduardo Mendoza, p. 247-248
El peculiar emplazamiento geográfico de Barcelona, que causa buena impresión al forastero, es uno de sus principales defectos para quienes viven allí. Enmarcada entre una espaciosa franja de mar y una suave y diminuta cordillera, Barcelona viene definida por sus límites. Por esta causa, el barcelonés vive encajonado y, aunque finge ignorar su discapacidad, por más que se apresure, nunca saldrá del corto perímetro de su demarcación. A menudo un tráfico caótico y unos transportes públicos insuficientes le hacen creer que soporta los problemas propios de una gran ciudad, pero esta reflexión sólo es un falso consuelo: comparada con una aldea, Barcelona es una gran ciudad, pero comparada con una gran ciudad, sólo es un reducto provinciano, hipertrofiado, endogámico y pretencioso.
En aquella época y a nivel simbólico, todo barcelonés se identificaba en su fuero interno con el más estrafalario de sus habitantes: un gorila albino apodado sin ingenio Copito de Nieve, que el azar había llevado desde la selva de la Guinea Ecuatorial al exiguo zoo ubicado en los terrenos de la antigua Ciudadela. Allí transcurría del modo más desafortunado la vida de aquel simio, mitad bestia, mitad institución municipal, más peluche que fiera, sin esperanza de libertad ni de cambio, en su desesperante rutina, alimentado y cuidado con esmero, observado con rigor, y condenado, como un Sísifo obsceno, a copular sin pausa con la esperanza, siempre fallida, de reproducir su valiosa anomalía. Así pasaba las horas Copito de Nieve, ante los ojos asombrados de millones de visitantes que venían de todas partes a contemplarlo y se iban, al cabo de un rato, admirados, aburridos y a menudo asqueados, perseguidos por la mirada esquiva, malévola, a ratos desdeñosa y a ratos suplicante, de aquella criatura cuya extraña morfología la había convertido, sin que mediara por su parte voluntad ni esfuerzo, en una atracción única en el mundo, por la que nadie sentía piedad, quizá porque él nunca esbozó un ademán que la inspirara.
-No reconocerás nada, tanto ha cambiado todo. Y esto es sólo el principio.

FRANCO Y ESPAÑA


El negociado del ying y el yang, Eduardo Mendoza, p. 63
Un país confortable, con todas sus peculiaridades escrupulosamente conservadas para ser mostrado al exterior, porque el país necesitaba de la aprobación de los forasteros para soportar el peso individual de una secreta vergüenza.
Sobre esta paulatina e irreversible descomposición, Franco había presidido durante cuatro décadas. En contra de la opinión oficial de sus opositores, nunca fue un fascista. No tuvo una ideología precisa ni un proyecto de Estado. Se limitó a ser, del principio al final, una herramienta eficaz al servicio de la España tridentina, petrificada e in tolerante, con cuyos valores se identificaba a ciegas. Con implacable frialdad primero y luego con paciente astucia, aniquiló a la sociedad y luego curó las heridas de los supervivientes con un goteo de inocuos estupefacientes. A cambio de sumisión, trabajo, sacrificios y desvelos, los españoles pudieron ir adquiriendo un pequeño automóvil, un televisor, una segunda residencia y otros lujos que, para ellos, constituían inmerecidas dádivas.
Con el lento paso de los años, de aquel país que un día intentó salir del marasmo de siglos, aunque eso supusiera asomarse al abismo, ya no quedaban ni los despojos. Incluso Franco había sido asimilado al sosegado entorno cotidiano por el inofensivo método de recubrirlo de chistes. Bajo un palio de imitaciones y cuchufletas, lejano, inaccesible, hermético, convertido en un muñeco de pimpampum, Franco dejó que el paso del tiempo y su quebrantada salud lo fueran convirtiendo en la caricatura que los españoles preferían ver en lugar de la monstruosa realidad. De este modo la rebeldía se convirtió en nostalgia y la combatividad, en machacona cantinela de beodo. El ímpetu y el propósito desaparecieron para siempre.

FRANCO Y EL REY


El negociado del ying y el yang, Eduardo Mendoza, p. 55
Al anuncio de la muerte de Franco siguió un periodo de angustiosa incertidumbre para los que vivíamos la situación de lejos. De España no llegaban noticias fidedignas y la prensa local apenas se ocupaba de lo que consideraba un acontecimiento intrascendente. Para los americanos, como para el resto del mundo, Franco había pasado a ser una figura anacrónica, un grotesco remanente de los temibles líderes fascistas, desaparecidos hacía mucho, reconvertido con el tiempo en un blando lacayo de los Estados Unidos, a cuyos dictados se plegaba con el máximo servilismo para ser recompensado con el máximo desprecio.
Nosotros distábamos mucho de compartir aquella visión reduccionista.
-Esto acabará mal.
-Qué va. No pasará nada. Los tiempos son otros. Demasiada inversión extranjera, demasiada estrategia en juego. Nadie está para líos.
-Según esa teoría, nunca pasaría nada.
-Y así es. Sólo hay conflictos en países dejados de la mano de Dios. Repúblicas bananeras, pequeñas regiones africanas o asiáticas que no sabrías situar en el mapa.
A Franco lo enterraron en el Valle de los Caídos, entre unas muestras de dolor y devoción multitudinarias, mal orquestadas, que no convencían a nadie.
Al cabo de una semana el príncipe Juan Carlos, al que habíamos conocido cuando pasó por Nueva York, fue coronado en la iglesia de San Jerónimo el Real.
-Lo primero que ha hecho el tío ha sido jurar fidelidad a las leyes del Movimiento. Estamos apañados.
-No le quedaba otra salida. París bien vale una misa. Además, una cosa es jurar las leyes y otra, cumplirlas. Dale tiempo.

