Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

CULTURA Y BARBARIE

Un final para Benjamin Walter, Alex Chico, p. 46
Tal vez lo verdaderamente importante esté en el lugar que se erige ahora, el pequeño dolmen que sobresale de la tierra, las piedras que se acumulan y que dejan constancia de otras visitas, o la placa de mármol en la que aparece un fragmento de su libro Tesis de filosofía de la  historia: “No hay ningún documento de la cultura que no lo sea también de la barbarie”.
Pienso en esa frase y me digo que sí, que es cierto, que no existe ningún documento, ningún archivo o registro, incluso ningún cementerio que no nos hable del despotismo y la barbarie. Por eso importa poco que bajo esas mismas piedras aún perduren los restos de Walter Benjamín. En el fondo, lo relevante es que exista un lugar que active nuestra memoria y nos haga recordar por qué alguien como él acabó allí su vida. Algo que me recuerda también a la tumba de Antonio Machado en Collioure. Ignoro si el estado alemán ha pedido la repatriación de los restos de Benjamín, siguiendo los pasos de algunos políticos españoles que aún se empeñan en recuperar los restos de Machado, como si esa recuperación solo consistiera en trasladar unos huesos de un sitio a otro y olvidatan por el camino los motivos que les condujeron a morir en un lugar que no era el suyo.
Encontrarme frente a la tumba de Benjamín era encontrarme también frente a otras tumbas. La de Machado en Collioure o la de Bertolt Brecht en el cementerio de Dorotheenstidlicher Friedhof de Berlín, en donde me entretuve  hace unos años buscando las tumbas de Hegel y Heinrich Mann. Pienso en Lourmarin y en su pequeño cementerio situado a las afueras del pueblo, al que se accede siguiendo un camino de tierra que pasa casi inadvertido desde la carretera. Alú sigue Albert Camus, aunque no sé por cuánto tiempo, porque en repetidas ocasiones han intentado trasladarlo al Panthéon, junto a otros escritores insignes de la república francesa. Posiblemente un pequeño pueblo de la comarca del Luberon, en la Provenza, hable más de él o lo explique mejor que una especie de circuito turístico que parece sepultar por segunda vez a un ser humano.

Por eso importa poco que la tumba de Walter Benjamín siga guardando sus restos. Lo que realmente debe llamar nuestra atención es esto: que ahí no solo reposa lo que queda de un hombre, sino la suma de restos y de personas que alguna vez huyeron de la barbarie.

BENJAMIN MUERTO

Un final para Benjamin Walter, Alex Chico, p. 147
Lo supe al estar delante de una imagen, expuesta entre otras reproducciones que colgaban de las paredes del Centro Cívico. Se trata de una fotografía que había visto muchas veces antes. Walter Benjamín está de perfil, lleva sus gafas y mira al frente. Tiene el rostro serio. Viste un traje negro, aunque se le escapa el cuello de su camisa blanca. Siempre había creído que era una ficha policial, una especie de fotografía que empleaba en su pasaporte. Me equivocaba. Era la imagen de un difunto. La barra que ascendía desde su espalda y se posaba en la sien estaba sosteniendo la cabeza de un muerto. No me había fijado hasta entonces. Había tenido esa imagen entre mis manos en muchas ocasiones, pero se me había escapado por completo. Necesité una pequeña sala de exposiciones para darme cuenta.
Aquella tarde, después de salir del Centro Cívico, decidí no volver a la pensión inmediatamente. Paseé un rato por el pueblo. Las calles estaban vacías y comenzaba a hacer  frío. Me senté en uno de los bancos del paseo marítimo, abrigándome como pude mientras el viento de Tramontana iba soplando cada vez con más fuerza. Todo estaba en calma. Vi algunas casas iluminadas, pero el trajín dentro de ellas era tan silencioso que parecían deshabitadas.

LA MUERTE DE WALTER BENJAMIN

Un final para Benjamin Walter, Alex Chico, p. 126
Hasta mediados de octubre, Adorno no tuvo conocimiento de lo sucedido. Scholem lo supo en noviembre, a través de Hannah Arendt. Nadie reclamó los restos de Benjamin, tampoco sus pertenencias, que supuestamente estaban a disposición de sus herederos. Ni rastro tampoco de la cartera con los manuscritos.
La muerte de Walter Benjamin dio inicio a un universo inagotable, el de las especulaciones, en el que cuesta trazar una separación entre el mito y la historia. Todo el mundo tenía su propia teoría, algo que se ha venido repitiendo hasta hoy. Recuerdo una conversación que mantuve con el dueño de un colmado, a pocos pasos del lugar que ocupaba el Hotel Francia. Había entrado varias veces a esa tienda, pero no me animé a hablar con él hasta mi quinta o sexta visita. Un hombre amable y servicial que estaba encantado de que alguien le preguntara por Benjamin o por cualquier otra cosa relacionada con Portbou. Él lo tenía claro: a Walter Benjamin lo mataron. Eso lo sabe todo el pueblo, añadió. Desconfiaba de la versión oficial, que siempre había apuntado al suicidio como causa de su muerte. Al parecer, me dijo, conocía a alguien que había vivido aquellos dias de septiembre de 1940. Se trataba de una fuente a la que otorgaba toda su credibilidad, porque había presenciado una conversación en el Hotel Terminus, uno de los alojamientos que existían por entonces en Portbou. Ese testigo anónimo había escuchado que Benjamin era un viajero incómodo al que había que sacarse de encima lo antes posible. N o hay razón para contradecir esa idea. Hay teorías que apuntan en esa dirección, preguntas que sobrevuelan el caso y cuestionan la versión que hemos aceptado durante todo este tiempo: ¿cómo podía Walter Benjamin conservar tanta lucidez después de haber ingerido tal cantidad de morfina? ¿No hubiera entrado antes en un estado de somnolencia? ¿Por qué, según algunas versiones, consumió sólo la mitad de las Eukodal, el derivado de morfina que llevaba consigo? ¿Cuál era la razón por la que el juez se apresuró a cerrar el caso tan rápido? ¿Qué ocurrió entre los médicos que debían ocuparse de la autopsia? ¿Por qué se le entierra en el cementerio católico y no en el cementerio laico, al lado de otros suicidas, proscritos, maquis o apóstatas?

En Portbou llegué a escuchar que Walter Benjamin se había ahorcado. Incluso aún guardo un artículo de Stuart Jeffries, publicado en The Observer el ocho de julio de 2003, en donde se recoge la controvertida tesis de Stephen Schwartz según la cual Walter Benjamin fue asesinado por agentes secretos estalinistas. El título de Jeffries es claro y contundente: “Did Stalin Killers liquidate Walter Benjamin?”.

