Siempre es difícil juzgar a un
escritor contemporáneo : carecemos de perspectiva. Y aún es más difícil juzgarlo
si pertenece a su civilización que no es la nuestra y con lo cual entran en
juego el atractivo del exotismo y la desconfianza ante el exotismo. Esas
posibilidades de equívoco aumentan cuando, como ocurre con Yukio Mishima, el
escritor ha absorbido ávidamente los elementos de su propia cultura y los de
Occidente; y, en consecuencia, lo que para nosotros es normal y lo que para
nosotros es extraño se mezclan en cada obra en unas proporciones diferentes y con
unos efectos y unos aciertos muy diversos. No obstante, es esa mezcla lo que
hace de él, en muchas de sus obras, un auténtico representante de un Japón
también violentamente occidentalizado, pero marcado a pesar de todo por algunas
características inmutables. En el caso de Mishima, la forma en que las
partículas tradicionalmente japonesas han ascendido a la superficie y han
estallado con su muerte, le convierte, en cambio, en el testigo y, en el
sentido etimológico del término, en el mártir del Japón heroico
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