COMPLEJO DE INFERIORIDAD


Hacerse todas las ilusiones posibles, Josep Pla, p. 53
Las causas económicas no lo explican todo y hasta que no dispongamos de una buena historia de nuestro país, nos veremos obligados a analizar las causas de nuestro drama cultural -de nuestra decadencia literaria, espiritual y sensible- a la luz de la formación de la unidad  española y del vínculo con Castilla. Las causas reales de esta decadencia, que ha sido subrayada muy a menudo, son, por el momento, desconocidas.
La unidad, que no fue solamente política, sino también religiosa, lograda mediante la proyección de formas del catolicismo castellano sobre nuestro país, produjo una sobrecarga de catolicismo en nuestra vida social, que actuó como factor de decadencia, pues1os pueblos con espíritu comercial se ahogan si la presión del dogmatismo católico resulta excesiva. El bilingüismo fue otro factor de decadencia. El bilingüismo plantea, a mi modo de ver, el problema del subconsciente catalán --origen de todo el drama cultural del país- porque el pueblo que no logra manifestar su subconsciente de manera holgada, libre y normal, pierde fatal y certeramente su personalidad. El subconsciente catalán es absolutamente ajeno al ambiente castellano y andaluz, donde se siente desplazado. El hecho de que el alma catalana sea más sentimental que sensible intensifica aún más lo que digo. El arrinconamiento al que aludo crea en el catalán un sentimiento de inferioridad permanente. Al ser el sentimiento de inferioridad algo doloroso, desagradable y abrumador, el catalán ha realizado, colectiva y, en muchos casos, personalmente, un gran esfuerzo para superarlo: ha hecho todo lo posible para abandonar su auténtica personalidad, para desprenderse de ella, pero no lo ha conseguido. Esto ha dado lugar a una psicología curiosa: la psicología de un hombre dividido, que tiene miedo de ser él mismo y, al mismo tiempo, no puede dejar de ser quien es, que se niega a aceptarse tal y como es y que no puede dejar de ser como es. No son elucubraciones mías, son  hechos. Son las señales típicas del complejo de inferioridad.
La permanencia prolongada en este estado ha creado un ser de escasos sentimientos públicos positivos, es decir, un hombre sin patria, incapaz de unirse a otros o compartir intereses, hipercrítico, irónico, individualista, frenéticamente individualista, negativo: un hombre enfermizo, sombrío, desconfiado, tortuoso, escurridizo, nervioso, displicente, solitario, triste. La enfermedad catalana yace en el subconsciente del país.

DEL ALCOHOL


Hacerse todas las ilusiones, Jospe Pla, p. 128
A veces me maravillo al pensar en la cantidad de días, de semanas, durante las que no tomo ni un aperitivo, ni un coñac, ni un whisky. Dejé de tomar aperitivos en 1957 porque me hacían mucho daño. El coñac, en 1959. Por falta de dinero no he tenido nunca, en estos últimos años, acceso al whisky -al bueno, quiero decir-. Durante todo este período de dictadura franquista solo se han podido beber cosas infectas, de ínfima categoría. El vino español, incluyendo el de La Rioja, no tiene ningún valor. Es un vino que no se puede beber solo: siempre hay que acompañarlo con algo de comer. Los coñacs andaluces no tienen nada que ver con los coñacs auténticos; son una cosa destructiva. Los champanes catalanes son contrarios al bienestar humano elemental y normalísimo. La gente del país bebe este líquido porque este es un pueblo de gente sobria que, por lo tanto, aspira, de vez en cuando, a encontrarse mal. Es fatídico.
Como siempre he tenido sed, he bebido durante un montón de años estos líquidos y me han hecho mucho daño. Me han envejecido; cuando he prescindido de ellos, ya no tenía remedio. El daño estaba hecho. Llega un momento en que el daño producido por el alcohol es irreparable. Es precisamente mi caso. El estado de la arteria de mi pierna izquierda no es más  que un síntoma de envejecimiento producido por el alcohol. A pesar de la situación, no sería capaz, en este tema, de sermonear a nadie. Si tenéis sed, bebed, no le pongáis límites. Si el alcohol os tiene que servir para algo positivo, aprovechadlo. El alcohol es muy útil. El alcohol-no cabe duda- es muy útil, pero hace un daño terrible. El alcohol ha producido las cosas más fascinantes de la cultura -no me refiero a la cultura universitaria, sino a la auténtica-. Pero el alcohol, por eso mismo, es la muerte fatídica.
A veces tomo un whisky, sesenta pesetas. Cada artículo equivale a un número irrisorio de whiskys. Es el único alcohol que se puede tomar. El menos perjudicial, el alcohol diurético, el líquido de la bondad, de la fantasía, de la imaginación. El whisky convierte al hombre, como engullidor de sopas de leche, en un ser desdoblado y crítico, observador y atento dentro de la inevitable y necesaria fantasía.