LOS RESTOS DE BENJAMIN

Un final para Benjamin Walter, Alex Chico, p. 123
Lo último que escribió Walter Benjamin fue una carta. Se la entregó a Henry Gurland, con quien había atravesado la frontera poco antes. Gurland debía trasmitir su contenido a uno de  los amigos más cercanos de Benjamin, el filósofo alemán Theodor W Adorno. Sabemos lo que decía esa carta, pero no dónde está, porque no se conserva ninguna prueba de su existencia. Es esta: «En una situación sin salida no tengo más opción que ponerle fin. Será en un pequeño pueblo de los Pirineos en el que nadie me conoce donde mi vida se acabará». Antes había ingerido una gran dosis de morfina. Después de sufrir intensos dolores y de rechazar enérgicamente un lavado de estómago, Walter Benjamin murió hacia las diez de la noche del 26 de septiembre, aunque en otras versiones la hora de su defunción se situara al dia siguiente, de madrugada. Se le diagnostica “ataque de apoplejía” o “hemorragia cerebral”. Poco sabemos del médico que le atendió. O de los médicos que fueron a verle. Firmó el acta Ramón Vila Moreno. La señora Gurland pagó su sepultura por cinco años. En el verano de 1945, después del traslado de sus restos desde el nicho 563 a una fosa común, el rastro de Walter Benjamin se perdió por completo. Así se convertía, él también, en un ser anónimo.

De su paso por Portbou nos quedan unos pocos datos. Entre otros, un informe de la carpintería Mecánica, propiedad de Enrique Espadalé. 313 pesetas por una caja mortuoria forrada de paño con varias aplicaciones, además de los seis hombres que condujeron el féretro al cementerio y el albañil encargado de cerrar el nicho. También sabemos el contenido de la factura del hotel, 166,95 pesetas por los siguientes servicios: cinco días de habitación (Benjamin estuvo en ella la mitad de ese tiempo), cuatro conferencias telefónicas (¿a quién?), una cena, cinco gaseosas con limón, gastos de farmacia, vestido del difunto, desinfección, lavado y blanqueamiento. A eso habría que sumarle 7 5 pesetas por las cuatro visitas del médíco, el ya citado Ramón Vila Moreno, por las inyecciones, tomas de presión arterial y sangría. Sin olvidar las 50 pesetas destinadas al juzgado municipal y las 93 que fueron a parar al cura Andrés Freixa, que firmó el acta de defunción, registrada en la parroquia de Santa Maria de Portbou: “El 26 de septiembre de 1940 ha fallecido aqui en Portbou, obispado y provincia de Gerona, a la edad de 48 años, el señor Benjamin Walter, nacido en Berlin, procedente de Francia, casado con Dora Kellner. Ha recibido los santos sacramentos. Al día siguiente ha recibido sepultura en el nícho número 1 de los nuevos nichos, en el lado sur de la capilla del cementerio católico de este lugar. Andrés Freixa, sacerdote”.

INCIPIT 943. CONEJO ES RICO / JOHN UPDIKE

Quedándose sin gasolina, piensa Conejo Angsttom mientras desde el ventanal polvoriento del verano de la sala de exposición de la Springer Motors observa desfilar el tráfico por la Nacional 111, un tráfico algo ralo y escaso en comparación con el que solfa haber. El puto mundo se está quedando sin gasolina. Pero a él no van a engancharle, no mientras sus Toyotas sigan teniendo más bajo consumo por kilómetro, y un precio de mantenimiento más barato que cualquier pedazo de chatarra que circula por las carreteras. Lea la Guia del Consumidor, el número de abril. Basta con decir eso a la gente que viene. Y vaya que si viene gente; se está poniendo frenética, sabe que el gran viaje americano está terminando. La gasolina se ha puesto a noventa y nueve punto nueve centavos el gaIón, y el noventa y nueve por ciento de las gasolineras cierra los fines de semana. El gobernador de la Commonwealth de Pennsylvania anda exigiendo un mínimo de compra de cinco dólares para evitar que cunda el pánico. Y los camioneros que no consiguen diesel disparan a sus propios camiones, hubo un incidente en el mismo Diamond County, en la autopista de peaje de Pottsville. La gente está perdiendo la cabeza, sus dólares no valen un centavo, se retrae como si ya no existiese un mañana. Cuando adquieren un Toyota, él les dice que están convirtiendo sus dólares en yens. Y se lo creen. Vendidos en los primeros cinco meses de 1979 ciento doce vehiculos nuevos y de segunda mano, además de ocho Corollas, cinco Coronas, incluyendo una camioneta del modelo de lujo y aquel Celica que Charlie dijo que se parecia a un Pimpmobile descargado, en estas tres primeras semanas de junio, a un promedio de beneficio bruto de ochocientos dólares por venta. Conejo es rico.

INCIPIT 942. UN FINAL PARA BENJAMIN WALTER



Podría haber sido una cala de pescadores, una insignificante aldea perdida entre collados y senderos, una pequeña bahía moteada de barracas, pero ese lugar se acabó trasformando en algo distinto, en un lugar de paso que algunos, con poca fortuna, nunca pudieron traspasar. Podría haber sido un territorio minúsculo, enclavado en una geografía fronteriza ante la exigua inmensidad del Mediterráneo, manteniendo una meritoria insignificancia frente a una breve extensión de agua. U na ensenada tranquila, templada, casi inerte, a pesar de la calma tensa que se cuela entre montañas, mientras el viento desplaza las piedras que se agolpan en los desfiladeros y convierte esa existencia reposada en un campo de fortificaciones. Podría haber sido un pequeño pueblo y continuar así durante mucho tiempo. Eso es lo que sugieren los lugares que parecen fuera de plano, esos espacios que no logramos identificar con ningún territorio concreto ni con ningún país que conozcamos. Podría haber sido simplemente esto: un lugar donde no ha sucedido ni sucederá nada. Pero en un momento de su historia ocurrió algo y justo por ese motivo apareció el germen de su propia destrucción. Todo, incluso lo que carece de importancia, parece condenado a la desaparición. Todo lo creado, por muy superficial que nos resulte, guarda la posibilidad de que algún día también él se extinga y no quede nada detrás, ni siquiera un miserable rastro.

ANGEL BENJAMIN

Un final para Benjamin Walter, Alex Chico,p. 96
¿Qué significaba ese cuadro para Walter Benjamin? ¿Qué le atraía tan profundamente como para escribir sobre él en varias ocasiones? Una de las respuestas está en su novena tesis, de las dieciocho que configuran sus Tesis sobre la filosofía de la historia. Este es el fragmento: “Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se muestra a un ángel que parece a punto de alejarse de algo que le tiene paralizado. Sus ojos miran fijamente, tiene la boca abierta y las alas extendidas; así es como uno se imagina al Ángel de la Historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies. Bien quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado, pero desde el Paraíso sopla un huracán que se enreda en sus alas, y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irremediablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras los escombros se elevan ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso”.

El Angelus Novus es el Ángel de la Historia, un ser gigantesco que avanza hacia atrás, vuelto hacia los muertos con las alas abiertas, mientras contempla la montaña de cadáveres que se alza a su paso, las ruinas, los escombros, los desechos. Aunque quiere detenerse, el huracán le empuja con fuerza. Desplazándose de espaldas, contempla los surcos en los que van cayendo miles de cadáveres, las cenizas que sobrevuelan en el pasado, como un remolino que se anuda a nuestros pies. La terrible fuerza del viento anticipa, a su manera, el fascismo y la barbarie. La noción de progreso, de memoria y de identidad. La forma en la que un instante es capaz de reunir pasado, presente y futuro. Así trascurre la historia, como un continuo de sucesos condenados a la destrucción, arrojados a un precipicio cada vez más profundo. Lo que queda debajo son los restos de una naturaleza muerta: los automóviles desguazados en una pendiente, los cuerpos sin vida que se extienden sobre la falda de una montaña, los surcos que se abren tras un disparo lejano, la caravana de sombras que intenta cruzar una frontera, las aduanas sin nadie, los cristales rotos, las construcciones abandonadas, los túneles cerrados, las zanjas que se vuelven cada vez más hondas, la vida que aún permanece socavada. Eso es lo que tiene delante: una multitud de ausentes que no pueden escapar de un viento huracanado. Como si un puñado de tierra los hiciera aún más invisibles.

ANGELUS NOVUS

Un final para Benjamin Walter, Alex Chico, p. 94
El origen del cuadro se remonta a 1920, uno de los años decisivos en la trayectoria de Paul Klee. Coincidía con su primera gran exposición en Múnich, había publicado su Confesión creativa y se iba a incorporar a la prestigiosa Bauhaus. Un año después, el Angelus Novus encuentra un comprador, Walter Benjamín, que lo incorpora a su colección de arte aliado de otras imágenes por las que sentia una fuerte atracción, como el Retablo de Isenheim, la obra maestra de Mattbias Grünewald.
Benjamín no está solo cuando va a comprar el Angelus Novus. Le acompaña Gershom Scholem, que también queda fascinado por el cuadro, hasta el punto de dedícarle un poema. Scholem, siguiendo la tradíción cabalistica, le explica la leyenda talmúdíca que se esconde detrás del cuadro: el surgimiento continuo de nuevos ángeles que son creados a cada instante para cantar un himno ante Dios y que, tras entonarlo, se deshacen en la nada.

Benjamín siente auténtica fascinación por el cuadro. Incluso propone Angelus Novus como título de una nueva revista que intentaba fundar a comienzos de los años veinte. Escribe sobre la obra en varios momentos y en todas esas menciones, en todas esas referencias, siempre surge algo distinto. Su gran aportación en este terreno es su noveno apunte para las Tesis sobre la filosofía de la historia, uno de sus últimos trabajos. Poco antes de su partida a España, en junio de 1940, Benjamin extrae la lámina del marco y la guarda en una maleta, junto a otros escritos que envía a Georges Bataille, que la oculta en la Biblioteca Nacional de París. Tras la Segunda Guerra Mundial, la obra fue a parar a su amigo Theodor W Adorno y más tarde, siguiendo la voluntad del propio Benjamin, acabó en posesión de Scholem. Después de su muerte, la viuda de Scholem legó la obra al Museo de Israel, en Jerusalén. Hoy es una de las obras más importantes del museo.

FLORENCIA

La señora Osmond, John Banville, p.203
El valle estaba inmerso en una gasa de luz solar dorada y resplandeciente, en la que la ciudad, vista desde la posición ventajosa de la vieja y conocida colina, era solo una acumulación imprecisa de cúpulas, torres y tejados rojizos con aleros, mientras d río y sus meandros parecían una veta brillante de mineral amarillo fundido. El canto de los pájaros, si es que lo había, quedaba amortiguado por el palpitante dosel de sonido que lanzaba al aire una invisible multitud de cigarras dedicadas a su incesante, monótona y vibrante labor. En lo alto de la colina, en una terraza enmarañada de rosas, un hombre de mediana edad, con un sombrero de paja de ala ancha, estaba de pie con la palma de las manos apoyada en un antepecho musgoso, reparando con placer abstraído en el amistoso calor de la piedra antigua. Ante él, la ladera en pendiente era un descuidado pero pintoresco manto de olivares y viñedos, y había una fuerte fragancia a rosas viejas, cipreses y polvo. Estaba observando d camino que ascendía desde la Puerta Romana de la ciudad. Siempre se había considerado una persona desubicada en el tiempo; la suya era una sensibilidad más acorde, estaba convencido, con una época más engalanada y grandiosa, una época en la que su talento habría brillado con una llama más vívida de lo que jamás podrían avivar las insípidas brisas del prosaico presente. No se imaginaba entre los césares: ese mundo de conquista y crueldad era demasiado grosero y primitivo para su gusto; el suyo era un espíritu que habría estado más en consonancia, eso pensaba él, con las cortesías y exquisitas sutilezas del Quattrocento. Hoy se sentía emparentado en cierto modo con uno de los más nobles condottieri de esos tiempos, aunque por desgracia corriera peligro: sitiado, expulsado del santuario de su castillo de negra piedra romana y empujado desde la capital hacia el norte hasta esta colina toscana, convertido en su propio centinela, un vigilante solitario, amenazado por todas partes, aunque sin dejarse amedrentar, escrutaba las neblinosas tierras bajas que se extendían a su alrededor y preparaba sus estrategias, aguardaba su momento.

Mrs. TOUCHETT

La señora Osmond, John Banville, p. 259
Hay una verdad universal que a menudo sorprende mucho a los jóvenes y les produce la impresión de que los han frenado en seco con violencia, y es que, lo mismo que son ellos ahora, también lo fueron antes los viejos. Podemos formularla de otro modo diciendo que cada generación se considera única, y que cada nueva hornada que entra en la edad adulta cree estar disfrutando, o soportando, vivencias, descubrimientos y dificultades nuevas, singulares y exclusivas de ellos y de sus coetáneos. El mundo de los jóvenes es siempre un mundo nuevo y valeroso, poblado de gente joven y audaz como ellos. Están dispuestos a aceptar la posibilidad de que sus padres hayan vivido y amado, disfrutado y sufrido, igual que ellos, aunque de un modo más apático y desvaído, claro, y aunque a estas alturas hayan olvidado la mayor parte si no todo lo que sabían; los hijos de estos amnésicos los miran y sonríen o fruncen el ceño, según el grado de cordialidad que haya sobrevivido a los rigores de veintitantos años de vida íntima familiar, e igual que el acomodador en el descanso de la obra de teatro, les indican amables la dirección de la salida. A los viejos, a quienes los jóvenes consideran una especie prehistórica y totalmente separada, como los uros, pongamos, o las secuoyas de California, se los considera, en lo que se refiere a la experiencia, ajenos a los sucesos y tragedias de la vida diaria, mientras que su vida cuando eran jóvenes, en una época inmemorial y muy lejana, se cree que sin duda debía ser tan lenta, serena y plácida como parece serlo ahora; después de pasar de una juventud primordial a una vejez sin fricciones y carente de molestias y alteraciones, existen como inocentes periclitados, inofensivos, sin afectos, anticuados y virginales. Por esa razón, Isabel escuchó la vieja historia de traiciones, pasiones y dolor de su tía con la más profunda de las sorpresas.
En la foto Shelley Winters 