LOS CATALANES


Hacerse todas las ilusiones, Josep Pla, p. 56
El catalán de hoy tiene miedo de  ser él mismo. Este miedo es como un tumor que lleva dentro. El catalán oculta sus verdaderos sentimientos, disimula su manera de ser, escamotea su autenticidad, aparenta ser diferente de quien es. Ser catalán le ha dado tantos problemas que, en ciertos momentos, ha dejado de pensar en el país. El hecho mismo de que el catalán aparente ser un hombre que no piensa, deriva de que no quiere pensar en su país -por consiguiente, prefiere no pensar en nada.
El primer drama del catalán consiste en el miedo a ser él mismo. Pero hay otro todavía más grave: el  catalán no puede dejar de ser quien es. Las tendencias oscuras del inconsciente individual y colectivo superan, probablemente, cualquier esfuerzo de voluntad. En el subconsciente del país, pues, la procesión va por dentro. En realidad, nos hallamos ante un dualismo irreducible --doloroso, lacerante, enfermizo.
Ahora bien: ante un problema de dualismo irreductible, todavía no se ha inventado nada más cómodo que huir. El catalán es un fugitivo. A veces huye de sí mismo y otras, cuando sigue dentro de sí, se refugia en otras culturas, se extranjeriza, se destruye; escapa intelectual y moralmente. A veces parece un cobarde y otras un ensimismado orgulloso. A veces parece sufrir de manía persecutoria y otras de engreimiento. Alterna constantemente la avidez con sentimientos de frustración enfermiza. Aspectos todos ellos característicos de la psicología del  hombre que huye, que escapa. A veces es derrochador hasta la indecencia y otras tan avaricioso como un demente; a veces es un lacayo y otras un insurrecto, a veces un conformista y otras un rebelde. El catalán se evade, no se suma a nada, no se compromete con nadie. Ante lo irremediable del dualismo, procura llegar a su hora final habiendo soportado la menor cantidad de molestias posibles -lo cual le hace sufrir aún más-. La careta que lleva puesta toda su vida le causa un febril desasosiego interno. Es un ser humano que se da -que me doy- pena.

INCIPIT 964. HACERSE TODAS LAS ILUSIONES POSIBLES / JOSEP PLA


Los elementos habituales de nuestra sociedad y de nuestra historia han sido, durante siglos, los payeses y los marineros, y, naturalmente, sus parásitos (comerciantes, propietarios, nobles). También hubo, claro está, un estamento industrial, pero este estamento no adquirió relevancia hasta la época moderna, cuando empezó la industrialización del país en mayor o menor escala.
A estos elementos básicos de nuestra sociedad hay que añadirles otro: los curas y los frailes o, si lo prefieren, los frailes y los curas. Este país siempre ha tenido facilidad para producirlos. Se puede, creo, afirmar que este país siempre ha tenido los frailes y los curas que ha necesitado. En términos generales, los ha tenido en abundancia. Es más: este país da la impresión de que habría podido tener, en cualquier momento, muchos más frailes y curas de los que ha tenido, a juzgar por la cantidad de personas, incluso en el círculo de vuestras amistades, que por la estricta modalidad de su espíritu y sensibilidad no se explican por qué no lo han sido.

INCIPIT 963. MISHIMA O LA VISION DEL VACIO / MARGUERITE YOURCENAR


Siempre es difícil juzgar a un escritor contemporáneo : carecemos de perspectiva. Y aún es más difícil juzgarlo si pertenece a su civilización que no es la nuestra y con lo cual entran en juego el atractivo del exotismo y la desconfianza ante el exotismo. Esas posibilidades de equívoco aumentan cuando, como ocurre con Yukio Mishima, el escritor ha absorbido ávidamente los elementos de su propia cultura y los de Occidente; y, en consecuencia, lo que para nosotros es normal y lo que para nosotros es extraño se mezclan en cada obra en unas proporciones diferentes y con unos efectos y unos aciertos muy diversos. No obstante, es esa mezcla lo que hace de él, en muchas de sus obras, un auténtico representante de un Japón también violentamente occidentalizado, pero marcado a pesar de todo por algunas características inmutables. En el caso de Mishima, la forma en que las partículas tradicionalmente japonesas han ascendido a la superficie y han estallado con su muerte, le convierte, en cambio, en el testigo y, en el sentido etimológico del término, en el mártir del Japón heroico

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