PANSY OSMOND

La señora Osmond, John Banville
Pansy llegó de la casa con la prontitud de una actriz cuando le dan la entrada. Llevaba un sencillo vestido negro con una tira de encaje blanco en el cuello. Faltaban pocas semanas para su mayoría de edad y se movía con un aura de abstraída melancolía, como si fuese a añorar siempre el cobijo y la seguridad de una infancia que al acabar esa temporada habría concluido oficialmente. Su vestido, de líneas tan severas y tan a todas luces discordante con la luz vespertina que la rodeaba, no le quedaba bien y colgaba un poco torcido sobre su esbelta figura. Aunque nada de lo que llevaba Pansy, reflexionó la condesa, parecía de su talla, consecuencia, o eso suponía su tía, de que, cuando era todavía adolescente y su padre no había adquirido aún la fortuna que le brindaría su segundo matrimonio, las pocas cosas que podía permitirse requirieron periódicos arreglos en las costuras y los dobladillos para adaptarlas a las sucesivas etapas del crecimiento de la niña. Se plantó ante su padre y su tía con su acostumbrada actitud de aquiescencia plácida y un tanto vacua, empujando distraída en semicírculo con el talón una zapatilla negra en la gravilla que había bajo sus pies. La condesa, al observarla, no pudo, como de costumbre, ver en ella nada de su madre, excepto, tal vez, cierta calculadora frialdad en su expresión, cuidadosamente velada, que quizá podría haber heredado de madame Merle, en cuya mirada esa serena gelidez nunca asomaba tanto como cuando sonreía. Tampoco, si vamos a eso, es que se pareciese mucho al padre; era, por así decirlo un capricho de la naturaleza, un ser que se sostenía a sí mismo, independiente del tronco del que había brotado.

CONDESA GEMINI

La señora Osmond, John Banville, p. 203
La condesa, después de más de veinte años de decidida aplicación, se había convertido en una especialista en la alta societa florentina, en particular de su faceta más sórdida. Como un mirlo atareado, daba sal titos en la maleza social, apartaba a un lado las ramitas caídas y picoteaba las hojas muertas -no pocas caídas de la higuera- para escarbar por debajo de ellas en el oscuro mantillo y extraer los sabrosos bocados que allí se ocultaban. Los cotilleos que encontraba siempre eran muy apetitosos. Sabía qué matrimonios habían fracasado y cuáles empezaban a ir mal, qué señora hasta entonces virtuosa había sucumbido a los halagos operísticos de uno de los muchos donjuanes de la ciudad; sabía qué marido estaba siendo engañado y cuál se dejaba engañar por conveniencia, qué hija estaba comprometida y qué hijo se estaba convirtiendo en un disoluto, o lo era ya. Aunque Osmond fingía desaprobar la cháchara escabrosa Y brillante de su hermana, y cerraba los ojos, fruncía los labios y en ocasiones llegaba a hacer como si se tapara los oídos con las manos, la condesa sabía lo mucho que le gustaba enterarse de las bajezas de la gente de postín: su predilección por intercambiar calumnias selectas era el único punto en el que coincidían las sensibilidades de estos dos hermanos tan mal avenidos. Mientras se dedicaban a este pasatiempo, Osmond echaba atrás la cabeza con las ventanas de la nariz dilatadas, como para aspirar y saborear un olor almizcleño y prohibido, fruncía las comisuras de los labios y se acariciaba complacido el cuello por debajo de la barba, con el dorso de los dedos, riéndose en voz tan baja que apenas se le oía. Y no solo recibía, sino que también daba, y en abundancia, aunque sacaba cada pepita mancillada de su reserva de oro con aparente desgana y gran aborrecimiento moral, moviendo la cabeza y suspirando con fingida tristeza por la maldad de este mundo. La condesa se maravillaba de que estuviese al corriente de tantos secretos teniendo en cuenta lo poquísimo que salía.

-Ah, sí, la gente es muy mala --dijo ahora, reclinándose en el asiento con un suspiro complacido, tenía los codos apoyados en los reposabrazos de la silla y sus dedos huesudos y atezados formaban un alto campanario, cuya cúspide rozaba la punta afilada de la barba cuidadosamente recortada en forma de pala-. Incluso los que parecen más virtuosos, y a los que se toma por modelo de virtud, están dispuestos a descender a las más sorprendentes simas de depravación a la menor tentación. 

INCIPIT 941. EL QUINTETO DE CAMBRIDGE / JOHN L.CASTI

UNA VELADA EN EL CHRIST'S

El hombre alto, calvo, con aspecto de buena persona, el traje ligeramente arrugado y unas gafas de montura de concha, parecía más bien un perro pachón de ojos caídos mientras iba y venía por sus antiguas habitaciones del Christ' s College dando instrucciones a Simmons, el criado, sobre dónde colocar exactamente la bandeja con los vasos y las botellas de jerez, whisky y agua y, en general, reviviendo un pedazo de su vida aquí cuando era estudiante. Sí, Charles Percy Snow se hallaba de nuevo en su elemento, al menos por esta noche. Simmons, desde luego, se había ocupado de todo y se las arreglaba para soportar la mezcla de nerviosismo impaciente y nostalgia de Snow con el estoicismo característico de la servidumbre británica. Se decía que era estupendo tener a Mr. Snow otra vez de vuelta en el colegio, siquiera por una breve estancia. Era una lástima que se le viera tan preocupado por la cena de esta noche. Debía estar esperando a gente muy importante, pensó el criado mientras colocaba las bebidas y los vasos en el aparador.

INCIPIT 940. LA SEÑORA OSMOND / JOHN BANVILLE

Había sido un día de inquietudes y sobresaltos, de humo, vapor y polvo. Aún sentía, la señora Osmond, el espantoso impulso y el ritmo de las ruedas del tren golpeando una y otra vez en su interior. Era como si todavía estuviese sentada junto a la ventanilla del vagón, tal y como había pasado unas horas que se le hicieron increíblemente largas, con la mirada perdida en la plácida campiña inglesa que se alejaba de ella sin cesar con todo el esplendor de los claros tonos verdes de la tarde de principios de verano. Sus pensamientos se habían acelerado al compás de la velocidad del tren, pero, a diferencia de este, sin ningún propósito. De hecho, jamás había notado de forma tan aguda aquella precipitación mental, inconsciente e irrefrenable como desde que salió de Gardencourt. La bestia enorme, humeante y ruidosa que había hecho con brusca impaciencia una pausa en la pequeña y humilde estación del pueblo y había permitido que ocupara su sitio en uno de los últimos compartimentos -sus dedos aún conservaban la sensación de la felpa caliente y el cuero grasiento- aguardaba ahora jadeante después de tan titánico esfuerzo bajo el alto dosel de cristal ennegrecido por el hollín de la ajetreada estación terminal y vomitaba sobre el andén su dotación de viajeros aturdidos y desaliñados y su batiburrillo de equipajes. En fin, se dijo, al menos había llegado a alguna parte.

Staines, su doncella, apenas se había apeado del tren cuando se enzarzó en una discusión con un rubicundo mozo de cuerda. De no haber sido mujer podría haberse dicho que Staines er aun tipo con un corazón de roble.

CONSUMO Y TERAPIA

Zombies y neandertales, Marta Sanz (Granta 7)
Cuando la resistencia mutó en resiliencia, los músculos quedaron reducidos a fibra laxa. Dejaron de estar recorridos por el nervio. Llegó la risa floja y el emoji de la mierda. La resistencia se tradujo como palabra vintage: algo rupestre y ligado a la cerrazón mental. Como  si resistirse fuera no dejarse poner la salvadora inyección -el nene aprieta el culito-, o tener el ojo malo y practicar una negatividad tan común en todos los que no quieren abrirse en la consulta del psicólogo. Los que dicen “no estoy triste, estoy cabreado”. Los que se revuelven “bueno sí, estoy triste y cabreado”. La resistencia se asimiló a reacción, a reaccionarismo, a desánimo y a enfermedad. La resistencia es la resistencia a una felicidad que se asimila con la fascinación por el consumo. Ser feliz es desear y que el deseo se cumpla. El deseo siempre ha de ser específico. No valen los genéricos y las farmacéuticas lo saben: quiero un sujetador de La Perla, un móvil Huawei, un gin-tonic de Bombay Saphire ... Resistirse al discurso dominante, no estar nervioso., no quemar la tarjeta de crédito, no ser un adicto es estar deprimido. Y, sin embargo, hay psiquiatras -Rendueles, Mariano Hernández Monsalveque mantienen que sus pacientes no necesitan terapia. Que necesitan un comité de empresa. Una cartilla de la seguridad social. Los cupones para comprar arroz. Horas de sueño.

LA COPA DORADA

Imposturas, Banville, p. 124
El jarrón, a su vez, debía de encontrarme igualmente repulsivo; o si no, debía de encontrar mi animosidad insoportable, y decidió que acabara nuestro malestar. He aquí lo que sucedió; desde luego, algo rarísimo. El día después de la muerte de Magda, yo estaba recostado en el sofá de la sala, inundado por mi nuevo estado de viudedad, con una bolsa de hielo sobre la frente, y en el suelo, a mi lado, un botella cuyo contenido disminuía sin cesar, cuando un sonoro estallido, agudo e incontrovertible como un disparo, me hizo erguirme asustado, como el hombre-monstruo que se arquea sobre la mesa cuando la gran chispa azul salta entre las varillas conductoras. Me puse en pie a duras penas, y con una escora de borracho me tambaleé hacia la salita para investigar, pensando, en mi estado de aturdimiento, en el Agente Blanco -¿le recuerdan?- y en esa roma pistola suya, cargada con cinco balas. Me llevó mucha observación e indagación infructuosa descubrir lo que había ocurrido. El jarrón se había partido, no en esos fragmentos en que suele romperse el cristal, sino en dos mitades casi iguales, verticales, con extraordinaria limpieza, como si lo hubiera partido por la mirad una hoja de diamante enormemente veloz o un poderoso rayo ultraterreno. Como posiblemente ya he comentado, no soy supersticioso -o no lo era, puesto que esto fue antes de que el fantasma de Magda comenzara a rondarme-, y supiese que probablemente se debía a que el cristal era defectuoso, que tenía alguna grieta tan fina que resultaba invisible, y que había acabado sucumbiendo a algún cambio infinitesimal en la temperatura del aire o a un cambio en la presión atmosférica. Pensé, casi con una punzada de remordimiento, en esa cosa antaño odiada que permanecía allí, día tras día, soportando mis torvas miradas y las horas en que Magda le dedicaba su mirada cariñosa, pero quizás no menos agresiva, inmovilizado y en lucha desesperada con las irresistibles fuerzas del mundo que actuaban sobre él, esforzándose por mantenerse entero otra hora, otro minuto, unos segundos más, los últimos, en que permanecería entero, garboso. Pienso, naturalmente, en Cass Cleave. Pues así era ella también, otro jarrón alto, tenso, físil, esperando a que lo partieran en dos.

GILBERT OSMOND

La señora Osmond / John Banville
Osmond era sorprendentemente tolerante e incluso solícito con el anciano criado: la complejidad y las contradicciones del temperamento de su hermano eran una constante fuente de confusión para la condesa. En general pensaba que Osmond era malvado, no a la espléndida manera de una de esas figuras históricas que le constaba que él admiraba tanto y con las que le gustaba compararse como un Maquiavelo o un Lorenzo de Médici -estaba segura de que había ejemplos mejores cuyos nombres no conocía, pues había vastas lagunas en su conocimiento de la historia de este país tan histórico--, sino de modo cauto y mezquino, sin aventurarse nunca más allá de los límites de su poder. Podía atormentar a su mujer, como sin duda había hecho mucho tiempo detrás de los postigos cerrados, o arreglárselas para frustrar los anhelos y aspiraciones infantiles de su hija encerrándola bajo una campana de cristal, como un lecho de espárragos blanqueados, pero con gente como lord Warburton, por tomar un ejemplo reciente, ponía especial cuidado en exhibir una vena blanda y meliflua; incluso ese propietario de fábricas textiles de Massachusetts, Caspar Goodwood, que había cortejado a la cuñada de la condesa en su país cuando era una cría -y que todo el mundo sabía que no había renunciado a sus esperanzas amorosas ni aun ahora que, muchos años después, era una mujer casada-, había sido bien recibido en el Palazzo Rocanera, donde Osmond lo había tratado con una amabilidad e interés tan convincentes que el pobre hombre no se había dado cuenta de con qué sutileza se estaba burlando de él. Sí, una de las muchas habilidades de Osmond consistía en ser capaz de calibrar hasta el último punto decimal cuán lejos podía permitirse exhibir su inmenso desprecio por el mundo y lo que consideraba su nutrida dotación de bobos y bárbaros.

RETRATO DE UNA DAMA

Ya no veía a sus pretendientes como el dúo cómico de un espectáculo de vodevil –le avergonzaba haber pensado en ellos así al principio- sino como las figuras mecánicas del reloj de un campanario medieval, que aparecen a trompicones cada cual a su momento, con un aspecto fijo muy vívido, siempre nuevos y siempre iguales. O así es como los habría imaginado, de no ser porque, en esta ocasión, Caspar Goodwood se había salido del raíl y la había tomado entre sus brazos con un fogonazo que recorrió todo su ser y que nunca había sentido antes. La había besado, pero después de todo, ¿qué era un beso? La habían besado antes, ¿no? Cuando sus labios se encontraron, los de él sobre los de ella y los de ella cediendo a los suyos, fue como si se produjese algún proceso de fusión química, una unión de las esencias, las suyas con las de él y las de él con las suyas, después de la cual seguramente ya no volvería a ser la misma, separada y solitaria, única y sola. Aunque ¿qué significaba, esta fusión misteriosa? Caspar Goodwood, con toda la fuerza de su ser perceptible, los había unido a ambos en su abrazo, había combinado sus otredades respectivas en una, y no obstante ella se sentía tan aislada como siempre, en mitad de una llanura oscura y desierta. No sabía decir qué le había hecho más daño: el sutil anatema que su esposo dictó en Roma contra ella cuando le informó de que se disponía a desafiado y a ir con su primo moribundo, o la posibilidad de una radiante restitución que el beso de Caspar Goodwood había abierto ante ella, una posibilidad que ella sabía que nunca se cumpliría, pero que tampoco podría negarse jamás. Después de que la hubiera golpeado el rayo de su amor ¿podría volver a ser lo que había sido antes?

-¿Y qué le dijiste a él, al señor Goodwood? –preguntó Henrietta.

LA MENTE

Imposturas , Banville, . 92
Desde que era muy pequeña, allá donde alcanzan sus primeros recuerdos, había sido víctima de alucinaciones; al menos, eso insistía en decir la gente. Para ella eran algo real, o recuerdos de algo real que se hadan inmediatos y vívidos. Ésa era la razón de sus turbaciones, de que se apartara de lo que los demás llamaban realidad. Simplemente: lo que veía en su cabeza era tan claro y estaba tan claramente presente, resultaba tan realista, que no podía distinguirlo lo bastante de las cosas que eran verificables mediante los instrumentos que los demás decían que debía aplicar, y la verificación era lo que los demás siempre le exigían, de manera más o menos comprensiva, más o menos exasperada. Por eso le hablaban las voces, para insistir en sus diferentes versiones de los hechos. Nadie, ni los que hablaban dentro de ella ni los de fuera, parecía darse cuenta del ensordecedor estruendo que formaban al parlotear todos  juntos. Sobre toda esa cacofonía, ¿cómo podían oírse sus súplicas? Deseaba ser capaz de probar, aunque sólo fuera una vez, de manera indiscutible, no lo que ellos querían que supiera, sino lo que ella sabía. En una película que había visto de niña, había un hombre que en lo que parecía un sueño luchaba con alguien y lo mataba, y al despertarse tenía en la mano un botón de verdad que en el sueño había arrancado del abrigo de su víctima. Algún día ella también seria capaz de volver de una de sus así llamadas alucinaciones, abrir la palma de la mano y mostrarles, triunfal, una diminuta, dura y reluciente prueba que ni siquiera ellos podrían rechazar.

La primera vez que supo que lo de su mente no tenía arreglo fue una tarde invernal de domingo, cuando tenía seis o siete años. Llevaba enferma desde ya no sabía cuándo, pero   como era tan pequeña, todavía no se había dado cuenta de que no mejoraría, de que sólo iría a peor.

K.

Klaus Wagenbach, Franz Kafka: una biografía. p. 11
[...] en octubre de 1909, contra la ejecución del fundador de la Escuela Libre, el catalán Francesc Ferrer i Guardia. Esa fue la primera conferencia a la que asistió Kafka, que había pertenecido durante el bachillerato a la asociación Escuela Libre:

Solía sentarse solo; nadie le conocía, no era más que un oyente silencioso y atento, con un vaso de cerveza delante, que apenas tocaba. A la salida de la sala se recogían donativos, como era costumbre por entonces: en favor de los prisioneros políticos, de los mineros huelguistas del norte de Bohemia, o para cubrir los gastos. Cada uno contribuía según sus posibilidades; la mayoría entregaba calderilla; las monedas de más valor eran cosa rara. Pero el invitado entregó con toda discreción una moneda de cinco coronas ... Kafka también participó en la agitada asamblea que la policía disolvió en la sala Uvelké Prahy [La gran Praga), donde Borek dio una conferencia contra la ejecución del anarquista Liabeuf en París. Era difícil pasar por alto a una persona como Kafka, que superaba en más de un palmo de estatura al común de los mortales, y él tampoco se esforzó en pasar desapercibido: se quedó quieto de pie en medio de la batalla entre la policía y los manifestantes. Y como no obedeció la orden de disolverse en nombre de la ley, lo condujeron a la comisaría más cercana. La policía no fue demasiado severa: una multa de un florín o un día de arresto, de conformidad con las normas. Kafka, que sin duda llegaba cada mañana puntual al trabajo, no se quedó a pasar la noche allí: pagó la multa y se fue.

ECFRASIS

Imposturas, John Banville, p. 83
En el hotel, cuando entré en su habitación, ya estaba corriendo las cortinas para protegernos del sol de la tarde. Ahora, naturalmente, venía la vacilación del último momento, y yo no quería estar allí. Estaba cansado de mí mismo y de mis apetitos, de mi necesidad infantil de agarrar, estrujar y chupar, que con los años no hacía más que intensificarse. “¿Te das cuenta” dije, “de que tengo edad para ser tu bisabuelo?” Me reí. Ella no respondió, tan sólo se desabotonó el cuello del vestido, en la nuca, y se lo sacó por la cabeza, convirtiéndose por un segundo en un escarabajo negro encapuchado provisto de unos brazos antena que se movían. El sonido de su ropa interior al caer susurró por todos mis nervios. “¿Conoces esa Venus de Cranach que hay en el Beaux Arts de Bruselas?”, dije jovialmente, apoyadosobre mi bastón, en ángulo. “¿La que lleva aquel sombrero grande y oscuro y aquella gargantilla negra tan interesante?” Me sorprendió lo mucho que se parecía aquella mujer viva a la del cuadro, el mismo tipo sinuoso, con las mismas caderas gruesas y las extremidades ahusadas y esa palidez un tanto estreñida. “Cupido”, dije, “apenas le llega a la rodilla, es un mocoso enfadado al que arrastran las abejas, aunque debo decir que siempre me han parecido más bien moscardas. ¿Sabes de cuál te hablo?» Ella se inclinó para apartar la cubierta de la cama, un pecho, una bombilla plateada, reluciendo bajo el arco de la axila. “Cranach”, dije, “el joven o el viejo, no me acuerdo, era amigo de Martín Lutero, ya ves qué causalidad. Uno se pregunta qué debía pensar el gran reformador de las lascivas señoras que tanto le gustaba pintar a su colega.” Ahora estaba sentada en la cama, con las piernas recogidas contra el pecho, y los pálidos brazos abrazando las pantorrillas. No me miraba, tenía la vista fija al frente, con un leve ceño, como si intentara recordar una palabra o imagen escurridiza. Apoyé el bastón contra el cabezal de la cama, me di la vuelta, me balanceé hacia el cuarto de baño sin ventana y cerré la puerta con llave.

DEL CAMBIO CLIMATICO

El fin del fin del mundo, Jonathan Franzen (Granta 7)
Sin embargo, el panorama que presentó Adam fue aún más sombrío que el de Al Gore, porque el planeta se está calentando mucho más deprisa de lo que auguraban los más pesimistas hace diez años. Adam mencionó la reciente falta de nieve para el inicio de la carrera de trineos  Iditarod, el invierno tremendamente caluroso que estaban teniendo en Alaska y la posibilidad de que no hubiera hielo en el Polo Norte en el verano del2020. Señaló que, si hace diez años sólo se tenia constancia de que se estuviera reduciendo el ochenta y siete por ciento de los glaciares de la peninsula Antártica, ahora parece ser que es el cien por cien. No obstante, el dato más sombrío que ofreció fue que los climatólogos, al ser científicos, tienen que limitarse a hacer afirmaciones con un alto grado de probabilidad estadística. Cuando preparan previsiones sobre el clima y predicen el aumento de la temperatura del planeta, tienen que decantarse por una cifra conservadora alcanzada en más del noventa por ciento de todos los casos, y no por la temperatura alcanzada en la previsión media. Así, la climatóloga que predice con seguridad un calentamiento de cinco grados Celsius a finales de siglo podría decirte en privado, delante de unas cervezas, que en realidad cree que serán nueve.
Lo pasé a grados Fahrenheit (eran dieciséis) y senti mucha lástima por los pingüinos. Pero entonces, como suele suceder en las conversaciones sobre el cambio climático cuando se pasa de hablar. del diagnóstico a hablar de los remedios, el tono sombrío pasó al negro de la más negra de las comedias. Sentados en el salón de un barco que quemaba más de trece litros de combustible por minuto, escuchamos a Adam ensalzar las ventajas de comprar en mercados de productos locales y cambiar las bombillas incandescentes por otras de leda. También planteó que la educación universal para las mujeres reduciría la tasa de natalidad mundial y que desterrar las guerras de todo el planeta supondría ahorrar un dinero que bastaría para implantar las energías renovables en la economía internacional. A continuación dio paso a los ruegos y preguntas. Los escépticos no tenían ningún interés en debatir el tema, pero un hombre que sí creía en el cambio climático se levantó para decir que gestionaba muchas viviendas y que había observado que cuando tenía inquilinos que contaban con subsidios federales sus casas siempre estaban demasiado calientes en invierno y demasiado frías en verano, porque la factura no corria de su cuenta, y que una forma de combatir el cambio climático sería obligarlos a pagar. Al oirlo, una mujer contestó en voz baja:

-Yo creo que los megarricos malgastan muclúsimo más que los que viven a base de subsidios.

MARTA SANZ

Zombis y neandertales, Marta Sanz (Granta 7)
Me resisto a que miren desde la cámara de mi ordenador. Me resisto a que detecten mis intereses políticos por las páginas que he visitado a lo largo del último mes. Me resisto a que en la pantalla de mi ordenador se abran mágicamente anuncios de librerías porque saben -sí, sí que lo saben- que escribo. Me resisto a que me hagan la vida más fácil complicándomela a cada paso. Con la banca electrónica, con cuentas que se activan o desactivan mediante un selfie sonriente, con plataformas que me permiten expresar opiniones que mejor estarían encerradas en la jaula de mi corazón. Hay avances magníficos, pero no todo es maravilloso. Habrá que buscar un equilibrio entre la robótica, las delicadas operaciones de cerebro y los despidos masivos de trabajadores de la automoción. Soy una resistente o una especie que se extingue. Me gustan las películas de Ken Loa ch. Creo que los reaccionarios son los que comen fideos precocinados, los ciberadictos, los solitarios hikikomori, los que han dejado de leer en papel. Soy una resistente: yo quiero trabajar y que me paguen. Empuño mis herramientas. No quiero estar a la sopa boba. No quiero tener tiempo para jugar al pádel ni para ser una it girl.  Tampoco quiero escribir con punzones en tablillas de cera ni que me quiten las muelas sin anestesiarme primero. No nos confundamos. No soy Escarlata O'Horror. Ni una neandertal. 

INCIPIT 939. ACADEMIA ZARATUSTRA / JUANBONILLA

De vuelta a casa, acordándome de antes de salir
Una hoja llena de nombres propios. Eso es lo que tenía antes de comenzar el viaje que acaba de concluir: unos cuantos propósitos que dejaban deducir un itinerario que, por supuesto, no se iba a cumplir, porque un viaje como el que yo iba a emprender entonces y del que acabo de regresar ahora ha de hacerlo uno sin previsiones que lo coarten, sin expectativas a las que rendir cuentas y a las que culpar luego de las desilusiones que nos acompañen al regresar. Lo idóneo era no hacer demasiados preparativos de viaje: si haces demasiados, en realidad no estás haciendo un viaje, sino una excursión. Y si no haces los suficientes preparativos, tampoco se tratará de un viaje, sino de una huida. Entre la huida y la excursión, el viaje.

Nada más peligroso que hacerse ilusiones, pues cuando lleguen las decepciones no tendrá uno a quién culpar de su frustración. El que se hace ilusiones es siempre culpable exclusivo de su propia decepción, con lo que libra de toda culpa a quien le decepciona, alguien o algo que seguramente ni siquiera estaba al tanto de que lo estaban evaluando. Cualquiera que haya padecido un engaño amoroso lleva esa evidencia tatuada en la tapicería del alma. Es como el timador que resulta timado: no podrá denunciar a quien le tima pues pondría al descubierto  sus intenciones de timarle. Lo grave es que uno suele timarse a sí mismo por haber antepuesto aquello en lo que necesitaba creer a aquello que, por instinto o experiencia, ya sabía. No hacerse ilusiones nos rescata, no solo de las consiguientes decepciones, sino también de la vergüenza que siempre arrastra el hecho de sentir que hemos sido timados, o peor todavía, que otra vez, no aprenderemos nunca, nos hemos timado a nosotros mismos.

INCIPIT 938. LAS CHICAS / EMMA CLINE

Volví la mirada por las risas, y seguí mirando por las chicas.
Lo primero en lo que me fijé fue en su pelo, largo y despeinado. Luego en las joyas, que relucían al sol. Estaban las tres tan lejos que sólo alcanzaba a ver la periferia de sus rasgos, pero daba igual: sabía que eran distintas al resto de la gente del parque. Las familias arremolinadas en una cola difusa, esperando las salchichas y hamburguesas de la barbacoa. Mujeres con blusas de cuadros acurrucadas bajo el brazo de sus novios, niños lanzando bayas de eucalipto a las gallinas de aspecto silvestre que invadían la franja de parque. Aquellas chicas de pelo largo parecían deslizarse por encima de todo lo que sucedía a su alrededor, trágicas y distantes. Como realeza en el exilio.

Las examiné con una mirada boquiabierta, flagrante y descarada: no parecía probable que fuesen a echar un vistazo y reparar en mí. La hamburguesa había quedado olvidada en mi falda, la brisa traía consigo el tufo a pescado del río. En aquella época, analizaba y puntuaba de inmediato a las demás chicas, y llevaba un registro constante de mis carencias.

CEZANNE

Memorias, Balthus, p. 206
Mi singularidad se debe a que no he cedido a las tentaciones abstractas ni a las tentaciones surrealistas; por eso no me apreciaban André Breton ni los abstractos. Pero eso nunca me molestó, y mi faceta Heathcliff hizo el resto: mi carácter receloso y huraño espantaba a los marchantes de cuadros y a los galeristas. Hubo una época en que eso me desesperaba, al ver que tanto trabajo y tantas energías solo merecían silencio y soledad ... Pero tuve fe en mi suerte, era una cuestión de fervor, de certeza interior. No quise ceder a la abstracción porque, a pesar de hacer pintura figurativa, estaba convencido de que la alcanzaba y, dentro de los límites estrechos e impuestos del lienzo, procuraba llegar a la arquitectura interna, a la estructura secreta de mi motivo. Por ejemplo, en mis paisajes de Chassy, un corral o los distintos planos de un paisaje donde se escalonan los campos, las tierras de labor, etcétera, o en una muchacha mirando el paisaje por la ventana: la disposición del cuadro alcanza la   abstracción. En Cézanne ese punto en que se juntan la figuración y la abstracción es muy evidente, yo no creo que Cézanne sea tan solo un pintor figurativo. La fuerza simplificadora le permite llegar a lo esencial, a las líneas internas y fuertes de su motivo, que ya no tiene nada que ver con una reproducción de la naturaleza. Hubo un tiempo en que los pintores abstractos dictaron la ley, sin molestarse en comprender la síntesis que Cézanne había sido el primero en hacer. Lo que más admiro en él es la nueva invención del mundo a través de sus leyes profundas, matemáticas, sin olvidar nunca las incursiones de los antiguos en este ámbito. Veamos, por ejemplo, el caso de Piero della Francesca: él había comprendido ya la organización estructural que lleva a la abstracción. La alquimia interna. De modo que los pintores tendrían que ser más humildes, más modestos ...

LA MANO ANARQUICA

Imposturas, Banville, p. 270
A medida que el día menguaba, pensé en muchas cosas, por ejemplo en ese fenómeno, con cuya existencia me topé por casualidad mientras leía cosas acerca del señor Mandelbaum y sus costumbres, que entre los neurólogos se conoce como la mano anárquica. Esta extraordinaria e inusual enfermedad -no hay más de medio centenar de casos registrados- es el resultado de una peculiar forma de rebelión en las profundidades del sistema nervioso. Quien lo sufre, aunque tiene las extremidades normales y sanas, se encuentra sujeto a la tiranía de una de sus manos, que al parecer, por su propio capricho y voluntad, lleva a cabo acciones independientes del paciente, a menudo contra sus intereses.  En la mesa se encuentra con que la recalcitrante mano le obliga a tomar alimentos que no quiere ingerir; se encuentra con  alguien por la calle, y en lugar de proferir un saludo, la mano vuela y abofetea a ese atónito conocido. A veces el comportamiento de la mano es tan escandaloso, que su compañera del otro lado es invitada a intervenir para detener sus travesuras; la lucha resultante puede ser en extremo violenta, y acabar en autolesiones y caídas al suelo. Una paciente incluso sufrió repetidos intentos de estrangularse a sí misma, y podría haber sucumbido de no haber estado presentes otras personas que se apresuraron a separar la mano suicida, o asesina, de la garganta. Lo que me preguntaba, echado en la cama de aquel hotel completamente vacío, era si una mitad del propio yo podría ser un anarquista, emperrado en la destrucción de la totalidad.

ARLEQUIN

Imposturas, John Banville, p. 262
De todos los personajes tradicionales de la comedia italiana, Arlequín es al mismo tiempo el más individual y el más enigmático. ¿Quién es este ser inexplicable? ¿Su cabeza y su corazón están hechos de la misma materia que los nuestros? Si se le erigiera una efigie debería estar hecha de goma, pues sólo una sustancia elástica puede recibir la impronta de su espíritu sutil y feroz, creado por los dioses en un momento de incontrolable alborozo y malicia. Se le llama por muchos nombres, y nadie es capaz de decir cual le corresponde en justicia y en origen; muchas autoridades mantienen que su nombre fue en primer lugar un apodo. Tiene sin duda una esencia divina, si es que no se trata del propio Mercurio, dios del crepúsculo y del viento, patrón de ladrones y alcahuetes. También es Proteo, ora delicado, ora ofensivo, cómico o melancólico, a veces poseído por una locura desatada. Es el creador de una nueva forma de poesia, acentuada por gestos, puntuada de volteretas, enriquecida con reflexiones filosóficas y ruidos incongruentes. Es el primer poeta de las acrobacias y los sonidos indecorosos. Su media máscara negra completa la impresión de algo salvaje y demoniaco, y sugiere un gato, un sátiro, un verdugo. ¡Pensad en cómo le considera la opinión pública e intentad imaginar, si podéis, cómo él podría ignorar esa opinión o hacerle frente! En cuanto las autoridades le han asignado su mirada, en cuanto ha tomado posesión de ella, los demás hombres trasladan sus casas a otro sitio para no tener que ver la suya. Allí vive solo con su compañera, cuya voz es la única voz que conoce y sin la cual oiría sólo gruñidos. Llega el día. Recibe una funesta señal. Se pone en camino, vestido de negro y un ojo enrojecido. Es por la mañana. Llega a una plaza pública abarrotada de gente apremiante y jadeante. Le presentan a un envenenador, parricida y blasfemo. Hay un silencio terrible, estremecedor. Coge al condenado, lo extiende sobre el potro de tortura, a continuación se pone al cabrestante y lo destroza. La cabeza pende de un extremo, y la boca, abierta como un horno, emite una palabra sanguinolenta, implora la muerte. Ha terminado. Da un paso atrás; extiende su mano manchada de sangre; de lejos le lanzan unas cuantas monedas de oro que se lleva a través de una doble hilera de hombres que reculan horrorizados. Vuelve a casa, se sienta a la mesa y come, luego se va a la cama y duerme. Al despertarse por la mañana, no pierna en lo que hizo el día anterior.

HITLER EN BERCHTESGADEN

Imposturas, John Banville, p. 11
Nos trajeron el almuerzo, aunque no recuerdo haberlo pedido. El camarero sólo me llenó la copa hasta la mitad –ahora vino tinto, observé-, y yo le lancé un gruñido y le hice llenarla hasta el borde. Mientras me llevaba la copa a los labios, mi mano tembló de manera violenta, parkinsonianamente, y el vino se derramó y manchó el mantel. Cass Cleave intentó limpiarlo con su servilleta, pero yo le aparté la mano de un golpe y le dije bruscamente que lo dejara. «No hagas tantos aspavientos », le espeté. «Odio a la gente que hace aspavientos.» Me puse a hablar de Hitler en Berchtesgaden. Es un pequeño cambio de conversación que hago en la mesa, para mi propio deleite o por alguna otra razón. Con destreza esbocé una imagen de la montaña mágica, con su pandilla de gnomos esforzándose por ser los primeros en el favor del Führer, esos hombrecillos repeinados y sus mujeres rubias, todo muslo y grandes y cuadradas nalgas cubiertas de satén, y él en medio de todos, el rey de la montaña, soñador y distante, exquisitamente educado, planeando con gran calma la destrucción del mundo. Ella mantenía los ojos fijos en el plato. «¿Te estás preguntando si le admiro? », dije. Ella me miró. «Lo admiraba, un poco. Lo admiro. Un poco. Mis amigos y yo, de jóvenes, soñábamos con una Europa libre y limpia.» Le eché otro largo sorbo a mi copa y me eché hacia atrás, sonriéndole a la cara. «Soy un viejo leopardo», dije, «no puedo disimular las manchas.»

WIKIPEDIA

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